Ilustración: Daniel Bolívar

Presencia y poder

La llegada de mujeres a cargos de la máxima responsabilidad es una buena noticia, pero no es suficiente. No han desaparecido las barreras que dificultan la presencia de las mujeres en un territorio tradicionalmente masculino. Y la paridad en la presencia no significa que exista una paridad en el ejercicio del poder.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Este ensayo aparece publicado en nuestra edición impresa de noviembre 2016.

 

La política estadounidense celebra este mes una de las elecciones más importantes de su historia. Hace algunas semanas, la columnista de The Washington Post Anne Applebaum hablaba de un cambio de rumbo en el orden liberal de Occidente si Trump ganaba esos comicios. Sin embargo, en caso de que finalmente sea Clinton quien asegure la presidencia de Estados Unidos, estaremos ante un resultado que también marcará una inflexión histórica: una mujer se pondrá al mando de la nación más poderosa del planeta.

Hablemos con claridad: los roles de género importan en política, y mucho. Después de trascurridos casi cien años de la implementación del voto femenino en Estados Unidos, el hecho de que ninguna mujer haya alcanzado la presidencia señala hasta qué punto la relación entre el género y la política es paradójica: aunque los roles de género son centrales para entender la política, históricamente estas cuestiones se han considerado irrelevantes.

Sabemos, no obstante, que la política es uno de los lugares más abrumadoramente masculinos de todas las actividades humanas y que las mujeres han estado excluidas de su participación hasta hace poco tiempo. No tocar el tema del género ha servido para ocultar esa realidad: que el espacio y la práctica de lo político se escribía en masculino, y que la entrada de mujeres en política es en sí un hecho “político” porque comienza a desestabilizar las relaciones de poder a favor de las mujeres. Por eso, hablar de relaciones de género es hablar de relaciones de poder, e introducir el factor “poder” implica diferenciar la mera idea de incluir mujeres de aquella otra que conlleva reconfigurar el mundo de la política tal y como lo hemos conocido hasta ahora.

La llegada de algunas mujeres, como Michelle Bachelet, Dilma Rousseff, Angela Merkel o muy probablemente Hillary Clinton, al nivel más alto de responsabilidad política ha instalado en el debate público dos percepciones erróneas: el estancamiento en el acceso de las mujeres a esos cargos políticos por fin ha desaparecido y la paridad en presencia conlleva paridad en el ejercicio del poder.

Queda todavía un largo camino para que la paridad en parlamentos y gobiernos sea efectiva, con lo que el feminismo se ha preguntado si promocionar la presencia de mujeres implica garantizar su ejercicio de poder en iguales condiciones que sus homólogos masculinos. La presencia de mujeres a ese nivel –desde el punto de vista de la eficacia simbólica– no es una cuestión menor, porque ayuda a construir nuevos referentes que confieren autoridad a voces femeninas y, por tanto, prepara el camino para el verdadero reconocimiento entre pares.

El feminismo, sin embargo, además de constatar este logro, no ha dejado de hacerse otras preguntas; por ejemplo, si una mayor presencia de mujeres en cargos políticos implica que estas hayan ganado más cuota de poder, o que ostenten las mismas oportunidades que los hombres para acceder a esos puestos, o si los costos para llegar a esos cargos políticos son mayores, o si tienen el mismo poder de influencia en los procesos de decisión interna de los partidos políticos. Estas preguntas obligan a plantearse la espinosa cuestión del poder.

Hablemos de poder

Una revisión de la historia de la teoría política nos lleva a concluir que podemos saber lo que hace el poder, pero no lo que es. El poder es como la energía (de hecho, en inglés se utiliza la misma palabra): está en todas partes. Desde un punto de vista de la estructura social, el poder es todo fenómeno arraigado en un conjunto de relaciones sociales que pueden incluso condicionar nuestra forma de pensar mediante ideologías o sistemas de racionalización (Karl Marx). La conclusión a la que se llega es que el ser humano se constituye como sujeto a través del poder (Michel Foucault), pero que donde hay poder también hay capacidad de resistencia (Judith Butler).

El hecho de que el poder sea algo “invisible” obliga a centrarse en el estudio de normas y “prácticas informales” que producen esas experiencias discriminatorias y en las que el género, como sostienen Mona Krook y Fiona Mackay, es una variable fundamental para analizar las relaciones de desigualdad entre hombres y mujeres en la política. 

((Mona L. Krook y Fiona Mackay (eds.), Gender, politics and institutions, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2011.
))

Esas normas no escritas, reproducidas en interacciones cotidianas que siguen una lógica de género, mantienen una estructura profunda de dominación masculina que no se altera, a pesar de que haya más mujeres en cargos orgánicos. De acuerdo con Magda Hinojosa (Selecting women, electing women, 2012), lo que termina ocurriendo es que se producen y reproducen los monopolios de poder masculino, mediante los cuales, a través de la complicidad masculina informal, se señala y se prepara a los sucesores en cargos políticos o se da ventaja comparativa a los hombres en detrimento de las mujeres.

Un extraordinario estudio publicado por Tània Verge y Sílvia Claveria 

((Tània Verge y Sílvia Claveria, “Gendered political resources: The case of party office”, Party Politics, 2016.
))

llegó a la conclusión de que cuando los hombres ocupan un cargo orgánico obtienen un acceso privilegiado al patronazgo político a través de normas y prácticas “informales” que se explican en clave de género y que producen un capital interpersonal entre hombres en beneficio de otros hombres. De esta forma, la carrera de las mujeres en los partidos políticos es más lenta y controvertida: las mujeres acceden a posiciones de liderazgo en contextos en que los partidos tienen baja popularidad, y sus liderazgos suelen ser más cuestionados, de manera que su permanencia en los cargos no es tan duradera. Además, se las somete a un escrutinio continuo o se les confiere un escaso reconocimiento por su trabajo. Según las autoras, hay que añadir un fenómeno de división sexual del trabajo en la asignación de cargos orgánicos: dentro de los partidos, las mujeres asumen con mayor frecuencia trabajos rutinarios o tareas de tipo intensivo que merman su capacidad de influencia, visibilidad y reconocimiento.

Una de las cosas más interesantes que señalaba este estudio es que, debido a la exclusión histórica de las mujeres en cargos institucionales o en puestos de liderazgo, cuando por fin acceden a los mismos se enfrentan a una serie de “prácticas institucionales centradas en la masculinidad”. A este respecto, por ejemplo, uno de los periodistas que siguió la campaña a la nominación demócrata de Hillary Clinton para las elecciones presidenciales en Estados Unidos señalaba que no era necesario argumentar en términos de “conspiración patriarcal” para darse cuenta de que una actividad desarrollada tradicionalmente por hombres resultaba favorable para ellos. Los perfiles de liderazgo saturados de recursos expresivos asociados a roles de género, las reuniones informales entre “colegas” hombres donde se toman decisiones o se intercambia información importante, y en los que ocasionalmente participan ellas, generan esa proyección de las mismas como “invasoras de espacios”.

El tema de la igualdad de género en la política, por lo tanto, va más allá de la mera presencia. Pero para tomar conciencia de esto el feminismo tuvo que articular primero un debate en torno a la idea de representación y su conexión con la política de la presencia. Si las mujeres constituían el 50% de la población y en las instituciones del Estado que “representan” a todos su presencia era anecdótica, parecía evidente que se estaba produciendo un fallo sistémico vinculado con una desigualdad estructural de género, pero también con la forma de entender la idea de representación.

La voz y la presencia

La abrumadora brecha entre la presencia de hombres y mujeres en foros e instituciones públicas y privadas abrió el camino al enfoque teórico de la política de la presencia, que Anne Phillips desarrolló en The politics of presence (1995). En Iustitia interrupta (1997), Nancy Fraser advirtió esa misma brecha de género en lo que definió como “las vías de interpretación y comunicación de la sociedad”, y mostró que esas vías estaban determinadas por una dominación masculina. Que el promedio de mujeres en parlamentos nacionales fuera del 11.3% indicaba que la mitad de la población no estaba presente de forma proporcional en los procesos que daban lugar a la toma de decisiones y, por tanto, no había equidad a la hora de establecer la agenda pública y de incluir el mayor número de intereses y necesidades en las deliberaciones que tenían lugar en el ámbito público.

Pronto, la política de la presencia fue un tema clave de los principales debates sobre las teorías de la justicia. La exclusión de la voz pública de las mujeres minaba principios básicos de justicia porque la mitad de la población estaba infrarrepresentada en procesos que daban lugar a decisiones fundamentales en todos los niveles de las escalas de la democracia, y que afectaban la vida de todos los ciudadanos.

Había dos formas de acercarse al fenómeno de la representación de las mujeres. Una distributiva, que analiza el modelo de repartición de puestos de trabajo, y otra no distributiva, que tiene que ver con el cuestionamiento de la asociación consciente o inconsciente de muchas ocupaciones o trabajos con características masculinas. En realidad, no tenía sentido disociar esas dos formas de aproximarse al mismo fenómeno.

La aproximación no distributiva: mujeres en espacios masculinos

¿Qué implicaba detenerse en esas asociaciones conscientes o inconscientes de ciertas ocupaciones con características masculinas? Este enfoque era importante porque suponía tomar conciencia de la carga cultural y valorativa que viene asociada a determinadas ocupaciones y de lo complicado que es para las mujeres ejercerlas.

Las instituciones y foros públicos están “saturados de género” en el sentido de que las construcciones sociales sobre lo masculino y lo femenino acaban integrando la propia lógica institucional. Esa lógica institucional expresa en qué medida la experiencia de los individuos según su género determina las oportunidades y los obstáculos que impiden o dificultan la participación efectiva en dichas instituciones.

Por ejemplo, según han mostrado algunas investigaciones, 

((Por ejemplo Farida Jalalzai y Mona L. Krook, “Beyond Hillary and Benazir: Women’s political leadership worldwide”, International Political Science Review, vol. 31, núm. 1, 2010.
))

el régimen de género de la política privilegia un estilo de liderazgo combativo, agresivo y asertivo que se corresponde con roles específicamente masculinos. Estos roles asociados con la autoridad carismática que suelen exhibir los políticos hombres sitúan a las mujeres en una posición de desventaja. Cuando una mujer ostenta esos roles asertivos se produce una disonancia, una distancia entre aquello que se espera de una mujer “como mujer”, porque se ha naturalizado, y aquello que muestra para “encajar” en un ámbito donde esa forma de comportarse está determinada por roles masculinos. Lo irónico es que si muestra roles asociados con comportamientos masculinos puede parecer una mujer enfadada o poco empática, como suele caracterizarse a Clinton, pero si exhibe apasionamiento puede quedar automáticamente invalidada en un debate.

Pensemos en las elecciones presidenciales francesas que Ségolène Royal disputó contra Nicolas Sarkozy en 2007. Sarkozy se preocupó siempre por mostrarse como un hombre de Estado, como el presidente de la República recto y responsable que Francia necesitaba. Esa virtud viril distanciada de la emoción se afianzó cuando Sarkozy pidió a Royal durante el transcurso de un debate que templara sus nervios, a lo que ella replicó: “Yo no pierdo los nervios. Estoy enfadada. Hay cóleras útiles. Tengo mucha sangre fría. Me ponen furiosa las injusticias y las mentiras.” Esa contestación acabó proyectando una imagen masculina de Sarkozy más reforzada y más apta para ocupar un puesto al que se asociaba la carga simbólica de gestos y atributos relacionados con la masculinidad.

Los estudios feministas 

((Por ejemplo, Máriam Martínez-Bascuñán, “La explicación del pensamiento feminista a la formación de identidades de género”, Metamorfosis, núm. 4, junio de 2016.
))

siguen mostrando cómo las cualidades específicas que se vinculan a cada género reafirman una jerarquía perfectamente clara que establece la imagen general de unos y de otros en conformidad con roles tradicionales. Seguimos definiendo a las mujeres como sensibles y tiernas, mientras que a los hombres se los ve como dinámicos, asertivos e independientes. Curiosamente, la misma sociedad que fuerza en ellos esas visiones de sí mismos evalúa después a todos de acuerdo con estándares en apariencia imparciales que definen el éxito social, o el éxito en política, según capacidades que tienen que ver con roles de socialización específicamente masculinos. El resultado es lo que Adrian Piper denomina “discriminación de orden superior”: 

((Adrian Piper, “Higher-order discrimination”, Center for the Study of Ethics in Society Papers, 1990.
))

se menosprecian atributos que en otras personas se considerarían positivos porque están vinculados naturalmente a esas personas. La asertividad es un signo de buen carácter en general, pero si se encuentra en una mujer se puede transformar en estridencia: una mujer asertiva es una persona “mandona”.

En política, las mujeres experimentan el peso de una cultura que impone un rol sobre ellas y, por lo tanto, una expectativa en función de ese rol, y al mismo tiempo se las evalúa en abstracto a partir de aptitudes que pretenden ser neutrales, pero que tienen una gran carga cultural y valorativa. Esta carga valorativa hace que la figura del político por antonomasia sea la de un hombre, y que el espacio político sea el territorio privilegiado de los hombres. Cuando las mujeres irrumpen en la esfera política, señala la socióloga Nirmal Puwar, 

((Nirmal Puwar, Space invaders: Race, gender and bodies out of place, Oxford/Nueva York, Berg Publishers, 2004.
))

son tratadas como “invasoras de espacios”. Las críticas, los comentarios y las descalificaciones referidos a ellas tienen que ver en primer lugar y por regla general con su “condición femenina”.

Garantizar la presencia: el debate sobre las cuotas

La discusión sobre la presencia de las mujeres en espacios políticos tuvo irremediablemente que centrarse también en la discusión sobre las cuotas, sobre si eran justos o no los programas de acción afirmativa que daban preferencia a las mujeres para igualar oportunidades.

Se trató de un debate controvertido porque, como explicaba Iris Marion Young en La justicia y la política de la diferencia (1990), se planteaba en el seno de un paradigma liberal que entiende que las posiciones deben distribuirse conforme al mérito, midiendo la competencia técnica individual de las personas. Desde ese punto de vista se confieren las posiciones más competitivas a las personas que “por sus propios méritos” se juzgan como las más cualificadas de acuerdo con reglas imparciales que “aseguran” la competencia.

Esto quiere decir que, mientras se produce una discriminación sistémica que perjudica estructuralmente a las mujeres, la evaluación sobre sus capacidades o sus méritos se pretende hacer desde la “valía individual”. Siguiendo la lógica de este razonamiento, si más del 80% de los miembros de la Real Academia Española son hombres, la explicación se busca en la valía individual de las escritoras. Si no hay más escritoras es porque ellas no lo valen, de manera que se pone la carga de la prueba sobre quienes sufren la discriminación.

Una aplicación del principio del mérito desde ese paradigma liberal que se entiende ciego a las diferencias implica aceptar que es posible identificar, medir o comparar la actuación individual con criterios que sean culturalmente neutrales. La pregunta es si esto es posible en una sociedad “saturada” por una cultura sesgada conforme al género. Es obvio que no. Es imposible usar criterios normativamente neutrales o del todo imparciales. La cuestión central es quién decide cuáles son las aptitudes adecuadas, es decir, quién tiene el poder de tomar decisiones, y cómo se valoran dichas aptitudes.

El debate sobre la discriminación positiva obligó a ofrecer argumentos para afrontar las cuestiones éticas que en apariencia planteaban estas medidas. En su favor se esgrimieron básicamente cuatro argumentos.

En primer lugar, las reglas de acción afirmativa podían entenderse como una compensación por prácticas discriminatorias pasadas. Era necesario establecer medidas de reparación por una historia de discriminación contra las mujeres que continuaba privilegiando a los hombres en esa competencia por posiciones sociales mejor valoradas y reconocidas. Los críticos señalaban que aquellos que se benefician no son necesariamente quienes han sufrido esa discriminación pasada. La pregunta que esgrimieron las feministas entonces fue si una sociedad debe incurrir en obligaciones solo desde una posición individual o si hay obligaciones que nos corresponden por ser miembros de comunidades con una historia semejante.

En segundo lugar, las feministas plantearon que quizás lo conveniente sería aceptar que las medidas de acción afirmativa producen discriminación. En el contexto de la justicia de género, se decía, el principio de no discriminación no es el que tiene la primacía moral absoluta. Para evitar una discriminación inconsciente es necesario combatirla con una discriminación consciente que asegure un bien superior al de la no discriminación: el de la no opresión por razón de género.

El debate sobre la no discriminación ofrecía otra falacia. Con el principio de no discriminación se trataba de equiparar la idea de igualdad con la de identidad. La réplica consistió en redefinir la igualdad como participación e inclusión antes que como igualdad de trato. Ser iguales a los hombres implicaba tener las mismas oportunidades de participación e inclusión en las instituciones y posiciones sociales, y esto, a veces, se conseguía de una manera más eficaz por el trato diferencial.

El feminismo, por último, tuvo que hacer frente a la falacia del mérito. Lo que una sociedad debía cuestionar era la premisa habitual de que el éxito premia la virtud, de manera que los ricos son ricos porque se lo merecen más que los pobres. A partir de un planteamiento rawlsiano se comenzó a desligar el debate sobre la justicia del merecimiento moral: los roles de socialización de género procuran un desarrollo distinto de capacidades en hombres y mujeres. No es obra nuestra que vivamos en una sociedad que recompensa los puntos fuertes que forman parte de la socialización típica de los hombres, como no lo es que premie, por ejemplo, el mero hecho de jugar bien con un balón de futbol. Eso mide más la suerte que la virtud individual. En línea con los planteamientos de filósofos como Michael Sandel en Justicia. ¿Hacemos lo que debemos? (2009), comenzó a cuestionarse la idea de que el éxito individual es un reflejo de la virtud individual. Además de ser un argumento tramposo, la persistencia en esta idea obstaculizaba la solidaridad social: “cuanto más consideremos que el éxito es obra nuestra, menos responsables nos sentiremos de aquellos que se quedan atrás”.

Poco a poco, las medidas de acción afirmativa que promocionaban la presencia de mujeres en foros públicos, ocupaciones e instituciones políticas quedaron fuera de discusión. La política de la presencia se vinculó entonces con la calidad y el desarrollo de los sistemas democráticos.

Más presencia, más democracia

La política de la presencia puso de manifiesto la ceguera de las instituciones a la hora de incluir experiencias diferenciadas, estilos distintos y nuevas perspectivas en la agenda política. Con su libro Beyond adversary democracy (1980), Jane Mansbridge fue una de las autoras pioneras en demostrar que los espacios formalmente democráticos acaban promoviendo experiencias y perspectivas de hombres blancos que asumen el rol de autoridad con más facilidad que otras personas y que tienen más práctica en el habla persuasiva. Incorporar las voces de las mujeres no solo implica integrar sujetos anteriormente excluidos y, por tanto, mitigar prejuicios presentes en foros públicos y en quienes toman las decisiones. Además ayuda a promocionar una agenda política más plural y facilita que todas las necesidades e intereses sean escuchados y reconocidos en las deliberaciones democráticas.

Mansbridge afirma que esa expresión pública de necesidades y la obligación de tener que defenderlas frente a otros argumentos facilita la rendición de cuentas públicas indispensable en democracias parlamentarias. Dar publicidad a ciertos argumentos obliga a que el “yo quiero” tenga que formularse en términos de un “yo tengo derecho a” y, por tanto, obliga a transformar intereses particulares en reclamos objetivados de justicia.

Las personas tienden a afirmar su perspectiva particular como la perspectiva universal. A menos que estén obligadas a enfrentarse a otras opiniones, suelen pensar que su perspectiva individual es la perspectiva general. Al escuchar la voz de otras personas que de otro modo, y debido a su posición de privilegio, quizás jamás escucharían, deberán defender sus planteamientos y aumentar su conocimiento social.

La filósofa Iris Marion Young desarrolló la teoría del “conocimiento social” en Inclusion and democracy (2000) para poner de manifiesto que hay perspectivas sobre relaciones y hechos sociales que no pueden desligarse de sus experiencias vitales diferenciadas. Pero ¿cómo encaja esto con los modos de representación?

De acuerdo con Young, ver a más mujeres rompe con aquellas ideas sociales que, de forma natural, atribuyen espacios a determinados sujetos. Pero lo importante no es la presencia en sí, lo fundamental es el conocimiento social derivado de las experiencias sociales que las mujeres tienen por el hecho de serlo.

Pensemos en la reforma de la ley del aborto de Alberto Ruiz Gallardón, el ex ministro de Justicia de España. Lo llamativo de esa reforma no fue la crítica de la oposición, ni de los colectivos feministas, sino la que hicieron las mujeres que pertenecían al mismo partido de Ruiz Gallardón. Su mayor capacidad de empatía, o el conocimiento social sobre la experiencia del embarazo, influyó de manera decisiva para frenar a un ministro de su mismo partido.

El representante puede representar intereses, opiniones y perspectivas. Cuando hablamos de intereses y opiniones no está claro que opere esa división de género; por lo general, una mujer conservadora no tiene los principios, los valores ni los intereses de una mujer progresista. Pero al entrar en el terreno de las perspectivas sociales con base en el género comprobamos por qué esas experiencias dotan a las mujeres de un conocimiento sobre instituciones, hechos, prácticas y relaciones sociales que son distintos a los de los hombres y que pueden tener una base común sin necesidad de acudir a argumentos esencialistas. El “usted lo piensa así porque es mujer” se transforma en un “usted tiene un mejor conocimiento de ese tema porque lo ha experimentado como mujer”. La lógica de la representación deja de entenderse desde el punto de vista de la identidad y se comprende en términos de experiencias sociales diferenciadas que proceden de una desigualdad estructural de género.

Toda esta bibliografía feminista ha logrado un consenso socialmente aceptado en torno a políticas públicas que promocionen y garanticen la presencia de mujeres en foros e instituciones públicas. Después de que el tema de la presencia finalmente se ha asumido como necesario desde el punto de vista de una justicia social que garantice la equidad de género no queda claro, sin embargo, que más presencia garantice más cuotas de poder.

La respuesta es obvia: en la medida en que siga existiendo una masculinidad institucionalizada en términos de roles y prácticas informales, que haya más mujeres en política no conllevará que estas tengan más poder. Incluso, aunque aparentemente lo tengan, será más fácil destruir su carrera política, como sucedió hace algunos meses con Dilma Rousseff, de cuya valía es difícil dudar. Por desgracia sigue vigente la premisa de Françoise Giroud de que la mujer solo será igual al hombre el día en que se designe a una mujer incompetente para un puesto importante. ~

 

+ posts

Es profesora de ciencia política en la Universidad Autónoma de Madrid. Escribe en El País y Agenda Pública


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: