Ariosto

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Ariosto [1933]

 

El hombre más brillante y encantador de Italia,

nuestro gentil Ariosto, ya está un poco ronco.

Se complace en hacer largas listas de peces

y salpicar los mares con los peores absurdos.

 

Como si fuera un músico que toca diez platillos,

no le importa romper el hilo narrativo,

divaga sin saber cómo armar su confuso

relato sobre escándalos de andantes caballeros.

 

En lengua de cigarras, mezcla cautivadora

de pena pushkiniana e hybris mediterránea,

miente a más no poder, de farra con Orlando.

Y todo se estremece y cambia por completo.

 

Al mar le dice: ¡Ruge, sin ningún pensamiento!

Y a la doncella: Tiéndete en la roca, sin velo…

Cuéntanos más, Ariosto, no tenemos bastante,

mientras la sangre fluya y zumben los oídos.

 

Oh, ciudad de lagartos, donde no queda un alma,

tendrías que engendrar más hombres semejantes.

¡Ferrara, la insensible! Recomienza de nuevo,

mientras te quede sangre, cuéntalo, ¡date prisa!

 

En Europa hace frío. Y en Italia está oscuro.

El poder, como manos de barbero, repugna.

Pero Ariosto es mejor, cada vez más astuto,

y desde una ventana alada le sonríe

 

al cordero en el monte, al monje sobre el burro,

a la tropa del duque, un poco enloquecida

por exceso de vino, por la plaga y el ajo,

y al bebé que dormita bajo moscas azules.

 

Me encanta el resultado de su furiosa holganza,

su lengua sin sentido, esa lengua agridulce,

su perla de sonidos gemelos que se acoplan…

Temo abrir con cuchillo esa concha bivalva.

 

Tal vez, gentil Ariosto, ha de pasar un siglo…

Y en una sola, inmensa, fraterna azulidad

se mezclará tu azul y nuestro negro mar.

Allí estuvimos ambos. Y allí bebimos miel. ~

4-6 de mayo de 1933.

 

Ariosto [1935]

 

En Europa hace frío. Y en Italia está oscuro.

El poder, como manos de barbero, repugna.

Ojalá que, ahora mismo, de par en par se abriera

una inmensa ventana con vistas al Adriático.

 

Sobre la rosa almizcle, el zumbar de una abeja;

al mediodía, en la estepa, un grillo musculoso.

Pesan las herraduras del alado caballo

y hay un reloj de arena amarillo dorado.

 

En lengua de cigarras, con su mezcla viscosa

de pena pushkiniana e hybris mediterránea,

como hiedra invasora que insiste en aferrarse,

miente con valentía, de farra con Orlando.

 

Hay un reloj de arena amarillo dorado,

al mediodía, en la estepa, un grillo musculoso…

–y vuela hacia la luna el rudo charlatán.

 

Nuestro gentil Ariosto, zorro de embajadas,

que fuiste helecho en flor, y velero, y agave,

en la luna escuchaste las voces de pinzones

y en la corte eras sabio consejero de peces.

 

Oh, ciudad de lagartos, donde no queda un alma,

de la bruja y el juez salió tal descendencia.

Ferrara, la insensible, lo tuvo encadenado,

y el sol de su intelecto se alzó sobre la nada.

 

Asombra el espectáculo de la carnicería,

un bebé que dormita bajo moscas azules,

y el cordero en el patio, y el monje sobre el burro,

 

y la tropa del duque, un poco enloquecida

por exceso de vino, por la plaga y el ajo –

Y fresca, como el alba, la pérdida me asombra… ~

Mayo de 1933, julio de 1935.

 

Versión del ruso de Ernesto Hernández Busto.

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