El lenguaje como arma arrojadiza

La discusión pública es, como todas las discusiones, un debate sobre las palabras. Cuatro lingüistas hablan sobre la relación entre lenguaje y política.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

“La resistencia a la opresión comienza por cuestionar el constante uso de palabras de moda.” Victor Klemperer esgrimió esta idea en su libro lti. La lengua en el Tercer Reich, publicado en 1947 y en el que analizó cómo el régimen nazi retorció la lengua alemana con fines propagandísticos. Klemperer, judío casado con una mujer aria, trabajó durante la época nacionalsocialista en una fábrica –pudo seguir viviendo, pero fue expulsado de su cátedra de filología en la Universidad de Dresde– y cada día escuchaba cómo era el habla de los obreros. Ahí se dio cuenta de cómo cobraban fuerza adjetivos como “combativo” o “fanático” tratados de forma positiva. Fue apuntando este tipo de palabras, que se pusieron de moda, en páginas que tenía escondidas y que solo vieron la luz tras la derrota del régimen, en 1947. Poco más de un año después George Orwell publicaba 1984, donde teorizaba sobre el concepto de la neolengua.

La discusión política, en buena medida, es una discusión sobre los nombres de las cosas. Que el lenguaje modula el pensamiento y determina la forma en la que percibimos la realidad es una idea antigua que ha conocido diferentes versiones. “Hay teorías que dicen que el lenguaje nació como arma política. La especie humana desarrolló la capacidad del lenguaje para poder manipular a los demás y hay ramas de la antropología que dicen que nació para mentir”, sostiene Victoria Marrero, catedrática de lengua española en la uned. Lo curioso e interesante es que en los últimos tiempos esta función del lenguaje como arma arrojadiza, como campo de batalla y como instrumento para construir determinados marcos con fines políticos ha vuelto a la primera plana en vez de mantenerse como herramienta comunicativa, que es, apunta Marrero, su funcionalidad prioritaria.

Los ejemplos los hallamos en los debates que se han abierto en relación con el lenguaje inclusivo, con la aparición de eufemismos procedentes de movimientos como el animalista, con los cambios en el subtitulado de películas como Roma o con las cruentas polémicas en las redes sociales por palabras que hasta la fecha no estaban en el centro de la diana. Estos debates tienen que ver con las guerras culturales y son jaleados desde las bancadas políticas. “Desde luego, estamos en una época muy prescriptivista del lenguaje”, señala Marrero.

Esto sucede “porque estamos en un momento en el que buscamos soluciones fáciles para problemas complejos y la tentación de cambiar una palabra es más fácil que cambiar una conducta o una costumbre”, apostilla Marrero. En este sentido es como se entiende que el Gobierno pidiera un informe a la Real Academia Española (rae) para analizar el lenguaje de la Constitución. Tanto la institución como los lingüistas consultados sostienen que “aunque es positivo que la sociedad le pida a la Academia su opinión sobre algo de actualidad”, como admite el académico Pedro Álvarez de Miranda, autor del libro El género y la lengua (Turner), “las lenguas cambian muy lentamente. Y si cambian, lo hacen por su propia dinámica, que los hablantes no controlan. Y tampoco la rae. Es una ingenuidad pensar que los hablantes pueden modificar el curso de la lengua”.

La profesora de lingüística de la Universidad de Zaragoza María del Carmen Horno sostiene, por su parte, que “estos procesos de cambio son complicados pero posibles, dado que afectan a la parte más consciente del lenguaje y, desde luego, merecen la pena porque realmente tienen consecuencias para el imaginario colectivo”. No obstante, también indica que “las incursiones en los aspectos gramaticales, como es el caso de la concordancia, parecen abocadas al fracaso, dado que los procesos gramaticales están altamente automatizados y es mucho más costoso controlarlos. Además, no está probado que tengan repercusión real en nuestro modo de ver el mundo”.

En la misma línea, aunque señala que “la rae tiene una relación compleja con el lenguaje inclusivo”, Marrero también indica que “la lengua tiene una estructura que no se puede forzar. Es más, lo que está pasando ahora es que se está generando una inseguridad en los hablantes: ¿se puede decir miembra o es miembro? Para mantener la concordancia en español las frases se hacen cognitivamente insoportables. Solo tenemos dos salidas: o violar las reglas de concordancia de nuestra lengua o encaminarnos a un procesamiento imposible. Los lingüistas no podemos estar a favor de ninguna de las dos cosas”.

Álvarez de Miranda lamenta que el asunto del lenguaje inclusivo haya entrado en el debate político, porque “no lo ha hecho con la serenidad con la que lo tratamos los lingüistas. Nosotros reflexionamos sobre la lengua desapasionadamente. Y los políticos no han tenido la suficiente calma. No hay que darle a la lengua tanta importancia, solo es un elemento de comunicación”, apunta el académico.

En esta voracidad en la que suelen moverse los políticos se enmarcan las manifestaciones en torno a los cambios eufemísticos de algunas palabras. Para los expertos, una cosa es cambiar la palabra y otra la realidad. Según Álvarez de Miranda, “tratamos de modificar la realidad cuando no nos gusta, pero de nuevo es una ingenuidad porque la realidad no la cambiamos”.

Para el lingüista José Antonio Millán, cuyo último libro es Tengo, tengo, tengo. Los ritmos de la lengua (Ariel), en este terreno no está de más hacer algunos cambios. “Si no usas una palabra en sentido peyorativo, aunque sea hipócrita, en el clima social, en los niños, se puede ir creando el fermento de un cambio. Lo veo positivo, sin llegar a extremos ridículos como quitar acepciones en el diccionario”, manifiesta. Y es cierto que ahí se han producido modificaciones. “A los ciegos ahora les llamamos invidentes y a los niños con síndrome de Down ya no se les dice mongólicos. El lenguaje es tremendamente permeable, maleable, pero no se cambia porque sí”, admite Álvarez de Miranda.

Los expertos reconocen que todas estas discusiones se han producido porque el lenguaje también se ha sumado al debate identitario. Cómo hablamos nos incluye en un determinado grupo y pone distancia con respecto a otros. “Hay minorías que ahora son más activas que antes. Y una de las áreas en las que se nota es el lenguaje. Estos colectivos que protestan o se rebelan contra una situación dada y la marcan con el lenguaje”, explica Millán, que no solo se refiere al movimiento feminista con el asunto del lenguaje inclusivo, sino al animalista, que ya no habla de cachorros sino de bebés. Pero para el lingüista, que considera que estas posiciones tienen más que ver con una cuestión de ética que de identidad, “determinados colectivos pueden defender su derecho a la diferencia, pero el lenguaje se crea por sufragio”. Horno advierte que debemos hacer una distinción a la hora de hablar de lenguaje e identidad, ya que hay dos aspectos diferentes, “por una parte, las expresiones referenciales que nombran la realidad y, al nombrarla, le dan existencia. Este aspecto de la lengua es muy interesante porque los seres humanos, como seres semióticos que somos, solo entendemos y tomamos en consideración aquello que se puede nombrar. En este ámbito, hay mucho que decir: desde los colectivos perseguidos que hacen suyos los términos despectivos para quitarles las connotaciones negativas hasta la necesidad de ser nombrados de los colectivos ignorados”.

Donde sí se establece la identidad es en algunos movimientos a favor de lenguas como el asturiano, que hasta hace poco no estaban en la agenda política. “El catalán y el castellano han funcionado de forma más tranquila en otros tiempos. Ahora da la impresión de que en la idea de quererte hacer una estructura autonómica propia la lengua es un pilar básico. Antes se hacía un uso más desacomplejado”, dice Millán.

Como explican los expertos en el lenguaje, los hablantes siempre estamos en una posición de equilibrio inestable entre dos extremos. Uno es la pertenencia al grupo y para eso es necesario que nuestra habla se diferencie de la de los demás. Y el otro, la finalidad comunicativa que requiere que nos entendamos con un número mayor de personas, lo que nos empuja a mitigar los rasgos de pertenencia a un grupo pequeño. “Es evidente que ahora lo estamos usando más hacia la balanza identitaria, aunque es posible que los medios lo estén magnificando. La finalidad comunicativa siempre va a ser prioritaria sobre la identitaria”, sostiene de forma optimista Marrero.

Pero hay un peligro. Como afirma esta lingüista, al hilo de reivindicaciones como el lenguaje inclusivo también “están apareciendo alternativas inconcebibles con la puesta en cuestión de cosas que a mí me parecen evidentes. No tengo la impresión de estar avanzando hacia suavizar la situación”. Millán también ratifica esta postura: “Tanto las instituciones que están en una lucha política identitaria como los grupos de personas preocupados por cuestiones éticas se han dado cuenta de que el lenguaje es un terreno muy propicio para marcar diferencias e influir en la sociedad. Y esto, multiplicado por las redes, hace que esté muy presente. Yo creo que tiene todos los visos de continuar y de ampliarse a otros colectivos, ya que da la impresión de que el lenguaje es un campo de batalla importante para estos grupos.” ~

+ posts

es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: