Ramón Xirau en sus palabras

Uno de los exiliados catalanes que siguen dejando una honda huella en la cultura mexicana es sin duda Ramón Xirau, quien en este intercambio cuenta su encuentro y apropiación –emocional, intelectual– del país que lo acogió hace más de sesenta años.
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Ramón Xirau, poeta, filósofo, maestro, escribió en Epígrafes y comentarios (1985) que “nuestra memoria es la de todos los hombres”. Supongamos, entonces, que ahora la suya nos pertenece a nosotros: una memoria del exilio, del pensamiento, de la poesía y de las “naturalezas vivas”. En esta entrevista, que iba a ser primero una charla pero que, por esas vicisitudes que impone el tiempo, terminó siendo un texto transcrito por su propia mano, Xirau nos muestra de nuevo uno de los rasgos principales de aquella presencia que ha sido constante a lo largo de toda su obra: la generosa luminosidad.

En un escrito sobre su padre, Joaquín Xirau, cuenta usted que él, en varias ocasiones, afirmó que en México había descubierto otra España. ¿Qué descubrió usted cuando llegó aquí, en 1939?

Más que descubrir “algo”, en México me encontré con México. Veníamos, mi padre, mi madre y yo, de Francia, donde había empezado el exilio. Yo nací en Barcelona en 1924. La Guerra de España empezó cuando yo tenía doce años. Hice dos años de Instituto en Barcelona; después, casi dos años más tarde que mis padres, estuve en Marsella (como estudiante del Liceo; terminé el Liceo en México, donde posteriormente, durante veinte años, di la clase de filosofía que “heredé” de mi padre en 1946, luego de su terrible accidente). En Marsella me “empapé” de literatura francesa, especialmente poesía, y yo, que comencé escribiendo poesía en catalán desde ¿los once años?, empecé ya en Francia a escribirla en francés. Creo que bien. Todavía guardo secretamente algunos poemas que no quiero releer.

Regreso al viaje a América. Un descubrimiento extraordinario fue Nueva York, ya vista desde el barco. Dije, algo ingenuamente tal vez, que Nueva York era Marte: tan distinta a Barcelona, París, incluso Londres (había estado un año estudiando en Inglaterra antes de la guerra. En la clase una niña me enseñó “Allá en el rancho grande”. ¿Sería ya un destino?)

En México, después del Liceo, estuve en Mascarones, aquel edificio hermoso con el patio de naranjos. Allí empecé a conocer, junto con Manuel Durán y Jacqueline Pivert —su padre era director del IFAL—, a muchachos mexicanos, entre ellos —¿para qué hacer listas?: Emilio Uranga, Rosario Castellanos, Jorge Portilla… Teníamos todos entre dieciocho y veinticinco años. Mis maestros principales fueron, sin duda, mi padre, Joaquín Xirau, bastante García Bacca —sobre todo en griego y filosofía griega— y Gaos, aunque en menor grado. Entre los maestros mexicanos estuvieron Julio Torri, García Máynez, Amancio Bolaños (latín). Escuché a Antonio Caso, maestro del tipo orador. Por cierto, di clases en la Facultad de Filosofía a partir de 1947, donde sigo hasta… hoy; clases en el Liceo hasta 1976, cuando entré en el Colegio Nacional, y clases durante más de veinte años en la Universidad de las Américas: filosofía y literatura.

Después de las largas llanuras de Tejas y el norte de México: cinco días en camión, Nueva York-México. En Monterrey, gran manifestación. Mi padre preguntó qué era aquello. Un hombre le contestó: “¿Viene usted de España? Pues aquí se pondrá mucho peor.” Supe después que era una manifestación de Almazán (¿a caballo?). En la ciudad de México, nos quedamos en un pequeño hotel de un norteamericano especialista en náhuatl. Nos leía, en náhuatl, poemas que él reunió en su libro The Song of Quetzalcóatl. Esto, con el Zócalo y Reforma, con gente que paseaba a caballo, fue lo que me mostró México desde que llegué.

Prosa en español, poesía en catalán: vaya privilegio, poseer un idioma respectivo para ambos géneros. ¿Fue una decisión o un destino?

Sí, prosa en español (prefiero decir en castellano) y poesía en catalán. ¿Decisión o destino? Más bien destino y decisión de un destino.

Mis lecturas de preguerra fueron de poesía en catalán: Maragall, siempre una gran presencia para mí, y Rosselló-Pòrcel, ese magnífico poeta de Mallorca que nació el mismo año que Octavio Paz y murió a los 23 años de tuberculosis. Además, Josep Carner, uno de los grandes poetas catalanes que, ya en México, nos enseñó, a mi esposa Ana María y a mí, literatura del romanticismo alemán en la Facultad, en los años cuarenta. De lengua castellana, sobre todo Lorca, claro, que descubrí muy pronto y cuya terrible muerte fue una de las grandes impresiones durante la guerra. Mi padre nos la anunció en Figueras —tierra de los míos y, claro, de Dalí.

Empecé a leer relativamente pronto —sí, leía mucha poesía— algunos poetas mexicanos en la Antología de Federico de Onís, que tenía mi padre. Me impresionó lo que había de Villaurrutia. De Paz supe más tarde, en una antología donde se leía: “O.P. nacido en Mixcoac, DF”. Mixcoac me pareció entonces un nombre exótico. Posteriormente, Paz, a su regreso de Francia, se convirtió en un gran amigo sobre quien escribí con cierta abundancia. Cuando Paz vivía en Francia, preparé una conferencia sobre él para el IFAL (a principios de los cincuenta). Sólo tuve de público a dos señoras. Fuimos a platicar al café. Paz se enteró en París. Me pidió el texto que yo ya no tenía. Fue la primera vez que escribí acerca de él.

Mi otro gran amigo mexicano —creo que puedo decirlo así— fue Alfonso Reyes, a su vez amigo de Xavier Icaza, mi suegro. Ana María y yo íbamos a visitarlos (a don Alfonso, a doña Manuela). Cenábamos una tortilla de papas y subíamos al estudio donde, después de hacerse del rogar, Reyes leía algo. Para mí, Reyes era el que había recibido verdaderamente a los intelectuales españoles en la Casa de España. Fue clave para que estuviéramos en México (en otro sentido, claro y decisivamente, el presidente Cárdenas, figura para mí algo mítica y muy real).

En suma, fueron 36 años de México, con viajes y conferencias en otros países, pero nunca en España, donde no regresé hasta un año después de la muerte de Franco. Barcelona, ¿era mía o no era mía? Pregunta con algún tinte dramático. Cuando regresé, la ciudad me gustó mucho y no hubo —a pesar de la larga ausencia— ninguna sensación de “choque”.
 
Se podría definir el exilio como un estado permanente de nostalgia. ¿Cuál es o cuál fue su nostalgia?

¿El exilio como estado permanente de nostalgia? Sin duda al principio. Después ya no, aunque no puedo ni quiero olvidar una parte fundamental de mi vida que también está en mi obra.

En todos ustedes —desde su padre, Gaos, García Bacca y tantos otros— hay una voluntad de relacionar el pensamiento puro con la transmisión del pensamiento, de asumir la paideia como vocación de amor. Usted mismo ha sido un maestro fundamental para muchos de nosotros. ¿Tiene esto que ver con el hecho del republicanismo y, específicamente, con la tradición de Giner de los Ríos?

Ya hablé de mis maestros. Eran maestros y me enseñaron a serlo. No hubo influencia importante en ellos de Giner de los Ríos, salvo en el caso de Joaquín Xirau. En Madrid, mi padre estudió con Ortega, pero sobre todo con Manuel Bartolomé Cossío. Giner había muerto hacía tiempo, cuando mis maestros hispánicos tendrían apenas de quince a diecisiete años. Cossío tuvo una influencia muy clara en el pensamiento de Joaquín Xirau, que escribió un libro sobre él para la Casa de España (1942). Sobre todo en sus ideas educativas. Hay que recordar el maravilloso poema de Antonio Machado, en el momento de la muerte del poeta que él llama “maestro”.

Ahora se habla mucho del trabajo intelectual del exilio español, pero también hubo un significativo influjo espiritual. ¿Qué importancia tuvo la obra, por ejemplo, de Bergamín —con Cruz y raya— o de Prados?

Vi mucho a Bergamín sin tratar con él. Tenía la oficina de su editorial (Séneca) en el mismo edificio en que vivíamos. Me impresionó lo que escribía y fue magnífica su labor editorial. Pero no conocí pronto Cruz y raya, aunque la revista estaba en casa de mis padres. Mucho más tarde he visto que la revista expresaba ideas similares a las que yo había adquirido, pero en mi caso gracias a Bergson y a Emmanuel Mounier. Se trata de lo que se ha llamado “personalismo” (no el de origen americano, sino del francés).

Emilio Prados fue el gran amigo. Nos recibía entre montones de papeles en su departamento de la Colonia Cuauhtémoc, nos daba algo muy sencillo de comer o un café. Hablaba sin cesar, con su fuerte ceceo andaluz, y escribía aquélla su maravillosa poesía —para mí decisiva— que lo acercaba a veces al romanticismo alemán. Era muy generoso. Cuando murió lo enterramos. Lo digo así porque éramos pocos en el Panteón Jardín, en un espacio, entonces, verdísimo.

El poeta que más nos ayudó a los catalanes —después a grupos de jóvenes mexicanos, como los de La espiga amotinada— fue Agustí Bartra. Fue un grandísimo apoyo, publicó nuestros poemas, nos animó en años en que se desconocía lo que pasaba en Cataluña. Anna Murià, su esposa —por cierto, una gran escritora, sobre todo en sus cuentos—, nos recibía con su fina amabilidad. Volvió Bartra a Tarrasa, su ciudad, y sé que sintió nostalgia por México, aunque tuvo mucho éxito en Cataluña.

No sé si usted estaría de acuerdo en que uno escribe con miradas por encima del hombro: los fantasmas de la admiración. ¿Cuáles son las suyas?

Admiración: con muchos, antiguos y modernos. Si me exigieran mucho —tal vez esto suene a una generalización excesiva: Platón, sin duda, parte de la obra de San Agustín —ante todo las Confesiones—, Descartes, Hegel, a quien muchas veces no sé si entiendo, Bergson, Camus, Unamuno.

Cuando estudiantes, a la Facultad “llegaron” las obras de Sartre y Camus. Nos dividimos. Varios eran sartrianos y admiraban a Sartre —es admirable como escritor; otros nos sentimos muy unidos a Camus. Una relectura de ambos me muestra que mi admiración verdadera va con Camus, aunque tenga con él desacuerdos. ¡Qué persona honda que, como Lorca, murió demasiado joven! Hay que releer el breve Discurso de Suecia.

Mi simpatía no va solamente hacia filósofos y escritores. Es para mí importantísima la música, y lo es, en cierta medida, la pintura. Y la presencia. Todo lo que he escrito de o sobre filosofía o desde ella va unido al título de mi primer libro: Sentido de la presencia. No del presente pasajero y dramáticamente fugaz, sino con la continuada presencia que es nuestra vida, de la cual acaso puede decirse, con Heráclito: “Cambiando reposa.”

Czeslaw Milosz escribe: “Al cabo de muchos años en el exilio, uno intenta imaginar cómo sería no vivir en el exilio.” ¿Usted ha logrado imaginarlo y, por lo tanto, vivir como si no hubiera ocurrido? O, dicho de otra manera: ¿alguna vez ha terminado su exilio?

No podría imaginarlo (ni pensarlo) de otra manera. Nunca termina nada. No ha terminado el exilio por más que yo ya sea uno de esta tierra, de este valle de México, de esta mi Veracruz, de este mar de Veracruz que es también otros mares. ~

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(ciudad de México, 1959) es poeta y ensayista. Por su libro 'Muerte en la rúa Augusta' (Almadía, 2009) ganó en 2010 el Premio Xavier Villaurrutia.

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(ciudad de México, 1962) es poeta y ensayista.


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