Ars longa, vita Nissen

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Brian Nissen

Caleidoscopio

Ciudad de México, Lumen, 2017, 334 pp.

A propósito de Brian Nissen (Londres, 1939) y su Códice Itzpapálotl (1982) –especie de historieta general de las cosas de México–, Dore Ashton reflexiona: “A partir del siglo XIX los artistas modernos empezaron a realizar actos de rescate, reconociendo la profunda necesidad humana de una comunidad espiritual. A menudo el artista moderno busca su piedra de toque volviendo a los principios, no puede haber arte que no se alimente del continuum. Los más deslumbrantes inventos solo son legibles si lo familiar es planteado dentro de un nuevo contexto.” Ashton delinea, así, a las criaturas de su “fábula del arte moderno”: rescatistas, piratas o pepenadores del museo del mundo, obreros del fracking de esa tierra baldía llamada civilización. Ahí están T. S. Eliot, quien apuntaló fragmentos literarios contra las ruinas de su tiempo y de su propia cordura; Marcel Duchamp y su mester de tlapalería, quien arrumbó a la plástica en calidad de tiliche; John Cage, ortopedista de pianos y músico de lo que pasa (o, tal vez, pasante de la música). Citas de segunda mano, confidencias en un pub, urinarios, vidrios, ruedas de bicicleta, resortes, gomas de borrar, corchos… Con materiales de desperdicio, Eliot, Duchamp y Cage removieron escombros en sus disciplinas. Pero esos materiales no obedecieron a la pura invención: su empleo fue resultado –un residuo, pues– del continuum al que Ashton se refiere. Prácticas como el correlato objetivo de Eliot, el readymade de Duchamp y el piano preparado de Cage serían inconcebibles sin la preeminencia de símbolos universales y materias primas que, al reunirse, crean flamantes recuerdos en la memoria estética.

“Pintores y escultores –escribe Nissen– poseen una relación íntima con las herramientas con que trabajan […] Uno tiene un sentir especial con cada uno de sus utensilios, los cuales, con el tiempo y el uso, adquieren una memoria de la manera en que son utilizados.” En el caso del artista inglés avecindado en México, las herramientas son lo mismo el dibujo, el acero y el bronce que los discos de acetato, el cuerpo en movimiento de una bailarina y el texto escrito. De la cosmovisión de los pueblos originarios y la cachondería como forma de conocimiento a la disección del cangrejo herradura y el ajolote, Nissen hace de lo familiar no un sinónimo de lo siniestro, como quería Freud, sino de la destreza. Su mirada, aunque repare en “lo pequeño de ilímites distancias”, no es microscópica ni telescópica. Antes bien, según el título de este libro, su instrumento de navegación es el caleidoscopio: la luz descompuesta en siete colores al atravesar un prisma se convierte aquí, de acuerdo con el prólogo de Juan Villoro, en “el cristal con que se mira”. Imágenes ambiguas e irrepetibles que dan pie a otras con el más leve golpe de timón; tres espejos en los que, indivisiblemente, se reflejan el pasado, el presente y el futuro; “lugares e ideas” que, en términos de Nissen, “se fusionan en una especie de retrato palpable de lo que fue, lo que es y lo que podría ser”: admoniciones del ayer (“facetas”) y recuerdos del porvenir (“flashbacks”) que solo son legibles por ahora –es decir, entre líneas.

Sin pretenderlo, Nissen esboza un autorretrato y una poética de este volumen al hablar de su amigo Octavio Paz: “Descubría, además, como si los viera a través de un caleidoscopio, una variedad infinita de facetas, contornos, imágenes, signos y símbolos culturales, y revelaba ritmos, rimas y asociaciones entre arte, música, danza y poesía, mostrando sorprendentes correspondencias y enlaces entre ellos.” En esta colección de recuerdos personales sistemáticamente inconexos, Nissen narra su paso por Londres, Llangollen, París, Venecia, Nueva York y las ciudades de México y Belice; aborda su fascinación por la magia, los tahúres y el monstruo de Frankenstein; lanza hipótesis sobre la mexicanísima relatividad del tiempo, la morbidez extranjera por la sangre en las culturas prehispánicas y la obsesión por el arte marginal e inacabado, paralela al fervor de la literatura por los escritores menores y el fragmento sin género; relata sus encuentros con personajes como Quentin Crisp, Nicanor Parra, Luis Buñuel, la princesa Margarita de Inglaterra, Leonora Carrington, Roberto Matta, Rufino y Olga Tamayo, Oliver Sacks, Pita Amor, la propia Ashton y, en particular, Montse Pecanins, con quien le unen cincuenta años de complicidad amorosa.

“Al igual que en el arte”, asegura Nissen, “aprendí [el español] por imitación y experiencia”. No existen memorias o autobiografías sin imitación de otras y que no partan de la experiencia de otros: muertos que enmiendan la plana a los vivos. Así, toda memoria es de ultratumba. Caleidoscopio hace el recuento de una vida llena de peripecias, pero también de las animadas conversaciones que ha sostenido con los difuntos del arte y la literatura. Por su prosa desfilan reflexiones a vuelapluma, relatos germinales, crónicas marcianas, chistes ontológicos… Todo, menos el aburrimiento.

Oscar Wilde, patrono del humor de Nissen, afirmaba que el aburrimiento es “la mayoría de edad de lo solemne”. Con disciplinada inmadurez, nuestro artista rehúye a la receta y la cátedra; mezcla la ternura de san Agustín y la rectitud de Rousseau con la picaresca de Casanova y el teatro (o la carpa) del absurdo en Ibargüengoitia. Estamos, pues, frente a un buscón quevediano, un eterno aprendiz de brujo y un ludópata del arte; un observador de bellas imágenes a través de un caleidoscopio que, según Huidobro, “tiene algo de sagrado y de juego inmortal”.

Bien puede este libro contar la génesis, el éxodo y las buenas nuevas de Brian Nissen, pero pone las cartas sobre la mesa; no para saldar cuentas o exponer un credo, sino para empezar la partida. ¿Es que Dios habita en las iglesias y no en los torneos de póker? ¿Quién dijo que para subir al cielo no se necesita una escalera real? ~

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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