El esto del aquello

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Emiliano Álvarez

Sólo esto

Ciudad de México, Tierra Adentro, 2017, 74 pp.

Sólo esto: ni más ni menos. Un adverbio y un pronombre. Una frase que revela, si es posible, una cercanía ignota. Nada de atajos para discernir el contenido; nada, tampoco, de esa conceptualidad “Tan elegante / Tan inteligente” –según la descripción de T. S. Eliot– que ambicionan muchos contemporáneos de Emiliano Álvarez (Ciudad de México, 1987). Y, sin embargo, este volumen consigue oponerse a la desnuda fiereza del título: “El chirriar de los planetas / de la conversación va creando y destruyendo / el engranaje del sistema, aún en desarrollo, / de nuestra existencia. Acaso la amistad sea sólo esto: / un sistema planetario que evoluciona a golpes, / un juego que sabe siempre recomenzar, un escucharse / e interrumpirse, al mismo tiempo” (“De revolutionibus…”, 3).

En este poema, como ocurre con el título y el conjunto que ampara, nada es lo que parece. No como resultado de una simulación sino de su opuesto: una veracidad ambigua (o, en términos de Pascal Quignard, una “retórica especulativa”). Ahí donde el mensaje goza de elocuencia –una retórica que no persuade, sino que seduce–, su transmisión es vista con escepticismo. Si, para Heráclito, la naturaleza gusta de esconderse, con mayor razón el artificio del poema: la violencia de su lenguaje es fruto y método de investigación de aquella naturaleza esquiva. (Como en los “bosques de símbolos” de Baudelaire que el poeta, armado de “confusas palabras”, recorre para descifrarlos.) Frente a los hechos que celebran una mascarada a solas y juegan a las adivinanzas, la poesía especula; es decir, refleja sin distorsión las hipótesis del mundo, y no las leyes de quien lo observa.

Así pues, versos antes de los ya citados, Álvarez describe un juego de billar: “Son nueve los planetas de la mesa. Como demiurgos / tenaces, desatentos, golpeamos el astro blanquecino / que los impulsa a moverse en su sistema / desordenado.” Tal movimiento es una suerte de fisión nuclear que afecta la posición de las nueve bolas en la mesa, pero también la literalidad de su sentido. Al interior de lo concreto, las partículas se subdividen, chocan entre sí, hasta crear una explosión simbólica. Así lo explica el autor: “tocamos demasiados temas, uno después de otro, / interrumpiéndose, completándose, en fuga, / y retornando”. Las bolas de billar se transforman en un sistema planetario; su colisión es una música (o, más bien, un “chirriar”) de las esferas, y el pautado de estas describe las órbitas de la amistad, sus temas y variaciones. De las pequeñas cosas del mundo cotidiano a los grandes objetos del espacio exterior y, al fin, a una alegoría que los reúne con las esencias del reino afectivo. No de modo ejemplar, a través de la moraleja, sino intelectual, a través de un complejo de signos y emblemas que se unifica al desdoblarse y se contrae al expandirse –una operación que define la intelectualidad, según Lukács, “como vivencia sentimental”.

No se entendería esta aventura, única por su virtuosismo crítico entre los poetas mexicanos de su generación, sin la obra de David Huerta, espíritu tutelar de Álvarez. En un ensayo sobre Incurable (1987), poema mayor de Huerta, Álvarez parece describir las condiciones para leer Sólo esto: “no hay una sola concesión, un solo momento donde sintamos permiso de abandonar, siquiera un poco, el compromiso intelectual y sensible que implica (o debiera implicar) la lectura. Y no se trata, por supuesto, de una falta de inteligibilidad adrede, de una dificultad por la dificultad misma: se trata, más bien, de una toma de postura problemática y problematizada frente al mundo, esa mancha elusiva en el espejo que se resiste a nuestra comprensión, pero cuyo enigma no nos suelta”.

En Huerta, pero también en los Siglos de Oro y en José Lezama Lima –cuya casa-museo en La Habana es el telón de fondo del poema “Trocadero”–, Álvarez encontró una de sus claves estéticas: hacer de esa “mancha elusiva” que es el mundo una “mancha alusiva”. En Sólo esto la distorsión conceptual es una falla de origen y una herramienta, no un efecto buscado –que distingue, por cierto, a escrituras de poca nitidez sensorial–. Cada uno de estos poemas se asoma a “nuestro adentro inconcebible” que, según Álvarez, está “compuesto por cadenas infinitas y frágiles, descomunales / y nimias”. Sin una “postura problemática y problematizada”, lo descomunal aplastaría a lo nimio; “nuestro adentro inconcebible” se convertiría en lo que el propio Huerta bautizó como “las intimidades colectivas”: una interioridad genérica, apta para todo público; tendríamos, en conclusión, no un enigma sino su caricatura: un dogma.

Sólo esto sienta un precedente de generoso riesgo para su generación y da carpetazo a la polémica sobre la “falta de calle” de la poesía mexicana, como Julio Ortega aseguró hace más de quince años. Emiliano Álvarez ha buscado –con una seriedad que muchos, desde “la inercia de la especulación”, juzgan como solemnidad– escribir una poesía donde el suceso sustituya a la ocurrencia, la lucidez al deslumbramiento, la difícil fraternidad de la lengua al complaciente separatismo de un idiolecto; donde “el pensamiento no se agote / ante la adversidad; [donde se logre] honrar, con nuestro / empeño, el misterio profundo, oculto en las células / que nos dan aire y cohesión, afanosas y exactas”, tal y como Álvarez anhela en un poema que, simultáneamente, es un conjuro ya cumplido. ~

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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