Elogio del oficio

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Armando González Torres

La lectura y la sospecha. Ensayos sobre creatividad y vida intelectual

Ciudad de México, Cal y Arena, 2019, 164 pp.

El diagnóstico es devastador. En el medio cultural abundan la charlatanería, la improvisación, la impostura intelectual. El mercado presiona al artista, degrada su arte. Se prefiere la vida literaria a la literatura. La solemnidad de las causas justas ha reemplazado el sentido del humor que libera. Se alcanza la fama no gracias a la calidad sino a la mercadotecnia o las habilidades del agente. Las drogas y el alcohol abren las puertas de la percepción pero son pésimas para manufacturar una obra. La curiosidad propia se apaga y cunde en la cultura la uniformidad militante. Se desdeña al genio y se privilegia, en su lugar, la mediocridad democrática. El arte se industrializa. Desaparecieron los intelectuales mandarines y su lugar lo ocuparon los showmen de la comentocracia. Se estimula la prolijidad para vender más productos malos. Se permiten licencias para descuidar el oficio. La complacencia es la marca de agua de nuestro tiempo.

Pero ahí no acaba todo. Se tolera el plagio. Se entroniza al buen salvaje de las letras. Se publican libros que enseñan a fingir que se ha leído. Se desdeña la originalidad. Se cultiva el mito del arte para recibir prebendas sociales: apoyos, becas, privilegios fiscales. Vivimos el tiempo de la sospecha y la denuncia, de la desacralización mecánica. Los colegios de Letras se han convertido en fábricas del resentimiento. Toda lectura se reduce a cazar al malvado racista, colonizado, machista, neoliberal. Se otorgan títulos a los licenciados de la sospecha. Más que sentir, resienten. Los críticos han sido sustituidos por los guardianes de la queja. No buscan comprender sino simplificar, victimizar, culpar. Leen para denunciar. El resentimiento se ha vuelto rentable. Todo se reduce a una conspiración del poder. En aras de democratizar el arte, se ha banalizado la creación. Al arte por el arte decimonónico le sucedió el arte complejo del siglo XX alejado de las masas y a este le ha seguido el arte militante. Abunda la censura del Estado, del mercado, de la delincuencia organizada, y peor aún: la autocensura. La responsabilidad del artista con su arte ha cedido el paso al arte justiciero, defensor de las identidades y de lo políticamente correcto. Los premios se reparten entre clanes. La provocación por la provocación es la regla. La irreverencia, sistemática. La sociología ha desplazado a la estética en la apreciación del arte. Escasean las editoriales independientes, priman en su lugar los conglomerados editoriales. Se empobrece con ello la bibliodiversidad. Todo es queja, denuncia, delación, estrategia. Se sacraliza la juventud, se desdeña la experiencia. Valiente mundo nuevo.

Es el diagnóstico del que parte Armando González Torres (Ciudad de México, 1964) en La lectura y la sospecha, conjunto de artículos y ensayos divididos en tres secciones: “El prodigio de la creación”, “Anomalías, enfermedades y accidentes del arte” y “La lectura y la sospecha”. No es un libro de denuncia sobre la sociedad quejosa. Al mapa que traza González Torres le sigue algo más que una propuesta. Sugiere una ruta, simple, laboriosa y cotidiana: el cultivo del oficio. El acto creativo es algo sin duda prodigioso, pero a este pocas veces se llega por la iluminación del artista, se requieren la constancia, el hábito, la disciplina y el rigor. En otras palabras: nuestro tiempo necesita replantear la responsabilidad del artista. En primer lugar, con su arte, con su imperiosa necesidad de expresarse y comunicar. Responsabilidad también con su audiencia. No se trata de complacer al lector para agradarle y vender más, sino de practicar la cortesía con el que nos lee, por medio de la claridad y la exigencia.

Al iluminado que aguarda la inspiración para crear, González Torres opone la disciplina del creador, el cultivo de la técnica, el hábito metódico. No desdeña el azar y la inspiración, pero está convencido de que al azar hay que convocarlo con el trabajo arduo. El rayo iluminador es consecuencia de una “acumulación de materiales”: investigación, lectura, estudio. “El hábito es creativo”, dice González Torres. En un medio que exige becas para poder crear, el autor recuerda casos de grandes poetas que han sabido combinar el trabajo rutinario con el arte, como lo ejemplifican los trabajos bancarios y financieros de T. S. Eliot y de Wallace Stevens. A la dispersión y disipación de la vida literaria, confronta los rituales austeros que permiten la concentración en circunstancias adversas. Muchas veces el oropel de la vida pública nos impide reconocer que el arte “atañe al estudio metódico y la integridad”. La auténtica vida creativa es ascética. En estos tiempos de talentos improvisados y de entronización de los autores que brillan por la causa que defienden y no por la calidad de lo que escriben, es muy refrescante volver a las verdades básicas: la vida artística e intelectual requiere, señala González Torres, “un entusiasmo absorbente, gusto por el esfuerzo, reverencia por la verdad, celo investigativo, compromiso con el detalle y ansia de precisión con el lenguaje”.

Pareciera que lo importante es figurar, aunque sea a través del escándalo. El arte se confunde con la provocación. Abunda la frivolidad y la banalización. La poesía se volvió hermética hasta lo ilegible, y las novelas son productos mecánicos que se fabrican al por mayor. Se envidia al autor que aparece en los medios y se menosprecia a las personas cultas, entendiendo por estas a aquellas “que rechazan las protecciones gremiales y se colocan a la intemperie de los feudos del conocimiento”, a quienes cultivan la curiosidad y la apertura a otros saberes, a los “concupiscentes del saber”. De joven, recuerda Armando González Torres, “yo aspiraba a la iluminación”, anhelaba el momento de quiebre que lo transformaría todo de raíz. Ese deseo de escribir una obra grandiosa y definitiva cedió el paso a la edificación cuidadosa de una obra que lo mismo abarca la poesía (La conversación ortodoxa, Teoría de la afrenta), el ensayo (¡Que se mueran los intelectuales!, Del crepúsculo de los clérigos) y el aforismo (Sobreperdonar, Salvar al buitre). Dirige González Torres su crítica a múltiples dianas pero sobre todo a tres: la literatura mecanizada, el arte mercantilista y la cultura de la queja. En la literatura de hoy advierte la “multiplicación de obras redundantes”. La prisa por publicar y figurar genera pobreza del lenguaje, frases mal construidas, estructuras defectuosas, descuido en la psicología de los personajes, “licencias vanguardistas” para eludir la coherencia. A ese descenso en la calidad literaria contribuye la paulatina desaparición de los editores, que cribaban las obras valiosas, las pulían y las cuidaban, encontraban su nicho, buscando en todo momento que la obra expresara la originalidad del autor. Con el surgimiento y dominio de los conglomerados editoriales, la literatura se volvió de plástico: flexible a los gustos del mercado, simple para poder digerirse con facilidad, producida en serie. Ante esto el antídoto son las pequeñas editoriales independientes, que preservan la bibliodiversidad literaria. González Torres aborda, en este libro más bien breve, muchos temas: la hegemonía cultural, la escuela del resentimiento, la suspicacia profesional, el intelectual como guardián de la queja, los tics del progresismo que empobrecen la visión del mundo, los pros y contras de la excepción cultural, la cultura como contrapeso del mercado, el arte militante, la censura, la relación genuflexa de los intelectuales con el poder, los premios, la responsabilidad del artista, la contracultura, la bohemia, el escritor vagabundo, la idolatría de la juventud, etcétera. Un defecto grave de La lectura y la sospecha es que ahonda muy poco en cada tema que aborda. La brevedad parece dictada por el reducido espacio que brindan los medios periodísticos. Pero en un libro no tiene razón de ser, más si el autor pondera en varios momentos del libro la investigación ardua, el estudio y el rigor. Para Marx la cultura era una máscara de la dominación de una clase sobre otra. Para Freud la “cultura es intrínsecamente opresiva”, al reprimir los instintos se convierte en “uno de los principales obstáculos de la felicidad”. Las actuales escuelas del resentimiento, para decirlo con Harold Bloom, ven la cultura “como una modalidad más de las reivindicaciones en materia de derechos humanos y civiles”, como una estrategia para hegemonizar y perpetuar su dominio sobre las minorías y los excluidos. Ante esto –el dominio, la represión y la suspicacia– González Torres propone una mirada lúcida que privilegia el factor lúdico y la ironía, la cultura como curiosidad y apertura; la tradición como guía para orientar el gusto en un mundo caótico. No pretendo decir que la visión de González Torres sea ingenua, ya que está consciente, con Walter Benjamin, de que todo documento de creación lo puede ser también de barbarie. En un mundo de banalización creciente, González Torres pondera el rigor, el estudio, la curiosidad, la alegría, el juego, la responsabilidad, la cordura, la exigencia, la cortesía con el lector. Y yo, como lector, no puedo menos que agradecérselo. ~

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