Fotografía: Archivo Paulina Lavista

“Eras la fuente que reía”. Marie José Paz (1934-2018)

Fue más que la compañera de Octavio Paz: artista por méritos propios, mantuvo una voz y una conciencia crítica en constante diálogo con el poeta. El perfil y la muestra de su obra que presentamos en este número lo confirman.
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Primero fue, naturalmente, una imagen en un poema, quizá la muchacha que lee y come un durazno sobre la colcha roja, y muy pronto un espejeo de imágenes sucesivas, Esplendor repartida entre los dioses o el latido en la sombra y la respiración dormida al lado del insomne, cifra clara del ritmo que concierta su conciencia. Ese espejismo cambiante era un tejido de palabras, pero no solo las del poeta, que además de soñarla con ojos bien abiertos le era todo oídos, sino las de ella misma: la imagen era también una voz, unas veces entrecomillada, otras veces aludida, con frecuencia sobrentendida, casi siempre, sin duda, inadvertida. Y era también, por supuesto, siempre, un oído: la espiral por la que subían y bajaban, buscándose, esas palabras. Pero una cosa es cierta: la mujer de la que hablan, con la que hablan, para la que hablan tantos poemas de Paz no era, no fue nunca, un personaje literario –he ahí la diferencia esencial entre una novela y un poema– sino una persona: una presencia viva y un enigma impenetrable.

En los años setenta la revista Plural llegaba a casa cada mes, y ahí leí algunos de sus poemas, traducidos por Octavio Paz y publicados bajo un pseudónimo: Yesé Amory, falso anagrama y evidente juego fonético. Los recuerdo vivamente y sé que me encantaron antes de enterarme (más o menos pronto, creo ahora que por mi madre, lingüista y traductora discípula y amiga de Tomás Segovia, secretario de redacción de Plural) de la identidad que velaba ese nombre con el que Marie Jo firmó no solo los poemas de Plural, sino también sus traducciones al francés de Tomlinson y otras colaboraciones para Nouveau Commerce, la revista de André Dalmas que retomó en los años sesenta el nombre, aunque no la estafeta, de la medular Commerce de Paul Valéry. Digo con toda intención que esos poemas me encantaron: su primera virtud es la misma gracia seductora que imantaba la conversación de la autora y que, si recordaba ciertos poemas de Octavio Paz, era porque compartía con ellos el aire de familia común a un grupo de escritores en la periferia del surrealismo como Francis Ponge, Georges Schehadé o, más recientemente, Claude Michel Cluny. La gracia de un espíritu vivaz y alerta, hecha de levedad, ingenio, sentido del humor y disponibilidad al asombro o, para decirlo con palabras de Paz, “facultad de maravillarse”. El más extenso de esos poemas –pueden leerse ahora en Versiones y diversiones– es un relato fantástico; otro es el siguiente ejercicio de found poetry:

Tal cual

La estación está abierta todos los días

pero los domingos y días feriados

el servicio de expediciones está cerrado

para ataúdes y urnas

funerarias

animales vivos

productos alimenticios anotados en la tarifa N.° 3

cerveza sidra zumo de peras

capullos y hojas de morera

flores recién cortadas

botes de leche vacíos

productos farmacéuticos

vino blanco dulce de ciruelas.

El servicio de expediciones está cerrado

Found poetry: poesía leída, la lectura como método de escritura. El poema hace pensar en el doble movimiento de disociación y recomposición que Yves Bonnefoy describió en su ensayo sobre los collages de Marie José. Esas piezas, armadas de referencias y guiños tanto como de objets trouvés, surgen de la exploración del desván y el mercado de pulgas, pero son también ejercicios de lectura expresados, como escribió Pere Gimferrer, “mediante artefactos que en sí mismos adquieren entidad plástica autónoma y se convierten, exentos, en turbadoras realidades líricas manifestadas”. Alberto Ruy Sánchez ha señalado con perspicacia cómo la serie dedicada a los personajes de Proust traduce el carácter de esos personajes que “no son una psicología” sino “un caleidoscopio de pasiones y relaciones” a un juego geométrico para, prodigiosamente, capturar su naturaleza esencial. Los breves poemas que Octavio Paz escribió en respuesta a algunos de esos collages parten casi siempre de una enunciación de sus componentes, juegan a no hacer sino describirlos, a hacerse eco de lo que dicen en silencio, y así muestran cómo, a fin de cuentas, son instrumentos de navegación.

Mucho más sencillo, pero no menos eficaz, es el procedimiento de esta imagen en ralentí:

Enigma

pero

por

qué

diablos

esa

vieja

dama

de

guantes

blancos

de

primera

comunión

compra

en el

drug

store

de Walnut

Street

quince

pre

ser

vativos?

La escena hace pensar en las de una serie de epigramas de Ladera este (“El otro”, “Golden Lotuses”, “Efectos del bautismo”, “Madurai”, alguna estrofa de “Utacamud”, pero también pasajes de poemas más largos) que han llamado la atención de algunos críticos por un sentido del humor infrecuente en la poesía de Paz. (Aunque menos infrecuente de lo que se cree; hay ejemplos posteriores, pero ciertamente ninguno anterior.) La novedad de esos epigramas no está tanto en el género como en que son los primeros poemas, en la obra de Paz, que surgen evidentemente de la conversación cómplice. Una conversación en esos ejemplos ligera y divertida, un poco salonnière y muy maliciosa, pero que puede muy bien percibirse más apasionada e intensa en otros momentos de la obra, a la que nutrió sin duda sin cesar. Naturalmente, era Marie Jo la primera lectora y comentarista de todo cuanto Paz escribía, y su juicio el primero y el último al que se confiaba. Está en sus poemas no solo como motivo y fuente de inspiración, también de una manera menos visible, como el oído que imanta su voz y como orientación crítica.

La lectura fue su primer vínculo. Según contaba Marie Jo (le escuchamos varias veces la historia a lo largo de los años, cada vez levemente distinta, como ocurre siempre), el pretexto al que recurrió él para iniciar la conversación fue el libro que le vio en las manos: Modeste Mignon, una pieza menor del ciclo de La comedia humana que, para su sorpresa, Paz conocía con minucia y sobre la que había reflexionado (no tan curiosamente, pues la reflexión sobre la poesía alimenta la trama del relato, en el que la protagonista se enamora de un poeta, al que conquista). Desde entonces, su conversación no dejó de girar alrededor de la lectura, y puede decirse que de ahí surgía en parte esa “impresión de complementariedad tan intensa como dichosa” que dejaban en sus amigos (la frase es de Bonnefoy).

Otro de los poemas de Yesé Amory traducidos por Octavio Paz es “Estrías”, compuesto de tres fragmentos unidos por el tono, la temperatura y, secretamente, un hilo narrativo. El segundo refiere brevemente un acceso de cólera del poeta y un pleito doméstico:

La próxima vez que te desmandes, te inoculo un virus. No un virus potente, no: un virus apenas virus, lo justo para atarantarte y, sin acabarte, hacer que pierdas un poco de tu arrogancia.

Entonces, ah, entonces, vuelves a ser eucalipto. Dulce vuelve a ser mi noche entre tus ramas.

Paz dio su irónica versión de los hechos en un poema épico fantástico de casi un centenar de versos: “La guerra de la dríada o Vuelve a ser eucalipto”, en que la amada enemiga es una encarnación de la pasión crítica. Ellos discuten, él se enardece y ella, sin dejar de reír, lo desarma.

tu artillería

disparaba desde estribor,

desmantelaba mis premisas,

hacía añicos mis consiguientes,

tus espejos ustorios

incendiaban mis convicciones

El que habla, en cambio, es una conciencia que se recome, empecinada en su desvarío:

el insomnio encendió su bujía,

su luz díscola iluminó mi noche,

inspiraciones, conspiraciones, inmolaciones,

Al final, la reconciliación llega desde la otra orilla:

Vuelve a ser eucalipto, dijiste,

el viento mecía mi follaje,

yo callaba y el viento hablaba,

murmullo de palabras que eran hojas,

verdes chisporroteos, lenguas de agua,

tendida al pie del eucalipto

tú eras la fuente que reía,

vaivén de los ramajes sigilosos,

eras tú, era la brisa que volvía.

Eucalipto: bien oculto. Árbol de la respiración abierta. La estrofa tiene interés entre otras cosas porque anticipa la célebre coda del último poema largo de Paz, su “Carta de creencia”:

Tal vez amar es aprender

a caminar por este mundo.

Aprender a quedarnos quietos

como el tilo y la encina de la fábula.

Aprender a mirar.

Tu mirada es sembradora.

Plantó un árbol.

Yo hablo

porque tú meces los follajes.

Es notable también porque deja ver que “tu mirada” implica “tu voz” y “tus palabras”. Pero hay más. En los dos fragmentos, el amor obra una metamorfosis redentora tras la cual, por vía del silencio y la quietud, los amantes se resuelven en árboles. La referencia a Ovidio (“el tilo y la encina de la fábula”) y la promesa del amante que anuncia, en las “Estrías” de Yesé Amory, “Abriré para ti el Jardín de las Metamorfosis”, hacen pensar que los tres poemas de los dos autores tienen, entre sus orígenes circunstanciales, la frecuentación del gran poeta latino.

Alguna vez le pregunté a Marie Jo por qué no había publicado más poemas. Me respondió que, estando al lado de Octavio, era un poco absurdo. Pero nunca dejó de escribir. Una de las últimas veces que la vimos, en una comida en ocasión de su cumpleaños, nos dedicó una edición de Figuras y figuraciones con “esta veleidad de haiku:

la lune

à son premier quartier,

un cil sur ta joue.”

(Luna en cuarto creciente,

una pestaña sobre tu mejilla.)

Es fama que alguna vez, al llenar en un formulario la casilla de su profesión, Marie Jo, alentada por Octavio, escribió: musa. Lo contaba muerta de risa. Cuando Elena Poniatowska recordó la anécdota hace unos años, en las redes sociales corrió la indignación: ¡misoginia! ¡sumisión! ¡humillación! ¡En pleno siglo XX! No es necesario haberlos conocido: cualquiera que haya leído con atención los poemas de Paz advierte que ella no era un mero objeto de contemplación, sino una voz activa y una conciencia vigilante. La verdadera musa de Octavio Paz era la pasión crítica. Eso era Marie Jo. ~

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