Foto: Jimmy Villalta/ZUMA Wire

Venezuela desahuciada

Ante la revolución bolivariana, nada permanece en pie salvo una minoría dispuesta a luchar. Pero quienes quieran jugarse su destino con Venezuela han de hacerlo partiendo de la realidad, no ofreciendo sueños ya muertos.
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Hace poco, la historiadora Margarita López Maya publicó, en esta revista, un artículo en el que afirmaba, desde una postura común a la izquierda no oficialista de Venezuela, que el liderazgo opositor se ha equivocado y debe negociar con el gobierno medidas sociales para mejorar el estado de penuria de la población. En igual ruta está Manuel Sutherland, convencido de que hay que participar en las elecciones con las condiciones leoninas de la revolución. Académicos radicados en Estados Unidos, como Alejandro Velasco, proponen en redes sociales olvidar las atrocidades en materia de derechos humanos para quitarle a Maduro el temor a elecciones limpias. Quieren vendernos que si la oposición se porta bien a lo mejor el gobierno cede. El público de estos intelectuales no es Venezuela, es la izquierda biempensante internacional con la que quieren congraciarse.

Vale la pena recordar que la revolución no reconoció la victoria opositora que le dio mayoría absoluta en la Asamblea Nacional y le retiró sus atribuciones constitucionales. Igualmente, la presencia de la oposición en cargos públicos no impidió que las políticas del régimen lograsen un grado de devastación solo visto en países sometidos a largas guerras. En cuanto a librar a Maduro de la responsabilidad en las atrocidades de su período, el dictador no parece estar interesado en otro asunto que no sea mantenerse en el poder, así que la oferta no lo convence. No se trata de negar los errores del liderazgo ni tampoco de ignorar la mediocridad tremenda de algunos dirigentes; se trata de reconocer que se ha hecho todo lo que ha estado en manos de gente pacífica. Hemos ido a elecciones, ha habido mesas de negociación, se construyó una amplia base electoral y se acudió al apoyo multilateral. A partir del año 2016 el gobierno se deslegitimó internacionalmente, pero tal deslegitimación no le ha quitado poder. La dirigencia ha sufrido exilio, inhabilitación para postularse a cargos públicos, cárcel, persecución, muerte, tortura, separación familiar, ventajismo electoral. Para colmo, la tiranía le quitó sus símbolos y figura jurídica a los partidos políticos democráticos para entregarlos a una fauna inclasificable que le dio la espalda a las organizaciones en las que había militado. Se construyó así una oposición a su medida, servil y colaboracionista.

Dejemos la hipocresía del pacifismo a ultranza y enfrentemos que somos una oposición sin la única fuerza capaz de disuadir a una tiranía: las armas. Como no las tenemos, quizás haya que aceptar que nos derrotaron y esperar que la revolución se venga abajo como ocurrió en la Unión Soviética, lo cual puede tardar décadas. Otras opciones lucen descoloridas como una bandera vieja sometida a la humedad. La continuidad del interinato de Guaidó no promete la superación de la crisis sino una lucha más bien simbólica, y si bien María Corina Machado ha ganado apoyos al promover una salida militar con ayuda extranjera, no hay intención de llevarla a cabo por parte de ningún país.

La derrota no es atractiva. Las críticas a los liderazgos de la propia Machado, Henrique Capriles Radonski, Juan Guaidó, Julio Borges y Leopoldo López, provenientes de una base opositora dividida ante las sucesivas derrotas, manifiestan el desconcierto y el desconsuelo general. No hay sanciones internacionales o victorias electorales que valgan. En cuanto a negociar, la revolución no negocia su salida del poder. Para qué ceder cuando se tiene la fuerza militar, además del apoyo de Rusia, China, Irán y Turquía. Los ingenuos que creen que a los revolucionarios les importan el hambre, la migración y la quiebra del país se equivocan; en realidad, las han promovido sistemáticamente como forma de control biopolítico, con éxito rotundo. Es un escenario apocalíptico, a la Zimbabwe o a la China de los años sesenta. En este mundo de sálvese quien pueda la democracia está muerta.

Nada permanece en pie ante la revolución bolivariana excepto una minoría dispuesta a luchar. Miembros de la sociedad civil y de la iglesia católica publicaron un manifiesto en el que se propone crear una alternativa ante el fracaso de la política opositora. Ojalá esta iniciativa se acompañe de lo que queda de las organizaciones políticas y de la participación de la diáspora. En algunos casos tales minorías tienen éxito, como ocurrió en Checoslovaquia y en Polonia. En cambio, en China y Cuba no se ha podido ni siquiera plantear una mínima convivencia democrática. La otra posibilidad a mediano y largo plazo es que un Deng Xiaoping surja milagrosamente de las filas rojas y ponga orden en la economía. Cabe también que del seno del Partido Socialista Unido de Venezuela dé la sorpresa un Mijaíl Gorbachov criollo que abriera el camino, hasta sin quererlo, a una transición hacia otro estado de cosas, un capitalismo inspirado en la Rusia de Vladimir Putin. Tales escenarios dictatoriales con liberalización económica son mejores que el actual, y más factibles que la instauración de la democracia; incluso, soy partidaria de permitir que Venezuela venda los pocos cientos de barriles de petróleo que produce sin inconvenientes y dejar que el madurismo se cueza en su propia salsa como en 2016. ¿Inmoral lo que acabo de decir? Tanto como la propuesta de no ventilar las violaciones a los derechos humanos del régimen de Maduro para que este no tenga miedo de salir del poder.

El país le pertenece a quienes nos lo arrebataron. Venezuela ha pasado a ser una típica tiranía de izquierda, de esas que incomoda y silencia a los corazoncitos antiyanquis que tanto abundan en el mundo. Nada de lo ofrecido hoy como alternativa por los distintos sectores de la oposición parece factible ante la impavidez de la tiranía, que ha expurgado, en la mejor tradición comunista del siglo XX, a las fuerzas armadas y a las bases chavista-maduristas díscolas. Desde luego, el futuro de Venezuela no está escrito, pero con certeza no seremos la Alemania o el Japón tutelados de la posguerra en la segunda mitad del siglo XX. Si la revolución pasa, en los próximos años tocará lidiar con un país en el que no hubo carrera espacial, ciencia o grandes deportistas como en la Unión Soviética, sino un sistemático desprecio hacia lo que huela a saber e inteligencia, una criminalidad desatada y un asistencialismo que esclavizó a la población. Quien quiera jugarse su destino con Venezuela ha de hacerlo partiendo de la realidad, como los europeos del este, no ofreciendo sueños ya muertos.

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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