Como una estrella fugaz

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Varios autores

Regreso a la Tierra. Memorias y reflexiones de nueve astronautas al volver del espacio

Edición de Mauricio Sánchez y Jacobo Zanella

Querétaro, Gris Tormenta, 2019, 184 pp.

Durante la caminata espacial que hizo en 1971, Al Worden tuvo la sensación de que había llegado a casa. Worden plantea que tal vez tenemos una “vocación genética” para vivir más allá de los límites terrestres, y quizá la vida como la conocemos provino del espacio; si es así, entonces los viajes interplanetarios no nos alejarían de nuestro mundo, sino que nos llevarían a lugares en los que estamos “destinados” a vivir. “Tal vez no me encontraba dando vueltas alrededor de la Luna por una decisión política, o por la Guerra Fría, sino porque estamos programados mentalmente para explorar el espacio.”

Las condiciones que hacen posible la vida como la conocemos son resultado de varias combinaciones improbables. A pesar de que no hemos encontrado esas condiciones en ningún otro lugar fuera de la Tierra, seguimos teniendo el impulso de buscarlas y el anhelo de llegar muy lejos en el cosmos y explorar ambientes en verdad desconocidos ha sido un motor desde hace siglos para las obras de ciencia ficción. Regreso a la Tierra, una compilación de nueve testimonios de astronautas –Neil Armstrong, Chris Hadfield, Scott Kelly, Rodolfo Neri Vela y otros–, demuestra que el deseo de viajar fuera de este mundo impulsa también la curiosidad científica.

En estas páginas hay ecos del “Aleph” de Borges, del Principito moviendo su silla para ver un atardecer detrás de otro, de Hamlet contándole a Horacio lo que hay entre el Cielo y la Tierra, justo porque –gracias a la literatura y, desde el pasado siglo, al cine– hemos sabido e imaginado sobre viajes espaciales, paisajes extraterrestres e incursiones planetarias. Leer y ver en pantalla todas esas expediciones ha creado una sensación de familiaridad con el concepto de exploración espacial y, cuando se llega a un texto sobre viajes reales a la Luna o a la Estación Espacial Internacional, hay cierto reconocimiento ante la idea de que sabemos lo que les sucede a los viajeros, aunque en realidad no es así, y el asombro entonces no se deriva de que hayan encontrado (o no) criaturas extraterrestres, sino del solo hecho de saber que hicieron el recorrido. Haber ido tan lejos para luego volver, ¿qué cambiará en un cerebro humano cuando se da cuenta de que nunca podrá abarcar todo el cosmos? ¿Y será que el cuerpo humano podría adaptarse a vivir en el espacio, sin gravedad, atmósfera ni agua?

Los textos de Regreso a la Tierra están ordenados cronológicamente y agrupados por décadas; eso permite ver cómo han cambiado las percepciones y los registros, el tono y la mirada de cada testigo. En su introducción, el editor Jacobo Zanella señala cómo en esas palabras de gente que no tenía una expresa vocación lírica al escribirlas van apareciendo destellos poéticos, acaso (añadiría yo) figuras literarias tan antiguas como el anhelo de saber qué hay más allá del lugar donde nacimos. “No digo nada porque ¿qué voy a decir? Si el escudo falla, estamos muertos. Somos una bala ardiente surcando el espacio, entrando en el amanecer”, pensó Chris Hadfield, en un momento crítico justo al atravesar la atmósfera durante el regreso. Anousheh Ansari, la primera mujer (y la cuarta persona) en hacer un viaje al espacio en calidad de turista, describe una escena similar con estas palabras: “Casi de inmediato, un destello naranja comenzó a aparecer en la ventana. Era nuestro escudo térmico quemándose. Luego vimos una lluvia de chispas. Era como viajar en una estrella fugaz.”

El último capítulo es una entrevista a Elon Musk (fundador de SpaceX, empresa de transporte aeroespacial), un señor que está absolutamente convencido de que la especie humana tiene el deber de colonizar otros mundos para propagarse y permanecer. Se trata de una opinión que puede funcionar como bisagra, justo en el año en que se cumple medio siglo del primer alunizaje y cuando es más que claro que llegar incluso a Marte nos va a tomar mucho más tiempo. El libro aparece en un buen momento para hacernos preguntas urgentes, a la luz de una emergencia planetaria. Metáfora reduccionista: nuestra casa está en llamas y, si hacemos un poco de extrapolación (¿qué pasaría si esto sigue así?), estamos a muy poco de que la tripulación de uno de esos viajes espaciales se quede sin hogar adonde regresar. Sin embargo, ¿esa es razón suficiente para querer mudarnos a otro mundo, después de haber asolado el primero? Más aún: ¿por qué hablamos en términos tan invasivos –extendernos por todos los planetas posibles, imaginar ficciones en las que somos los conquistadores–, solo porque puede hacerse?

Es curioso que muchos de quienes han viajado al espacio no quieren llegar más lejos ni explorar otros mundos –sus tareas son más que suficientes, cada misión es un riesgo y tiene costos altísimos en recursos y salud–, sino que añoran lo más simple y cotidiano: una mesa para estar en compañía de su gente querida, en un ambiente con gravedad, para poder descansar sin contratiempos; un regaderazo o un chapuzón, como aprendió Scott Kelly después de estar un año en el espacio: “Nada resulta más asombroso que el agua. La noche en que mi avión aterrizó […] hice exactamente lo que llevaba todo el tiempo diciendo que haría: entré por la puerta principal, salí por la puerta trasera y salté a la piscina sin quitarme el traje de vuelo […]. Nunca volveré a dar por hecho el agua.”

Una de las sensaciones más fuertes que pueden desprenderse de este libro es precisamente la certeza de que este planeta, nuestro mundo, es apenas una pelotita de piedra y algunos componentes más, que va dando vueltas por ahí, en una vastedad inabarcable, y sería mucho más divertido unirse y trabajar en conjunto para conservarla en buen estado y luego luchar para que nuestras exploraciones no fueran “propiedad” de nadie, porque, como lo describió el propio Armstrong: “Después de todo, la Tierra misma es una nave espacial. Una nave de naturaleza extraña […]. Pero es muy pequeña. Y está volando en órbita alrededor del Sol.”

El retorno de un viaje entraña una cierta melancolía porque significa el final de la aventura; solo queda la esperanza de salir de nuevo para ir a otro lugar, más interesante, acaso más lejano. Regreso a la Tierra narra el retorno del viaje más extremo: la vuelta al planeta de origen, el tránsito extraordinario en el que la atmósfera terrestre es la única frontera real y quien la traspasa por última vez sabe que el paisaje espacial que acaba de dejar atrás está perdido para siempre, que no volverá a visitarlo nunca más. Y esta es una melancolía para la que todavía no hay remedio. ~

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Libia Brenda es escritora y editora independiente. En 2019 se convirtió en la primera mujer mexicana finalista a un Premio Hugo.


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