Armas, drogas y ambientalistas

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En agosto de 2003, el periodista Peter Landesman se hizo famoso: había logrado entrevistar a Viktor Bout, el “mercader de la muerte”, el más grande traficante de armas del momento. El mismo que dos años después vimos en las pantallas con la cara de Nicholas Cage en Lord of war.

Pero hubo algo que también llamó la atención en la entrevista: Bout declaró no solo que era vegetariano sino también ambientalista.

La película de Hollywood no retrató esta parte de su personalidad. Probablemente, por lo conflictivo que esto resultaría para el público. O porque, tal vez, el gusto por los “animalitos” de Bout implicaba otra línea argumental: tráfico de especies.

Pero los vínculos entre ambientalismo y los tres principales negocios ilegales (tráfico de armas, drogas y especies) no quedan ahí ni en las declaraciones de Osama bin Laden sobre el cambio climático. Tampoco sus vínculos con grupos armados ilegales datan del programa ecologista de Antxon con eta (impedir la construcción de centrales nucleares o el trazo de carreteras sobre bosques, en Leizarán). Ni siquiera, en este catálogo de violencia y “amor a la naturaleza” terminan con el consabido gusto de Hitler por el alpinismo.

La red no es plana. Los razonamientos tienen todo menos linealidad.

Cuando a Bout lo capturaron en Bangkok en 2008 fue por medio de agentes disfrazados de guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), un grupo acusado, entre otras cosas, por el entonces gobierno de Álvaro Uribe de deforestar la Amazonia colombiana para sembrar el arbusto de coca. La acusación era parte del programa que llevaba a cabo la vicepresidencia ese mismo año en Europa para concientizar –y ganar adeptos– a favor de la guerra. No obstante, a Uribe se le acusaba también de lo mismo desde otro flanco: no de deforestar para producir drogas sino de deforestar rociando glifosato, un defoliante derivado del agente naranja que comenzó a esparcirse sobre las selvas colombianas en 1978.

Por supuesto, Bout, las farc y Uribe se declaraban ambientalistas. Y, mientras tanto, en algún lugar de la jungla se presumía la ubicación del entonces (y aún) desaparecido líder de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Vicente Castaño Gil, quien, por supuesto, además de asumirse ecologista daba pasos firmes al respecto y, en los territorios controlados, no solo prohibía el uso de pesticidas o fertilizantes químicos sino que el campesino que los usaba era desterrado.

Los productos orgánicos de los beneficiarios de Castaño (1,562 familias en 2007) eran comercializados y exportados por la corporación Colombia Sin Hambre.

A la par, modelos similares fueron replicados por subgrupos de autodefensas legalmente desmovilizadas. Por ejemplo, el Bloque Central Bolívar se convirtió en Buscando Caminos Buenos en 2006 y, entre otros, anunciaba proyectos de reforestación, “Granjas Integrales Autosostenibles para la Paz” y producción de café y cacao orgánicos. Por supuesto, estos proyectos agroecológicos también fueron acusados de fachadas para el cultivo de coca y los grupos de autodefensas en general de estar vinculados con el entonces presidente.

Sí, si está confundido, querido lector, significa que vamos bien.

Y es que, por un lado, la moneda ambiental se ha convertido en moneda de cambio para autolegitimarse y también para deslegitimar a grupos opositores en las áreas bélica, política y comercial. Por otro, el negocio internacional de la cocaína (o el del opio y sus derivados) no solo genera miles de millones de dólares de ganancias anuales sino que, además, su producción está geoloca- lizada. Es decir, a diferencia de la mariguana, que crece atrás de cualquier refrigerador, a la amapola adormidera y a la coca parece que únicamente les gusta crecer en lugares específicos, o que su rendimiento es mucho mayor en unos (de acuerdo a las Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, una hectárea de Papaver somniferum en Afganistán produce el equivalente a veinte hectáreas en otros sitios del mundo).

Así, la lucha contra las drogas y la búsqueda del control del mercado generan una presión sobre el entorno ambiental, en primer lugar, porque hay que conseguir tierras para cultivar, muchas, lo más alejadas posible de los grupos contrarios; es decir, adentrarse en selvas y sierras. De este modo se han encontrado laboratorios, por ejemplo, en Michoacán, que han puesto en riesgo la supervivencia de varias especies endémicas.

En segundo lugar, se ejerce ante la necesidad de lavar las ganancias. La quema o rasa de superficies con cobertura vegetal parece darle redondez al negocio: si son bosques cercanos a las ciudades, para construcción de casas (España), si son bosques o selvas lejanas, para hacer “ranchos ganaderos” donde el negocio, claro, es la venta de madera y de especies “exóticas” (Centroamérica, Michoacán…). Y mejor aún si en el subsuelo hay recursos valiosos (en Colombia, por ejemplo, la minería ilegal ha estado vinculada con grupos armados desde hace más de veinticinco años).

El entramado entre tráfico ilegal y ambientalismo puede tener diferentes grados de sofisticación y compromiso. Pero por supuesto, si se les pregunta, todos dirán que son ambientalistas. Así como Viktor Bout. O como Pablo Escobar con sus hipopótamos. ~

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Sus libros más recientes son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013), Indio borrado (Tusquets, 2014) y Okigbo vs. las transnacionales y otras historias de protesta.


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