Fotografía: Emeric Fohlen

Europa: la contienda política que nos espera

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¿Por qué es importante en estos momentos dedicarle a Europa nuestra máxima atención? Todo parece indicar que el avance de la internacional populista tendrá una gran cita electoral el próximo mayo. Es cierto que estos comicios siempre han sido considerados una competición de segunda. Aunque la idea de Europa resulte fascinante, su concreción política en eso que conocemos como la Unión Europea no despierta grandes pasiones. Pero la verdad es que el mundo se parece cada vez menos a lo que Europa representa: una potencia kantiana ante un orden internacional cada vez más hobbesiano. Y eso está provocando una crisis de identidad que repercute no solo en lo que debería ser su papel en el mundo, sino también en aquello que la define como idea.

Probablemente Alexis Tsipras supo captar como ningún otro dirigente el momento en el que estamos: la crisis que sufre Europa es de carácter existencial, dijo. Y fue el fracaso a la hora de ofrecer una respuesta democrática al colapso económico provocado por la onda expansiva de la caída de Lehman Brothers hace ahora más de diez años lo que preparó el terreno al chovinismo y extremismo nacionalista. La salida, decía Tsipras, pasaba por vencer el miedo a la extrema derecha mediante un nuevo contrato social y profundizar en una auténtica revolución democrática en el seno de la misma. Pero lo que se está disputando también tiene que ver con los valores que definimos como europeos; esos que responden a una identidad que merece ser defendida y, sobre todo, a un carácter, “el europeo”, como una forma de estar en el mundo que es esencialmente aventurera, tan arrogante y atrevida como los viajes de Ulises.

Esa Europa teórica existió antes que la geográfica, y es precisamente esto lo que define su tradición globalizadora, como nos explica Bauman: “Europa descubrió todas las regiones de la tierra, pero nadie descubrió Europa.” Quizá por eso cualquier línea que trataba de cercar al continente como una realidad geográfica “era una invitación permanente a la transgresión”. En la esencia del ser europeo están esa apertura al mundo y la resistencia a quedar restringida espacialmente. Y por eso este momento solo podría definirse con la feliz expresión de Huntington: estamos ante una guerra de civilizaciones, pero producida en el interior mismo de la Unión y librada por aquellos que la quieren convertir en una fortaleza. Actualmente Europa es un campo de batalla, pero el frente no es ese paisaje lunar que describía Vonnegut en el que Dresde dejó de parecerse a una Florencia sobre el Elba; lo que se trata de dirimir ahora es qué idea de Europa queremos.

Lo curioso es que su contestación se hace desde la autoafirmación nacionalista de los diferentes Estados que la conforman a costa de instrumentalizar esos valores europeos que nacieron con vocación universalista, que Europa promulgó como suyos y defendió como valores de todos. Este entramado de autenticidad se hilvana, como siempre, desde una presunta recuperación de aquello que define al ser europeo –una supuesta raza, unas costumbres, una religión– para cercar un nosotros homogéneo y disciplinado donde no cabe nadie más. Y afirmándolo sobre la base de exclusión de lo distinto cuando la vida europea, de nuevo con Bauman, “se conduce en la constante presencia y en la compañía de los otros y de los diferentes, y el modo de vida europeo es una continua negociación que se mantiene a pesar de la otredad y la diferencia”.

Lo interesante de la contienda que se aproxima es que ha conseguido politizar la discusión en torno a distintos modelos en disputa. Por eso estas elecciones se jugarán realmente dentro de un marco europeo. Cuando Farage y los suyos abandonen definitivamente el Europarlamento, este contará con fuerzas que buscan una influencia en torno a esa idea de Europa que quieren imponer. Esta es la clave en la que deberíamos interpretar el discurso histórico que el primer ministro húngaro Viktor Orbán pronunció hace dos años en una escuela de verano en Transilvania: “El reto en las próximas décadas es si Europa seguirá perteneciendo a los europeos. Si Hungría seguirá siendo la tierra de los húngaros, si Alemania seguirá siendo la tierra de los alemanes, si Francia seguirá siendo la tierra de los franceses, si Italia seguirá siendo la tierra de los italianos.”

La soflama de “Europa para los europeos” pone de manifiesto la envergadura de la disputa política que se está viviendo en el continente y el papel de las fuerzas nacionalistas ultras en la articulación de esa batalla con Orbán a la cabeza: “Lo que suceda en Hungría tendrá importantes implicaciones para el conjunto de Europa, porque hoy una Hungría fuerte juega un papel decisivo en la batalla para evitar la descristianización de Europa”, señalaba el primer ministro húngaro. El conflicto político se gesta en estos momentos bajo la afirmación de propuestas populistas que persiguen el reforzamiento del sentimiento de identidad occidental, pero visto desde una posición esencialista y conservadora: “Nuestro combate por Occidente no empieza en los campos de batalla, sino en nuestra cabeza, con nuestra voluntad y nuestro espíritu. Nuestra libertad, nuestra civilización y nuestra preservación dependen de los vínculos entre la historia, la cultura y la memoria”, continuaba Orbán.

Ese factor culturalista se focaliza en la percepción de la amenaza de la inmigración, de los refugiados y, por tanto, de la pérdida de la cohesión étnica y religiosa. Por eso busca afirmarse a través de un tipo de familia, de valores, de patria y de religión que desprecian todo lo que huela a principios humanistas ilustrados y de progreso. Todo lo que evoque cierto aire de progresismo moral es vilipendiado por la nueva internacional populista, visto, como también hace Putin, como feminizante y decadente. La idea de que “hace veintisiete años pensamos que nuestro futuro era Europa; en la actualidad, somos el futuro de Europa”, también pronunciada por Orbán, da buena cuenta del programa político de renacionalización de Occidente que se persigue, basado, curiosamente, en los síndromes que mostró el brexit: el chovinismo cultural, la mayoría étnica, la cólera antiinmigrantes y contra aquellos que se perciben como extraños.

La consecuencia es la compresión radicalizada de una supuesta cultura propia, en la que Europa deja de definirse por esa apertura y afán descubridor encarnada en los viajes de Ulises. Occidente ahora es una civilización más que necesita ser protegida, fortificada, para garantizar una soberanía cultural en la que la defensa de lo propio no se hace en nombre de los grandes valores universales ilustrados, sino denunciando los “excesos” del discurso progresista y afirmando las identidades culturales nacionales. Supone la idea de un choix de civilisation que Le Pen promulgó en las elecciones presidenciales de 2017, y que ahora se pretende llevar a la contienda europea para disputar la misma idea de Europa. El objetivo, de nuevo con Orbán, es acabar con “la Europa de mayo del 68”.

Las amenazas internas son muchas y se producen en un contexto caracterizado desde el nivel político por un escenario de fragmentación en el que los gobiernos de la mitad de los países europeos están formados por frágiles coaliciones minoritarias. Esta debilidad se suma a dos incertidumbres: la que genera la sustitución de quien hasta ahora era la dirigente política con más peso en la Unión, Angela Merkel, y la que afectaba al otro foco de estabilidad que completaba un pretendido eje francoalemán revitalizado: el presidente francés Emmanuel Macron.

Durante este invierno las calles de París no han dejado de oler a neumático quemado mientras las reivindicaciones de los chalecos amarillos encontraban un sorprendente apoyo en uno de los países que forman parte del club comunitario. La Italia populista de Salvini no ha dudado en sumarse a esa ola de desgaste que sufre el presidente francés, entrando en una crisis diplomática con su vecino con una evidente lectura europea. El apoyo de un Gobierno de uno de los Estados miembros a un movimiento surgido en otro Estado para derrocar a su presidente representa una asombrosa vulneración del espíritu de la Unión Europea definida hasta ahora como un club de amigos donde las controversias políticas se resolvían por vía de la negociación y los cauces institucionales. Es obvio que el presidente galo atraviesa horas bajas. Su proyecto de más integración europea parece no encontrar ningún soporte en un escenario en el que la Liga Hanseática bloquea las reformas del euro, el discurso iliberal y ultra crece como una hidra en el corazón del continente gracias al grupo de Visegrado, y este a su vez encuentra un eco favorable en buena parte de la antigua Mitteleuropa con Austria a la cabeza.

Europa se contesta internamente, pero también es atacada desde fuera. La debilidad de las relaciones transatlánticas no se manifiesta solo en los aún desconocidos efectos del brexit, sino en el orden unilateral y el lenguaje de la fuerza impuesto por la potencia estadounidense bajo la batuta de su aciago presidente. El otro hombre fuerte del tablero internacional, Vladimir Putin, impone una peligrosa lógica de guerra de “baja intensidad” para debilitar a las democracias liberales continentales, mientras las potencias aspirantes a nuevos hegemones, como China, ejercen sin miramientos toda su influencia sobre el orden global desdibujando aún más el rol y la identidad de Europa. Ante ese escenario, ¿cómo recuperar el papel de persuasión democrática que tradicionalmente jugaba la Unión en un mundo que niega y amenaza lo que representa? Ese orden hobbesiano debería obligar a Europa a convertirse en un Leviatán liberal con capacidad para actuar en el mundo con una sola voz. Pero para ello necesita activar realmente una política de integración escalonada y articular, por fin, una acción exterior como parte de su política de autonomía estratégica que hasta ahora ha reducido a la seguridad y defensa común. El brexit, la elección presidencial de Trump, la crisis de Venezuela o la posición adoptada contra Arabia Saudí después del asesinato del periodista Khashoggi muestran hasta qué punto ha llegado la hora de que la Unión Europea se plantee con seriedad si realmente quiere desempeñar un papel en el mundo, no solo externalizando valores (por lo que es), sino también mediante sus acciones (por lo que hace). Y urge que lo emprenda unida. Las próximas elecciones indicarán si ese es el camino que la ciudadanía ha decidido transitar. ~

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Es profesora de ciencia política en la Universidad Autónoma de Madrid y columnista de El País


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