Israel: Hoy y mañana

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El proceso de paz entre israelíes y palestinos que empezó hace siete años en Oslo murió junto con las decenas de víctimas de la ola de violencia que se desató en Israel a fines de septiembre. En la agenda quedaron sin resolver el problema del retorno de los refugiados palestinos que salieron de Israel en 1948 y el estatus futuro de Jerusalén.
Ahora, habrá que encontrar una nueva estrategia de negociación, otras metas y diferentes intermediarios. A corto plazo, estas tareas son prácticamente imposibles. El fracaso de la reunión de julio en Camp David, la segunda intifada y el cambio de gobierno en los Estados Unidos destruyeron el escenario que había permitido el avance de las negociaciones palestino-israelíes.
     El líder palestino Yasser Arafat carga con la responsabilidad del rompimiento de las pláticas en Camp David. Rechazó el generoso ofrecimiento del primer ministro israelí Ehud Barak, que cedía a los palestinos la soberanía de facto sobre los barrios cristianos y musulmanes de la vieja ciudad de Jerusalén. Asimismo, Barak abrió la puerta a una soberanía compartida sobre el Monte del Templo y a la posibilidad de establecer la capital palestina en los suburbios de la ciudad. El paquete incluía, por supuesto, el establecimiento de un Estado palestino y la resolución de la agenda pendiente.
     Al romper las negociaciones e insistir en el establecimiento de la capital de Palestina dentro de Jerusalén, Arafat prolongó innecesariamente el establecimiento de un Estado propio: la causa principal de la inmensa frustración que llevó semanas después a centenares de palestinos a confrontar al ejército israelí y escenificar un cruento ritual de la muerte. La violencia lo desbordó y lo obligó a pactar con las organizaciones más agresivas y radicales del espectro político palestino, entre ellas Hamas y Tanzim, las grandes ganadoras de la intifada. Arafat, por el contrario, es hoy un líder mucho más débil que en julio.
     Barak perdió a varios de sus socios en la coalición gobernante en el momento en que decidió viajar a Camp David. Puso todo su capital político en las manos de Arafat bajo el falso supuesto de que el palestino no podría rechazar sus ofertas. La deserción de ese extraño partido especialista en el chantaje político, llamado Shas, y de la principal organización que representa a los inmigrantes rusos puso al gobierno al borde del abismo. A su regreso, Barak se dedicó a cortejar a Ariel Sharon, el líder del partido derechista Likud, para conformar una nueva coalición gobernante. Permitió que visitara, fuertemente custodiado, la plazuela del Monte del Templo enfrente de la mezquita Al-Aksa. Más grave aún, ordenó a la policía reprimir con lujo de violencia a los palestinos que protestaron a pedradas por la visita de Sharon. Las fuerzas de seguridad israelíes mataron el 28 de septiembre a cinco palestinos, y con ello estalló la reciente intifada.
     Ehud Barak cometió entonces otro error definitivo. Frente a la estrategia palestina de colocar en la vanguardia de las protestas a jovencitos desarmados, debió pedir la intervención de fuerzas internacionales y evitar no sólo la dolorosa muerte de decenas de niños, sino el desprestigio internacional que cayó sobre Israel. Aunque no se ha aliado con el Likud y Shas le ha dado un apoyo temporal, Barak tendrá que convocar elecciones tarde o temprano. No es ya el líder israelí que pueda negociar con los palestinos.
     Lo mismo sucede con el presidente norteamericano. Clinton abandonará en enero la Casa Blanca. Ningún lame duck —como llaman los norteamericanos a los presidentes que van de salida— tendría fuerza para imponer un acuerdo entre palestinos e israelíes. Por lo demás, el poder de persuasión norteamericano se ha desgastado entre los árabes a partir de Camp David, porque Clinton responsabilizó a Arafat por el fracaso de la negociación.
     Es imposible predecir quiénes serán los nuevos negociadores en el Medio Oriente. Pero no se necesita una bola de cristal para prever lo que sucederá si en los próximos meses el electorado israelí, crecientemente polarizado, lleva al poder a un Likud encabezado por Sharon o, peor aún, por Benjamín Netanyahu. Muy probablemente, la derecha israelí adoptaría la estrategia definitiva y trágica que enunció hace días Barak: la "separación" de Palestina e Israel. Aunque los israelíes dejarían por inacción que se estableciera el Estado palestino, éste nacería como una entidad paupérrima. Las economías de Israel y Palestina están profundamente entrelazadas. Pero los israelíes perderían poco con el divorcio: tendrían que conseguir tan sólo nuevas fuentes de mano de obra. Para los palestinos sería, por el contrario, una tragedia. Su economía es veinte veces menor que la israelí; cien mil palestinos que laboran en Israel producen un quinto del ingreso total de Palestina y 79.98% del comercio palestino va a Israel. La intifada ha privado a los palestinos de ese ingreso y ha transformado a centros comerciales, casinos e industrias conjuntas en construcción en campos de la muerte, cascarones vacíos que enmarcan los enfrentamientos entre palestinos e israelíes. Los palestinos no pueden, por lo demás, apelar a sus hermanos árabes para salvarlos del desastre económico. Los países árabes que presionaron tan negativamente a Yasser Arafat para que rechazara los ofrecimientos de Barak en Camp David no han transitado nunca del apoyo declarativo —que no cuesta nada— al económico. Basta ver las cifras de su comercio con Palestina. Jordania, el segundo socio comercial de Arafat, absorbe apenas en 2.39% de las exportaciones palestinas, y Egipto aún menos: 1%. No sorprende que la amenaza de separación planteada por Barak haya provocado una inmensa sorpresa y rechazo aun entre los palestinos más radicales y que haya sido calificada por comentaristas israelíes (cuya prensa es ejemplarmente libre y plural) como una versión del apartheid sudafricano.
     En el otro extremo, y a mucho más largo plazo, se ha planteado una alternativa mejor: el establecimiento de un solo Estado democrático que incluiría a Cisjordania y a Gaza. Palestinos e israelíes serían ciudadanos con derechos iguales; habría dos idiomas oficiales —el árabe y el hebreo— y una única soberanía compartida. En suma, un solo Estado y una sola capital —Jerusalén— para dos naciones (Robert A. Levine, "See Israel as a Jewish Nation-State, More or Less Democratic", International Herald Tribune, noviembre 7, 2000, p.8). Para ello, ambas partes tendrían que hacer inmensas concesiones, impensables en el clima de odio actual, pero posibles en el futuro. Los palestinos tendrían que aceptar lo que evidentemente no han podido aún digerir: el derecho de los judíos a vivir en Israel. Los israelíes tendrían que asumir la responsabilidad por el pecado de origen de su Estado —haber actuado como si retornaran a un territorio vacío: que los palestinos tienen derecho a vivir en Israel. Los israelíes tendrían que sacrificar el concepto de un Estado exclusivamente judío; los palestinos, su nacionalismo excluyente, el recurso a la violencia y el fanatismo que han inculcado a toda esa generación que escenificó la segunda intifada.
     Ambos tendrían que optar por el modelo norteamericano: un Estado que creó una nación que incluye a todos, y desechar el europeo, modelo de los sionistas provenientes del Viejo Continente, en donde la nación define a cada Estado. El primero es plural; el segundo ha tendido siempre a suprimir a sus minorías. Parece un sueño de opio, es cierto, pero podría ser la salida más viable para palestinos e israelíes a largo plazo.
     Hay, por supuesto, innumerables escenarios intermedios y más probables que el anterior. Uno de ellos es el mantenimiento del status quo. Frente a esta opción, cabe preguntar: ¿por cuánto tiempo? ¿Cuánto tendrán que esperar los israelíes para el estallido de la tercera intifada y para una nueva diáspora voluntaria de sus mejores ciudadanos, hartos de violencia? ¿Cuánto tiempo aguantarán los palestinos el hacinamiento y la miseria de su pueblo y el sacrificio terrible e inútil de niños "mártires"? La respuesta es obvia: muy poco tiempo. Por ello, el escenario intermedio más viable es, sin duda, el nacimiento de un nuevo Oslo que permita, por fin, el establecimiento de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania. Una entidad dividida y desmilitarizada: única posibilidad de que los palestinos no descarguen una y otra vez su frustración sobre los israelíes. Israel tendrá que sacrificar a la porción más odiosa de sus fundamentalistas: los pobladores que, cegados por el espejismo mesiánico de recuperar Judea y Samaria —la actual Cisjordania—, han establecido asentamientos dentro del territorio del futuro Estado palestino. Estas colonias han prolongado innecesariamente las negociaciones de paz y son insostenibles política y militarmente en cualquier escenario futuro. A más corto plazo, Israel deberá vencer su justificada desconfianza en la ONU y pedir el despliegue de cascos azules entre israelíes y palestinos. Única manera de evitar más pérdidas humanas en la zona.
     Por su parte, los palestinos deberán aceptar que el retorno a Israel de cientos de miles de aquellos refugiados árabes que salieron en los años cuarenta es simplemente imposible. Y sacrificar la posibilidad de establecer su capital dentro de Jerusalén a cambio de paz, un Estado propio y un creciente intercambio económico con Israel, que eleve el nivel de vida de los palestinos y acabe de una vez por todas con la frustración y la violencia. –
— 10 de noviembre de 2000

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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