Fuente: Kai Stachowiak PublicDomainPictures.net

Viejos fantasmas

El conservadurismo británico logró el Brexit, pero sus añoranzas imperiales e insulares no podrán hacerse realidad si antes no hay un esfuerzo a favor de la concordia y la reconciliación.
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La nostalgia del imperio y el antiguo sentimiento insular finalmente se impusieron y el Reino Unido salió de la Unión Europea, de la que formaba parte desde 1973. Cuatro años después de aquel referéndum atropellado que David Cameron lanzó sin jamás pensar que ganaría la opción de abandonar la UE, y tras una gran crisis política en todo el continente, el mundo vio cómo la bandera británica al fin fue retirada de múltiples sedes de la Unión.

Acaso es el evento geopolítico más significativo del nuevo siglo, precisamente porque la UE lo había sido del siglo previo, o al menos a partir de la posguerra. Para ese orden liberal global, la UE aseguró la paz –o mejor dicho, fue la cristalización de esta– en un continente históricamente violento. Para otros, siempre se trató de un acuerdo ficticio, inmensamente burocrático, que en realidad operaba contra la soberanía y los valores de cada cultura y, en consecuencia, de una verdadera integración.

La UE seguirá adelante, con Alemania y Francia a la cabeza, mientras que el Reino Unido buscará recuperar aquel pasado promisorio en el corazón conservador: ser una potencia militar y comercial por sí misma. De eso se trata el nuevo plan conservador Global Britain.

Según reportó la BBC, a partir de documentos oficiales, la encomienda es volver a ser “una influencia diplomática, comercial, militar y cultural guiada por los valores del libre comercio, la democracia, los derechos humanos y el estado de derecho internacional”. Boris Johnson también se expresó en ese sentido: Reino Unido debe recuperar su “papel natural e histórico” como “emprendedor, que mira hacia el exterior y que es verdaderamente global, generoso y comprometido con el mundo.” En ese sentido, el conservadurismo veía en la UE una suerte de obstáculo, más que un aliciente. Quizá por ello, al momento de la salida, el centro de Londres se llenó de entusiastas armados con pancartas que leían “¡Libertad!”.

Que ese pasado glorioso se recupere está por verse, pues ahora el principal reto es negociar un acuerdo comercial y político post Brexit con la propia UE. Ambas partes han fijado un plazo de once meses (lo que resta del 2020) y los líderes conservadores británicos han confiado en que se logre sin problemas. De lo contrario, podrían pedir una prórroga, pero ello extendería aún más la incertidumbre sobre cómo funcionarán las relaciones ahora.

A esa incertidumbre están sujetas las monedas, las bolsas de valores y la voluntad de inversionistas en todo el mundo. Son innumerables los detalles que hay que negociar: desde el tránsito de personas y los impuestos, hasta el intercambio de bienes y servicios, la regulación médica, la agricultura y la cooperación aduanera y de seguridad. Uno de los focos rojos es Irlanda. Aunque ya se negoció una “frontera suave” en octubre –donde Reino Unido fijará su aduana en el Mar de Irlanda y no en la frontera terrestre entre ambas Irlandas– la implementación debe ser muy cuidadosa, dada la historia reciente. Sería lamentable que la paz que tanto costó conseguir se quebrara como consecuencia de estas nuevas circunstancias.

Por ahora, lo único que cambia es que Reino Unido queda sin representación en las instituciones europeas y deja de tener a sus miembros en el parlamento europeo. Sin embargo, seguirá acatando las reglas de la Unión Europea y contribuyendo a su presupuesto hasta que no se venza el plazo para un acuerdo. También permanecerá en el esquema aduanero actual del mercado único. Si para el 31 de diciembre del 2020 no se ha alcanzado un acuerdo, el Reino Unido dejará de forma brusca a la Unión Europea, lo que pondrá en riesgo la economía y la diplomacia. Si se alcanza un acuerdo, entrará en vigor en enero del 2021 y –a pesar de sus detractores– habrá sido un éxito para los conservadores.

Para lograr el acuerdo, el Reino Unido pide –acaso irónicamente– que sus bienes tengan las menores restricciones posibles al interior del continente europeo. Tampoco quiere ser parte del esquema aduanero del mercado único, ni estar sujeto al Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Si ello no se concreta, la Unión Europea podría imponer aranceles a los productos británicos, lo que perjudicaría el comercio continental y significaría un costo tangible.

Los costos, de hecho, ya comenzaron: según la Oficina para la Responsabilidad Presupuestaria de Reino Unido, la mera salida de la Unión Europea –la famosa “factura de divorcio”– le ha costado al pueblo británico unos 35 mil millones de euros. Otro gran desafío para el Reino Unido es mantenerse… unido. Aunque triunfó el Brexit, la sociedad está muy polarizada. Recordemos que la decisión de abandonar la Unión Europea apenas ganó con 52% de los votos, frente al 48% que prefería quedarse. Lo mismo entre los países del Reino. En Escocia, por ejemplo, el voto por quedarse fue de 62%. Ello ha animado a líderes escoceses a buscar abandonar al Reino Unido y reintegrarse como país independiente a la Unión Europea. La primera ministra escocesa Nicola Sturgeon ya ha amenazado con sostener un referéndum independentista, lo que ha crispado las relaciones con Inglaterra. Las añoranzas imperiales e insulares del conservadurismo británico no podrán hacerse realidad si antes no hay un esfuerzo a favor de la concordia y la reconciliación.

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