Comediantes y escritores: en el camino nos encontraremos

Los cómicos, como los escritores, dislocan la sintaxis y las palabras. Los escritores, como los cómicos, se exponen ante el público. Y en la comedia buscamos un gozo atávico solo comparable al que produce la mejor literatura.
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1.

Hace más de quince años, justo al final de uno de los primeros recitales públicos en los que participé, un compañero de mesa me hizo una advertencia: “Ten cuidado: a este paso puedes convertirte en una humorista.” El paso al que se refería era el hecho de que el público se había reído varias veces con algunos de mis versos y frases. En aquel momento, lo tomé como una puñalada verbal, una refinada agresión propinada con un florete invisible. Así que puedo llegar a ser una humorista, es decir, un personaje tan chusco como Arévalo, Marianico el Corto o el dúo Martes y trece, que aunque facilitaron las nocheviejas de los españoles durante más de una década, siempre estaban a punto de cruzar la frontera de lo calificable como cultura basura.

Hoy, en cambio, deseo secretamente que alguien emplee el sustantivo comediante para referirse a mí. No tanto el de humorista, que no acaba de perder sus connotaciones negativas, como si los así llamados fabricasen las bromas y chanzas en ristras y con molde. En cambio el comediante, ¿no es el hermano mellizo del escritor? A mí me lo parece, y no solo cuando pienso en autores como Gómez de la Serna, David Lodge o Rabelais, afanosos practicantes de la literatura humorística. Me refiero también a Proust, a Luis Martín Santos, a Marianne Moore, a Perec, o a Hebe Uhart. Qué casualidad que el talante literario y vital de los escritores que más admiro se parezca al de los comediantes. La similitud básica radica en el uso de la palabra: la mayoría de comediantes también trabaja con ella, fabricándola, descoyuntándola y comprobando hasta dónde son capaces de estirarla. Otro aspecto que los vincula estrechamente a ese otro colectivo que decidió adentrarse en los bosques de la ficción o la poesía es su audacia, pues todos ellos corren riesgos, a menudo de índole moral. Una de las acciones más temerarias que se me ocurren es la de soltar un chiste polémico ante un público (el verbo “soltar” ya nos hace pensar en una especie de fiera a la que dejaran libre): en ese momento el cómico ha de estar preparado para un silencio de filo cortante, pero también para ser considerado un tonto infantiloide. Y es que la comedia y la literatura precisamente existen, entre otras razones, para poder mojar pan en temas tabúes, espinosos o denostados por los bienpensantes. De ahí que Quevedo y el cómico estadounidense Louis C. K. tengan en común haber escrito sobre pedos en tono circunspecto. He aquí el sucinto análisis del pedo –y de paso, de los mecanismos de la comedia– que hace Louis C.K.: “Sale de tu culo, huele como a caca porque ha estado cerca de ella durante un tiempo y hace un ruidito de trompeta. ¿Qué es lo que no resulta gracioso acerca de esto? Es lo más gracioso del mundo. No necesitas ser inteligente para reírte de chistes de pedos, pero sí que has de ser un estúpido para no reírte.”

 

2.

El ingenio, detestado a veces por su rapidez y capacidad de pillar desprevenidos a los incautos, lo practican escritores y cómicos en sus ejercicios y experimentos en los que dislocan la sintaxis, crean jerigonzas o transforman palabras pronunciándolas de manera extraña; “diodenal”, “fistro”, “Cronopio” o “glíglico” son bellos ejemplos. Los escritores, en ciertas intervenciones públicas –un recital, sin ir más lejos–, se encuentran tan expuestos como los monologuistas, que en escena se presentan de algún modo como autores dando a leer su manuscrito todavía en obras a un público selecto. Un ejemplo ficcional en el que ambas identidades se encarnan en una misma persona es el de Johanna Morrigan, la adolescente protagonista de la novela de Caitlin Moran titulada Cómo se hace una chica. Johanna suelta un chiste inoportuno en la televisión local tras recoger un premio de poesía que acaba de ganar. A pesar de darse cuenta de que durante un tiempo será el hazmerreír de su barrio debido a la metedura de pata, no se arrepiente, básicamente porque la situación escapa a su control: “El chiste me ha obligado a que lo diga”, afirma la joven, y en esta aseveración, solo al sustituir un par de palabras, se condensa el espíritu del motor de la escritura: “La frase me ha obligado a que la escriba.”

 

3.

A Gila le debemos el partido performativo que le sacaba a sus conversaciones telefónicas con un interlocutor imaginario. Jean Cocteau ideó algo similar en el texto del soliloquio La voz humana, pero en tono dramático, pues mantuvo a su protagonista al teléfono durante toda la representación mientras esta trataba de recuperar a su pareja aun intuyendo que las cosas no volverían a ser como antes. ¿A alguien se le están cayendo los anillos ahora mismo al leer seguidos los nombres de Gila y de Cocteau? No tendría por qué ser así. Por continuar con los paralelismos, lo controvertido y transgresor de la comedia tiene su equivalencia en la literatura, o si no, que se lo pregunten a Catherine Millet o Houellebecq, escritores que suelen llevar junto a su nombre el adjetivo “polémico” por la costumbre tan extendida de identificar a los narradores de sus ficciones y crónicas con ellos mismos. Para iluminarnos un poco al respecto, acudamos aquí a las declaraciones del cómico británico Ricky Gervais en una entrevista reciente: “La gente piensa que la comedia es la ventana a tu alma. Pues no lo es. Yo no creo muchas de las cosas que digo en mis espectáculos. No es algo binario: a veces quiero decir exactamente lo que estoy diciendo y a veces no es esa mi intención. Y tener que explicar qué partes están de un lado o del otro destruye la comedia.”

En resumen: que el humor y la escritura son estupendas vías de escape frente a aspectos incómodos de la realidad no supone un secreto para nadie. De hecho, Mery Cuesta, comisaria de la exposición Humor absurdo del Centro de Arte 2 de Mayo (CA2M), dedicada a las prácticas del disparate en España durante los siglos XX y XXI, ha tenido el acierto de consagrar una sección de la muestra a la relación entre humor y burocracia. El alivio que proporciona reírse de la absurdidad del sistema se parece al que sentimos al desabotonarnos esos pantalones que nos aprietan hasta morir, y ya lo practicaron en versión literaria Kafka, Musil y muchos otros.

 

4.

En esta comparación entre escritores y comediantes, ¿dónde queda la risa? ¿Existe un equivalente literario a ese premio que reciben los cómicos en escena? Quizá las colas que a veces se forman al final de un acto para recibir el autógrafo de los primeros sean lo más parecido al galardón de la carcajada, y la ausencia de aquellas resulte semejante al silencio sepulcral tras un chiste. Le preguntan al cómico canario Ignatius Farray si para él terminar un show con menos público del que había al comienzo se ha convertido en un objetivo, pues le ha ocurrido no pocas veces. Farray niega que sea así, pero acepta que ha vivido la situación y que ha de aprender a encontrarle su lado positivo, incluso su valor. Lo mismo ocurre con quien va perdiendo lectores como si fuesen monedas que se escurren por bolsillos agujereados: quizá sea señal de que su apuesta literaria es para la minoría, tal como soñaba Juan Ramón Jiménez que fuese la suya, aunque todavía hoy figure en los planes de estudio escolares de todo el país.

Pero volvamos al principio: ¿por qué preferiría yo ser comediante antes que una escritora al uso? Porque a la comedia acudimos una y otra vez en busca de un disfrute atávico solo comparable al que nos genera la mejor literatura. Los comediantes son bailarines y coreógrafos de la palabra: además de escribirla, la encarnan, la ponen en movimiento, la sudan. Larga vida pues a los comediantes. ~

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