Repercusiones

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"Pensemos en nuestro nuevo pueblo como el hogar de Jesucristo, no como la escena del desastre”, dijo el reverendo Joseph Lejeune a las almas acongojadas de un campamento en Puerto Príncipe. “La vida no es un desastre. ¡La vida es alegría! ¿No hay comida? Aliméntense de nuestro Dios. ¿No hay agua? Beban del espíritu.” Una de las repercusiones en Haití ha sido la revelación de que la fe puede permanecer inmune a la experiencia. Los sobrevivientes rezan al autor de la destrucción. Su metafísica es su refugio, y yo no les negaría su metafísica del mismo modo en que no les negaría una cama. Aun así, todo esto es muy poco voltairiano. ¿No quedó Dios enterrado en estos escombros, así como quedó enterrado en todos los escombros previos? Lo que sucedió en Haití debería volver a traer a cuento la filosofía, pero nada puede traer de vuelta la filosofía. En un universo intelectual constituido principalmente por tomas de postura, todo mundo valida sus certezas después de encontrarse con lo abrumador. La complacencia de los teístas es comparable con la complacencia de los ateos. Los Karamazov de sociedad agitan los puños al ver las noticias en vivo y se lanzan con regocijo sobre la última confirmación de su creencia en la crueldad del dios que no existe. En su desprecio por toda explicación religiosa del mal omiten explicarlo ellos mismos, excepto quizá para apuntalar su propia “lucidez”, lo cual no constituye, desde luego, el comienzo de la respuesta sino el comienzo de la pregunta. No hay nada analítico ni heroico en conocer los hechos. Y considerar que todo este sufrimiento no tiene sentido parece algo indecente. Uno siempre puede adoptar el punto de vista del cosmos, y así desmarcarse del dolor y la perplejidad, pero entonces uno no puede llamarse a sí mismo humanista. Mientras veía las escenas mortuorias en Haití, me preguntaba sin demasiada satisfacción mental si en tales circunstancias estar anonadado no era el logro más alto del espíritu. Porque la relación entre la fe y la experiencia es un tema complicado y no únicamente durante una catástrofe. Es igual de estúpido asegurar que Dios no existe porque estoy triste como lo sería asegurar que Dios sí existe porque estoy contento. No consigo entender cómo alguien puede alimentarse de la presencia de Dios en las ruinas de Haití, ni tampoco cómo alguien puede alimentarse de su ausencia. El terremoto dejó el problema metafísico justo en el mismo lugar en que lo encontró.

Pero las ruinas de Haití pueden provocar una crisis de otra clase de fe. Muchos comentaristas han apuntado acertadamente que la magnitud de la devastación no sólo es atribuible a causas naturales sino también a causas humanas –a la historia de la miseria social, política y económica del país. Pobreza desgarradora, gobierno corrupto, instituciones quebradas, infraestructura desgastada: todas estas no son injusticias divinas sino injusticias humanas. (En una de las secciones más notables de su Teodicea, la obra maestra de la mente justificatoria, Leibniz apuntó que “un solo Calígula, un Nerón, ha causado más mal que un terremoto”.) Y las intervenciones estadounidenses, incluso cuando han perseguido fines justos, a menudo han resultado inestables y no han sido pensadas a profundidad; una saga desalentadora de consecuencias no previstas. Tras el terremoto, la administración de Obama, otros gobiernos, ong y agencias de ayuda internacional repiten que esta vez será distinta. La magnanimidad de los donantes sin duda ha sido notable. La energía caritativa, el pulso compasivo, están en todos lados. Y en una de las horas más altas de la historia de la benevolencia humana, mientras los ángeles del rescate y la asistencia hacen su trabajo, ha surgido una especie de feliz habla humanitaria. “Hay grandes motivos para tener esperanza”, escribieron Bill Clinton y George W. Bush. “Tenemos la oportunidad de hacer las cosas mejor de lo que alguna vez las hicimos […] podemos ayudar a que Haití esté en sus mejores condiciones.” Ban Ki-moon observó que “el desastre en Haití muestra una vez más que en medio de la peor devastación siempre hay esperanza”, y citó la meta milenarista que se propone eliminar la pobreza extrema para 2015. Bernard Kouchner clamó que “necios y sin miedo, debemos impulsarnos hacia la esperanza […] La triste verdad es que cuando todo ha sido destruido, entonces todo es posible”.

Ya sé, ya sé. ¿Qué otra cosa iban a decir? Pero algo pasa con esta idea de la política entendida como teodicea. Porque bien puede ser que no todo sea posible. Haití, como cualquier otro lugar, esta colmado por su pasado, y se necesita mucho más que una “muy exitosa conferencia de donantes” (el tranquilizador ejemplo dado por Hillary Clinton el 15 de enero) o el “desarrollo de energía limpia” (una de las prescripciones de Bill Clinton y George W. Bush el 17 de enero) para romper con eso. La esperanza, como el miedo, es una emoción muy explotable; y la esperanza no cumplida no es muy distinta a la desesperación. No me queda claro qué intereses se satisfacen cuando se habla de transformación, excepto los intereses de los cínicos. La Cruz Roja recibe mi dinero, pero no lo doy porque esté esperando ver un nuevo Haití. No lo espero. Tampoco espero ver un compromiso estadounidense de largo plazo después de que se hayan terminado de enterrar los cuerpos. Me gustaría que hubiera un compromiso así, claro, pero lo que a uno le gustaría que pasara no tiene importancia. Lo que importa es lo que sabemos acerca de la inconsistencia de los hombres y lo inmanejable del mundo. Saber eso no nos lleva al quietismo, para nada; pero debemos aprender a distinguir entre la acción que mejora y la acción milenarista. La lucha contra el sufrimiento debe tener lugar de manera sobria, sombría, con un corazón para cualquier destino, como lo describió el poeta, porque esta lucha se plantea desde la actualidad del sufrimiento. O nace desengañada o es un malentendido.

Reconozco los riesgos inherentes a tal intuición. Al exigir muy poco del mundo, corremos el riesgo de volvernos cómplices de él. El fatalismo, casi por definición, tiende a cumplir lo que predice; y aun así la inteligencia no debe enceguecerse por sus lágrimas. La tragedia no se puede enfrentar con la confianza y el entusiasmo de Leibniz y Bono. Esta vez será distinta. Al mirar hacia Haití, ¿por qué no habríamos de creerlo? ¿Y por qué habríamos de creerlo? Ajustamos nuestras redenciones a la medida de nuestros desastres, pero nunca es medida por medida: no podemos superar lo que el mundo nos ha hecho, lo que nosotros nos hemos hecho a nosotros mismos. No porque creamos menos en Dios creeremos más en el hombre. Puede ser imposible creer en ambos. La naturaleza efímera de la diligencia ética es uno de los hechos más rudimentarios de la vida individual y colectiva. Así que apuremos los intervalos entre nuestras indiferencias, porque, exista Dios o no, nosotros sí existimos, y la mayor parte del tiempo –aunque no ahora, mientras los aviones llenan las pistas del aeropuerto de Puerto Príncipe– somos terribles. ~

Traducción de María Lebedev

© The New Republic

 

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(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.


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