Quietas las manos

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Siempre me ha divertido observar cómo algunos gestos y ademanes parecen ser, si no universales, al menos sí internacionales, y cómo otros son específicos de un solo país o de un área geográfica. Así, frotarse el pulgar contra el índice y el corazón significa “dinero” en bastantes lugares, al igual que el índice en la sien indica la falta de un tornillo; en cambio, tocarse un par de veces la papada con el dorso de la mano horizontal sólo tiene sentido, que yo sepa, en Italia, una manera bastante ofensiva de mostrarle indiferencia a alguien, como si la traducción fuera: “me importas un carajo”, o aún más grosera. Un gesto exclusivamente español, creo, y no sé si madrileño tan sólo, es pasarse los dedos índice y corazón hacia abajo, desde las fosas nasales hasta el labio superior, para informar de que está uno a dos velas, es decir, sin blanca. Por el gesto uno diría que “velas” se emplea ahí en su acepción de “mocos”, pero nunca he acabado de ver la relación de esa imagen con la bancarrota.
     No sólo existen, sin embargo, estos gestos y ademanes ya codificados, con su sentido o traducción establecidos y pactados. Hay otros inconscientes o indeliberados, sin un significado claro y acordado, y que a veces dicen o parecen poder decir algo sobre los habitantes de un lugar. Los norteamericanos —fíjense en las películas— saludan con un gesto de la mano que sólo he visto en ellos, haciendo con la palma levantada un giro casi circular, similar al que haría uno para borrar con un paño húmedo una pizarra.
     Estos comentarios los provoca que desde hace algún tiempo vengo observando en España un gesto, o tal vez un movimiento, que antes no se daba y que en cambio había visto a menudo en países de tradición protestante, como Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos. Cuando vivía en el primero de ellos, me molestaba mucho que las vueltas del dinero me las soltaran en la mano. Los dependientes o tenderos no las entregaban hasta que uno no la extendía, así que uno acababa por ponerla para que los billetes y monedas no cayeran al suelo. El gesto me resultaba particularmente extraño e incómodo, porque al recibir juntos unos y otras en la palma (las monedas encima de los billetes, en muy precario equilibrio), solían resbalarse y rodar por tierra de todas formas; era difícil manejarse con aquello. Y fue entonces cuando me di cuenta de que en España el dinero jamás pasaba directamente de una mano a otra. Al contrario, se suele dejar o “posar” sobre los mostradores, las mesas, las repisas, las ventanillas, sean de cine o del metro, y de ahí lo recoge la persona que lo recibe. A veces el dinero reposa durante largo rato sobre una mesa, en este país. El camarero no tiene prisa en llevárselo, ni el cliente en embolsarse las vueltas, que acaso no recogerá en absoluto y quedarán como propina. Es normal que el dinero, por así decir, no sea visiblemente de nadie durante ese rato. Está ahí; alguien lo puso y alguien se adueñará de él: un espectador llegado tras el primer movimiento no podría decir quién lo cobra y quién lo paga. Tal vez habría quienes quisieran ver en esta costumbre un repudio del vil metal, el reflejo católico de que el dinero es pecaminoso y mancha, y que por eso es mejor no tocarlo, o lo menos posible, y no entregarlo al otro directamente, contaminándolo, sino que debe depositarse en lugar neutro. Puede que algo haya de eso, pero mi interpretación es otra: veo más bien un reflejo de una de las pocas virtudes compartidas por nuestra población en pleno (con las obligadas excepciones): el desprendimiento, que no es sinónimo de generosidad, pues no consistiría tanto en ayudar al prójimo cuanto en restar importancia al dinero, a lo material, en la vaga idea de que si nos quedamos a dos velas ya ganaremos más de algún modo. Me cuentan que España es hoy el país más solidario del mundo en lo referente a nuestra aportación económica a las víctimas de huracanes, guerras o hambrunas, y también en la donación de órganos. Es una excelente noticia. Pero por eso me explico aún menos y me preocupa más que últimamente me devuelvan el cambio a menudo como en Inglaterra, de mano a mano y con tanto engorro. Lo hacen sobre todo personas jóvenes, y quizá estas cosas pequeñas, estos detalles, habría que enseñarlos también en las escuelas. Jovencita, muchacho, en este país, el dinero va al mostrador o a la mesa. Está ahí y no es de nadie, aunque luego lo recoja quien bien se lo haya ganado. –

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(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.


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