¿Un nuevo orden internacional?

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La gestación de un nuevo orden internacional no empezó con la caída de la torres gemelas el 11 de septiembre de 2001. El derrumbe paulatino de los pilares que habían sostenido el equilibrio de poder entre soviéticos y norteamericanos y el acomodo del resto del mundo en distintas esferas de influencia alrededor de las dos superpotencias, se inició paralelamente a la caída del Muro de Berlín y a la fragmentación de la Unión Soviética. Las llamadas “amenazas blandas” y los conflictos locales, sofocados hasta entonces por el dominio soviético y estadounidense y enmascarados por la lucha ideológica entre el “mundo libre” y el “bloque socialista”, levantaron la cabeza en el momento en que el mundo bipolar desapareció a principios de los años noventa. Meses después de la renuncia de Gorbachev a la presidencia de una nación que había dejado de existir, estallaron el polvorín balcánico y la guerra en Chechenia. Las repúblicas de Yugoslavia se enfrentaron bajo la bandera de un nacionalismo excluyente y parroquial que blandía agravios añejos y un racismo religioso que el mundo creía haber sepultado en 1945.
     Lo mismo sucedió en Chechenia: bajo las demandas independentistas de la república caucásica se escondía el proyecto milenarista islámico que los combatientes extranjeros que apoyaron a los chechenos habían importado directamente de Afganistán. Guerrilleros provenientes del mundo árabe que, como el grupo alrededor de Osama bin Laden, habían contribuido a la derrota del ejército rojo en suelo afgano y ayudado al establecimiento de un régimen fundamentalista encabezado por el Talibán, emprendieron una nueva aventura en Chechenia. El signo de su lucha se perdió hasta los atentados del 2001 en Manhattan, porque la atención y la simpatía del mundo se centró en los musulmanes bosnios y albaneses asesinados por los serbios y en la crueldad de la campaña rusa contra los chechenos.
     Yugoslavia contribuyó asimismo a cimentar la hegemonía estadounidense. Washington celebró la caída de la URSS como un triunfo de valores occidentales compartidos: la libertad, la democracia y el sistema de mercado. Las cruentas guerras entre croatas, bosnios, albaneses y serbios y la incapacidad de Europa para resolver un conflicto de esa magnitud dentro de sus fronteras geopolíticas, apuntalaron el poderío de Estados Unidos y la conciencia en Washington de que no había conflicto en el mundo que pudiera resolverse sin su participación directa. En el imaginario colectivo norteamericano, la derrota socialista dejó de ser la victoria de la Alianza Atlántica para convertirse en el triunfo de los Estados Unidos. El concepto de Occidente que había sostenido la Alianza entró en agonía: el acuerdo estratégico entre las naciones costeras del Atlántico desapareció junto con la URSS. El renacimiento del fundamentalismo islámico terrorista y su ataque al corazón de los EE.UU. concentró la atención de Washington en un nuevo eje estratégico: el Medio Oriente. Estados Unidos inició el tránsito del imperialismo renuente al imperialismo colonial.
     El surgimiento de una nueva potencia imperial con un poderío militar incomparablemente superior al resto de las naciones se consolidó hace unas semanas en Bagdad. Norteamérica pasó de ser juez y árbitro en los conflictos en el Medio Oriente, a un actor presente en la región: el nuevo amo de Iraq. En el camino, debilitó a los organismos multilaterales creados durante la Guerra Fría —que son por lo demás uno de los pocos limitantes al ejercicio del poder estadounidense en el planeta—, dividió a Europa y confinó a los países que no se unieron a su “coalición de voluntarios” o que se encuentran en los márgenes de la lucha terrorista, al desván de su agenda internacional.
     George W. Bush habla como un emperador romano. Las reuniones internacionales recientes, del G8 en Evian hasta el lanzamiento del Mapa del Camino en el puerto de Aqaba, indican que Washington está dispuesto a imponer su agenda sin fisuras.
     Hay muy pocos contrapesos en el horizonte para limitar el ejercicio imperial de los EE.UU. Japón está hundido en una larga recesión y no tiene más alternativa que mantener la estrecha relación con Washington: su limitada capacidad militar y la amenaza norcoreana apuntalan su dependencia. El régimen chino, por su parte, parece haber optado por resolver sus problemas domésticos y rescatar a las regiones que el notable progreso económico de las últimas décadas ha dejado al margen, exportando sus bienes a los ricos mercados de Occidente.
     La Unión Europa es el único bloque de países con la capacidad de limitar la política estadounidense. El referéndum del 7 y 8 de junio, donde 80% de los votantes polacos apoyaron el ingreso de su país a la UE, fue el paso definitivo para la expansión de la Unión hacia el Este. La Unión Europea tendrá a partir de 2004 un mercado de 450 millones de habitantes y un pnb cercano al de Norteamérica. Sin embargo, Bruselas no podrá contener a los EE.UU.. si no diseña una política exterior común y una capacidad militar propia. Tareas que le llevarán años a la Europa unida.
     A corto plazo, el mayor obstáculo para el imperialismo estadounidense será la política misma de George Bush. El gobierno republicano fracasará en su lucha contra el terrorismo, porque éste requiere, por su naturaleza misma, una estrecha cooperación internacional. Pero lo que sepultará a la doctrina Bush de las “guerras preventivas”, será la economía. La dependencia norteamericana del petróleo y del capital del exterior crecerá a niveles intolerables si Bush insiste en perseguir unilateralmente un dominio militar global. Hace apenas tres años, Washington tenía en su haber un superávit presupuestal de 250,000 millones de dólares. En 2003 ese superávit se ha transformado en un déficit de 400,000 millones de dólares. La aventura iraquí costará aproximadamente 200,000 millones de dólares. Si la economía no despega y Bush mantiene su política, el déficit podría alcanzar en una década una cifra escalofriante que derrumbaría el nivel y el modo de vida norteamericanos: 1,800,000 millones de dólares. Mientras eso sucede, la única salida para el resto de los países del planeta será fortalecer las instituciones multilaterales y negociar bilateralmente con los EE.UU. El éxito de esta política dependerá del peso específico, el pragmatismo y la habilidad diplomática de cada nación. –

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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