Tenemos que recuperar la decencia

El discurso demagógico vuelve tóxico cualquier debate, porque centra toda la discusión en personas, en vez de diagnósticos y soluciones. Para hacerle frente, hace falta recuperar la capacidad de indignarnos por lo que está mal y defender lo que está bien.
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La sociedad mexicana lleva muchos años enferma de un mal crónico llamado “discurso demagógico”, que es una manera de entender la política y los asuntos públicos como una lucha permanente entre “buenas” y “malas” personas.

El discurso demagógico vuelve tóxico cualquier debate, porque en vez de hablar de diagnósticos y soluciones a los problemas colectivos, centra toda la discusión en personas. “Ellos”, los que no piensan como nosotros, son malvados e irremediablemente toman malas decisiones. “Nosotros” siempre tenemos la razón, somos “buenos” y solo tomamos buenas decisiones. No importa si lo que “ellos” hacían antes y criticábamos es lo que hoy hacemos “nosotros”. Lo relevante no es la congruencia, sino la lealtad a nuestro grupo, que se considera moralmente superior y, por ello, infalible. Desde luego, para mantener la lealtad tenemos que ser ciegos a los excesos, defectos y errores de los nuestros y, al mismo tiempo, severos e inflexibles con los errores de los otros.

La demagogia habla de culpas y castigos. Por eso, cuando las sociedades llevan años enfrentando problemas difíciles de resolver se vuelven campo fértil para la demagogia. Surgen líderes que identifican a grupos y personas específicas como culpables de los males de la sociedad: los judíos, los musulmanes, los ricos, los pobres, la derecha, la izquierda, los gringos, los rusos, los empresarios, los desempleados, los inmigrantes, los racistas, las feministas, los hombres, los conservadores, los gays, los periodistas, los políticos… la lista de grupos para culpar de los problemas sociales y políticos es infinita. El odio se adapta a las necesidades y circunstancias de quien usa la retórica demagógica para avanzar sus intereses.

Cuando la demagogia impera, el discurso político deja de ser una herramienta de deliberación y persuasión para construir futuros y se convierte en un instrumento de desahogo y juicios sobre el pasado. Las emociones que activa la retórica demagógica son el enojo y la venganza. Identificar culpables, recordar permanentemente el daño que nos hicieron, determinar qué castigo se merecen, humillarlos, insultarlos, denigrarlos porque son inferiores moralmente… todas esas son actividades que requieren mucha energía social negativa sostenida en el tiempo. De ahí que el demagogo siempre esté enojado, crispado, levantando la voz y señalando adversarios, denunciando conspiraciones y prometiendo castigo y revancha sin fin. De ahí también que la mayoría de la gente se harte del ruido y se aleje de la discusión sobre lo público, dejando el debate en manos de los extremistas más estridentes e irracionales de un lado y del otro. La demagogia es el patio de juegos de los fanáticos.

En campaña electoral, la demagogia es emocionante, porque el drama entre “buenos” y “malos” siempre entretiene y vende bien. Pero cuando la demagogia se hace gobierno, cuando las promesas de castigar a los “culpables” de los males de la sociedad se vuelven política pública, se genera sufrimiento. La promesa de venganza se vuelve crueldad. Se deja a gente sin empleo. Se les reduce el salario sin justificación. Se les niegan prestaciones sociales de un día para otro. Se les niega la justicia, la salud, la educación o la protección del Estado. Se les juzga y condena en la plaza pública. Se les señala y persigue. Se limita su libertad.

En el extremo, los demagogos perderán la empatía más básica con tal de validar su propio odio y prejuicios. Si, por ejemplo, una persona muere a manos del crimen, dirán que la indignación social es una conspiración de sus enemigos políticos. Afirmarán sin vergüenza que la violencia es culpa de otros, con tal de justificar ciegamente a quien gobierna hoy. Y es que, cuando llevan muchos años contándose que sólo ellos son “buenos” y todos los demás “malos”, los demagogos tendrán siempre problemas para mostrar dolor ante el sufrimiento ajeno. Si se les exige que rindan cuentas se justificarán y protegerán entre ellos, ignorando la evidencia sobre su responsabilidad. Le pedirán a la gente que les grite que “no están solos”, para convencerse a sí mismos de que no lo están.

El antídoto contra la demagogia no es la democracia: es la decencia. Si queremos recuperar a México, tendremos que empezar recuperando nuestra propia decencia, nuestra propia humanidad, nuestra propia capacidad de dolernos del dolor ajeno, de indignarnos por lo que está mal y buscar y defender lo que está bien. Que la demagogia no nos quite la decencia porque, en una sociedad sin reglas, los siguientes en sufrir podemos ser nosotros.

 

 

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Especialista en discurso político y manejo de crisis.


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