El racismo y la Ilustración

A muchos pensadores del pasado se les acusa de intolerantes. Pero la lección que podemos extraer de ellos tiene que ver con el amor al conocimiento y no con la promoción del eurocentrismo.
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La Ilustración puede significar varias cosas: una colección dispar de pensadores, sobre todo del siglo XVIII, que desafiaron el dogma religioso al sustituirlo por la razón filosófica; o bien, un conjunto más o menos coherente de valores basados, en líneas generales, en el secularismo y la libertad intelectual. Los críticos de todo lo asociado con la Ilustración –desde Joseph de Maistre (1753-1821), el pensador reaccionario francés, hasta, por ejemplo, William Barr, el ex fiscal general estadounidense– han provenido, por lo regular, de la derecha. Su temor es que la pérdida de autoridad religiosa derive en bajeza moral y desorden social.

Pero en nuestros días, los legados de la Ilustración también son fustigados desde la izquierda. Sus críticos buscan relacionar la Ilustración y la enseñanza de los clásicos grecolatinos con el racismo. Tales afirmaciones se repitieron en un artículo, publicado recientemente en The New York Times, acerca de Dan-el Padilla Peralta, historiador de Princeton especializado en la antigua Roma y crítico negro de la educación clásica. Él cree que los clásicos ayudaron a crear el racismo blanco. O, en palabras de Rachel Poser, la autora del artículo: “la Ilustración creó una jerarquía en la que Grecia y Roma, codificadas como blancas, estaban en la cúspide, y todo lo demás se encontraba por debajo”. A fin de incluir otras voces “marginadas” y combatir la supremacía blanca, sigue el argumento, debemos repensar y, si es necesario, abolir estas tradiciones intelectuales.

Repensar las cosas nunca es mala idea. Y es cierto que el mundo clásico y la Ilustración a menudo han sido usados como fetiches para promover toda clase de proyectos, incluyendo el imperialismo europeo, la superioridad cultural de Occidente y la fundación misma de Estados Unidos. (Basta con mirar la arquitectura neoclásica de Washington, D. C.) Muchas de estas cosas fueron hechas en nombre del liberalismo, un credo que surgió de la Ilustración.

La pregunta es si resulta realmente esclarecedor centrar este problema en lo racial. A los críticos que entienden el liberalismo como un disfraz pudoroso del colonialismo y el racismo les gusta señalar que pensadores ilustrados como Voltaire tenían opiniones sobre los africanos que hoy, con toda razón, son consideradas reprobables. Muy probablemente, la creencia de Voltaire en la inferioridad intelectual de las personas nacidas en África habría sido compartida por la mayoría de sus pares en la Europa del siglo XVIII. Pero proyectar la raza, o la “blanquitud”, sobre la era de Voltaire es entender erróneamente una parte vital de la Ilustración, que es su curiosidad intelectual. El interés en los otros, especialmente las culturas no occidentales, era tan importante como desafiar las verdades sagradas que diseminaban los curas. La primera traducción europea del Bhagavad gita sánscrito fue publicada en 1785. Esta clase de trabajo no se hizo con un afán de exotismo, sino de erudición.

Voltaire pudo hablar mal de los africanos, pero era lector ávido de Saadi, el poeta persa del siglo XIII. También lo eran otros escritores de la Ilustración, como Diderot. Voltaire también se deshizo en elogios hacia China, a la que consideraba una civilización superior gobernada por filósofos seculares –superior, entonces, a la Francia de su época, que seguía gobernada por la Iglesia y por un rey tiránico, supuestamente elegido por Dios–. Voltaire fue apenas uno en una larga línea de intelectuales europeos, que llega hasta los maoístas parisinos de los años sesenta, que aplaudían las culturas lejanas para criticar la cultura propia.

El problema con la Ilustración, o al menos con la manera en que se ha utilizado su tradición, no fue tanto su “blanquitud” como su pretensión de ser universal. Esto era parte del ideal cosmopolita, según el cual la razón humana no estaba confinada a una cultura o raza en particular. Las dos democracias occidentales que se fundaron como resultado de revoluciones basadas en la libertad y la razón fueron Francia y Estados Unidos. En ambos países hay gente que afirma la universalidad de esos valores. Los fundadores de ambos países fueron hijos de la Ilustración. Y líderes de ambos países, desde Napoleón hasta George W. Bush, creyeron que sus naciones tenían la misión de propagar la libertad universal entre los pueblos menos ilustrados.

Esto ha llevado a muchas guerras insensatas, cuyas consecuencias sentimos hasta hoy. Pero la pretensión de universalidad no solo tuvo resultados negativos. Para los constructores de los imperios británico u holandés, resultaba difícil creer que un asiático o un africano pudieran estar tan versados en las culturas europeas como los británicos y holandeses estaban en las culturas asiáticas o africanas. Los franceses, por su parte, no tuvieron objeción en admitir al escritor senegalés Léopold Senghor en la Academia Francesa. Después de todo, la civilización francesa se consideraba universal. En teoría, cualquiera –fuera de tez negra, morena o blanca– podía participar de ella.

Esto podía traerles problemas a los africanos que escribían en francés. A veces, los suyos los consideraban traidores culturales que se habían vendido al poder colonial. Y el historial de Francia con respecto a la tolerancia racial dista de ser intachable. Pero en teoría, la idea francesa de civilización es inclusiva. No hubo una civilización alemana, ni una inglesa: ellos tienen culturas. Estados Unidos, por su parte, se parece más a Francia. La idea de que los estadounidenses van a aceptar a un inmigrante como su compatriota es un cliché, y no siempre es verdad. Pero es más verdad en Estados Unidos que en cualquier país europeo.

Las consecuencias negativas de esta pretensión de universalidad son igualmente claras. A la gente no le gusta que países más poderosos le impongan sus creencias y valores, especialmente por la fuerza. Napoleón no tenía derecho a subyugar a otras naciones enarbolando las virtudes superiores de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Los intentos de Estados Unidos de invadir otros países en nombre de la democracia han sido igualmente erróneos. Imponer la universalidad a golpes nunca es buena idea.

En la Alemania del siglo XIX, las conquistas napoleónicas provocaron una reacción defensiva que se asocia con el Romanticismo. En lugar de los valores universales y el racionalismo francés, la gente decidió valorar el “espíritu” alemán: la belleza de la tierra natal, el alma de la lengua alemana, etcétera. Fue, de forma bastante deliberada, una respuesta provinciana a un concepto global, que produjo mucha poesía encantadora y unas cuantas pinturas sublimes de la naturaleza. También produjo un nativismo de corte más peligroso: el de la exclusión de aquellos que no eran considerados descendientes de una sangre y una tierra comunes. No hay lugar en él para la idea de civilización, y cultura pasa a ser sinónimo de raza.

Creo que mucho de lo que ahora llamamos “política de identidad” hunde sus raíces, particularmente en Estados Unidos, en un conflicto similar. Cada vez más gente siente que le está siendo impuesto un conjunto de valores: una civilización. Se trata de una civilización basada libremente en la Ilustración, el liberalismo, los clásicos y, sobre todo, la “blanquitud”. A los muchos estadounidenses que se sienten excluidos de ellos, la afirmación de que estos valores son universales les resulta tan chocante como a los alemanes que estaban bajo el dominio napoleónico. El viejo ideal del “crisol de culturas” se entiende cada vez más como la asimilación forzada a un “crisol blanco”. Los negros, los asiático-americanos, los latinos y otros querrían reivindicar sus propios valores, culturas y representaciones; sus propias “almas”.

El principal problema es la confusión entre raza, identidad étnica y cultura. ¿De qué manera puede entenderse un concepto como “asiático-americanos”? En términos raciales, una persona de origen indio no tiene nada en común con una persona de familia coreana o tailandesa. Tampoco comparten una cultura. Su única experiencia comunal es de tinte sociológico: es la experiencia de ser excluidos, de ser señalados como “otros”, de no ser vistos o escuchados en el mundo blanco.

La pregunta, entonces, es cómo hacer que la gente no blanca que vive en un país occidental se sienta culturalmente incluida. Si la tradición clásica o los legados de la Ilustración son definidos como propios de los blancos, ¿cuál es la tradición cultural de los asiático-americanos, o de los latinos? ¿Es la española, la china, la azteca o la indonesia? Cualquiera de estas podría ser la de algunos asiático-americanos o latinos, pero nunca la de todos ellos. Y una suma de agravios compartidos no constituye una cultura. Lo que corremos el riesgo de perder por la reacción ante lo que es visto como “cultura blanca” es la mejor parte de la tradición ilustrada: su profundo interés no en los diferentes grupos y razas, sino en las altas culturas que pueden ser compartidas.

En los medios progresistas se escribe muchísimo sobre las visiones políticas y las expresiones artísticas de las minorías que viven en Occidente, pero mucho menos acerca de las culturas de las que provienen. La enseñanza en lenguas y literaturas extranjeras se encuentra en declive en las universidades. En los grandes periódicos, las páginas de arte –aquellas que todavía existen– dedican mucho más espacio a los esfuerzos por diversificar las instituciones culturales estadounidenses que a las culturas no occidentales, ni siquiera a las no estadounidenses. Hay muchas razones para esto, y quizás algunas sean justificadas. Pero concentrarse en el origen étnico y el color de la piel a expensas de la cultura tiene mucho que ver.

El mejor argumento a favor de seguir leyendo a Homero, Ovidio, Shakespeare o Jane Austen no es enseñar a la gente a pensar como blancos. Por el contrario, el que estos escritores fueran blancos es su faceta menos interesante. Deberíamos leerlos porque expresan una humanidad en común. Lo mismo puede decirse de Du Fu, el poeta chino del siglo VIII, o de lo mejor de la poesía persa o árabe, o de La historia de Genji, de Léopold Senghor o James Baldwin. Todos son importantes no porque representen las voces de diferentes “comunidades”, sino porque cualquier persona puede reconocer algo de sí misma en ellos.

La veneración excesiva de la identidad, la raza, la clase social o la nación es propia de una perspectiva estrecha y provinciana, y resulta siempre empobrecedora. Las grandes civilizaciones provienen de las mezclas, no de la representación exclusiva. Esa es tal vez la lección que hay que aprender de los pensadores de la Ilustración. Pueden haber tenido toda clase de “puntos ciegos” que ahora, en nuestra sabiduría incomparable, somos capaces de reconocer, pero nunca se conformaron con el apego al sitio donde les había tocado nacer. Buscaron respuestas por todas partes, y el mundo es más rico gracias a eso. ~

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Traducción del inglés de Emilio Rivaud Delgado.

Publicado originalmente en Persuasion.

Copyright © Ian Buruma.

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(La Haya, 1951), ensayista y colaborador habitual de The New York Review of Books. Es autor de Asesinato en Ámsterdam (Debate, 2007), entre otros libros.


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