ARCHIVO VUELTA: La cultura en una sociedad democrática

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Los siguientes son algunos fragmentos de una conferencia que el filósofo greco-francés pronunció en marzo de 1994 en Madrid. Fue publicado en Esprit en octubre de ese año y su versión en español apareció en enero de 1995, en el número 218 de Vuelta. Esta sección ofrece un rescate mensual del material de la revista dirigida por Octavio Paz.

Para quienes creen vivir en una sociedad democrática, ¿hay algo más inmediato que interrogarse sobre el lugar que ocupa la cultura en su sociedad –sobre todo cuando al parecer asistimos a una difusión sin precedente de lo que se llama cultura, al mismo tiempo que a la intensificación de las preguntas y de las críticas acerca de sus modos de difusión?

Hay una manera de responder a esta pregunta, que en realidad es una manera de evadirla: ha consistido, desde hace casi dos siglos, en afirmar que la especificidad del lugar de la cultura en una sociedad democrática estriba únicamente en que la cultura es para todos y no para una élite definida de tal o cual modo. Ese “para todos”, a su vez, puede considerarse simplemente en un sentido cuantitativo: la cultura existente debe ponerse cada vez a la disposición de todos, no solo “jurídicamente”, sino sociológicamente, en el sentido de una disponibilidad efectiva –para lo que supuestamente sirven además hoy la educación universal, gratuita y obligatoria, así como los museos, los conciertos públicos, etc.

Tanto el término de cultura como el de democracia plantean de inmediato preguntas interminables. Llamemos cultura a todo lo que, en el dominio público de una sociedad, va más allá de lo simplemente funcional o instrumental y presenta una dimensión invisible o, mejor, imperceptible, positivamente investida por los individuos de esa sociedad. Dicho de otro modo, lo que en esa sociedad se refiere a lo imaginario stricto sensu, a lo imaginario poético, tal como se encarna en las obras y en las conductas que sobrepasan lo funcional.

Desde luego, el término democracia se presta, infinitamente, a más discusiones, por su misma naturaleza y porque ha sido desde hace mucho lo que está en juego en debates y luchas políticas. En nuestro siglo todo el mundo, incluyendo a los tiranos más sangrientos, exceptuando a nazis y fascistas, la reivindica. Podemos intentar salir de esta cacofonía remitiéndonos a la etimología: democracia, el kratos del demos, el poder del pueblo.

Cuando el hombre organiza racionalmente no hace sino reproducir, repetir o prolongar formas ya existentes. Pero cuando organiza poéticamente le da forma al caos, y ese darle forma al caos es, probablemente, la mejor definición de la cultura. Esta forma es el sentido o la significación. Significación que no es una simple cuestión de ideas o de representaciones, sino que debe reunir, ligar en una forma, representación, deseo y afecto.

Dicho brevemente, en una sociedad democrática la obra de cultura no se inscribe necesariamente en un campo de significaciones instituidas y colectivamente aceptadas. No encuentra en ella sus cánones de forma y de contenido, como tampoco el autor puede extraer de ella su materia y los procedimientos de su trabajo, o el público el apoyo de su adhesión. La colectividad crea ella misma, abiertamente, sus normas y sus significaciones –y el individuo está llamado, o al menos tiene derecho a hacerlo, a crear el sentido de su vida en marcos formalmente amplios y, por ejemplo, a juzgar de veras por sí mismo las obras de cultura que se le muestran.

Las profecías más pesimistas se están realizando –desde Tocqueville y la “mediocridad” del individuo “democrático”, pasando por Nietzsche y el nihilismo, hasta Spengler y Heidegger y lo que sigue–. Si estas constataciones son, aun parcialmente, exactas, la cultura en tal sociedad “democrática” corre los mayores peligros –ciertamente no en su forma erudita, museística o turística, sino en su esencia creadora. Y como la sociedad forma un todo, ciertamente fragmentado, hipercomplejo y enigmático, igual que la evolución actual de la cultura no deja de relacionarse con la inercia y la pasividad social y política que caracterizan a nuestro mundo, el renacimiento de su vitalidad, si ocurre, será indisociable de un gran movimiento social-histórico nuevo, que reactivará la democracia y le dará a la vez la forma y los contenidos que el proyecto de autonomía exige.

La filosofía nos enseña que sería absurdo creer que nunca hubiéramos agotado lo pensable, lo factible, lo formable, como sería absurdo también poner límites al poder de formación que siempre yace en la imaginación psíquica y el imaginario colectivo social-histórico. Pero no nos impide comprobar que la humanidad ha atravesado periodos de decaimiento y letargo, tanto más insidiosos cuanto que se han acompañado por lo que se conoce convencionalmente como “bienestar material”. En la medida, débil o no, en que eso dependa de los que tienen una relación directa y activa con la cultura, si su trabajo ha permanecido fiel a la libertad y a la responsabilidad, podrán contribuir a que esta fase de letargia sea lo más corta posible. ~

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