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Foto: Artur Widak/NurPhoto via ZUMA Press

Irlanda del Norte: un fantasma que avanza entre escombros

El patriotismo que se transmite de generación en generación, así como las condiciones impuestas por el Protocolo sobre Irlanda e Irlanda del Norte respecto al Brexit, han abierto la puerta a protestas violentas que forman parte de la historia del Ulster.
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Ante un panorama desalentador después del Brexit, donde las comunidades rezagadas aumentan y hay pocas puertas abiertas para los olvidados, el patriotismo ofrece la posibilidad de formar parte de algo mayor. En Irlanda del Norte, jóvenes cuyas vidas están condenadas a una miseria melancólica y violenta, adoptan la causa (la unionista o la nacionalista) como una misión que comienza pronto. En los disturbios del 9 de abril pasado había menores activamente apoyados y entrenados por adultos. El patriotismo se transmite de una generación a la siguiente, es el río subterráneo que atraviesa Irlanda del Norte y que anima a la juventud, abriéndole la puerta de la protesta pública violenta que también forma parte de la historia ancestral del Uldah, como se le llama en gaélico al Ulster.

“Sacarlos de la isla y quemarles las casas”, explica el muchacho ante la reportera que lo interroga sobre su participación en el zafarrancho.

Los tratados no son cuentos de hadas. El 9 de abril, la juventud encapuchada probó la plenitud al servicio de la patria. Durante nueve días, los jóvenes agitaron las calles ahumadas y grises, corrieron frente a los restos de automóviles quemados, junto a paredes pintarrajeadas. El de los jóvenes en Irlanda del Norte es un mundo dilapidado. La pobreza y el desempleo imponen un aburrimiento feroz que cobró 74 heridos, que se suman a las 3,600 víctimas de disturbios pasados. La revuelta rechaza el Protocolo sobre Irlanda e Irlanda del Norte, debido a que los unionistas se sienten separados de la patria por una frontera que les impone procedimientos aduanales para importar productos alimenticios. Las salchichas han recibido especial atención.

La frontera física en la isla no solo es difícil de establecer geográficamente, sino que, además es intrincada, favorece el contrabando y aumenta la fricción entre los unionistas, que se sienten traicionados por Boris y asediados por la República de Irlanda. Su situación es crítica porque el Mar de Irlanda ya no es un puente sino una frontera. Si la geografía se impusiera no habría conflicto, pero en Irlanda del Norte la lucha en nombre de la patria revisa la aciaga historia de su condición enemiga e invade la calle, marchando al compás de los enormes tambores de Lambeg que cimbran la atmósfera. Los hombres desfilan enfundados en trajes oscuros, multiplicación de bombines y paraguas, un contingente fantasmagórico. Parte de la ruta del carnaval civil pasa por barrios católicos, y nada ha convencido a los unionistas de alterar un camino que consideran suyo por principio. Cada verano se escenifica el choque con los nacionalistas por cuestiones como la ruta de la marcha, que representa la última batalla por la nación. La testosterona es el combustible del patriotismo que, aleccionado por la historia, afirma un precedente de legitimidad tendido al pasado inescrutable. El pasado es un proyectil en manos del manifestante que arroja la botella incendiaria contra la policía, la cual responde con cañones de agua. Algún energúmeno se prendió fuego y corre dando alaridos.

La refriega recuerda escenas vividas hace 23 años, cuando el Acuerdo de Viernes Santo, como también se conoce el Tratado de Belfast, contuvo el rencor y dio poderes de representación a la Asamblea cuya sede intermitente está en Stormont, Belfast. Hace poco el gobierno parecía al borde de un nuevo colapso debido a la volubilidad del Partido Unionista Democrático (PUD) en la elección del nuevo líder, en su caída y la elección de Jeffrey Donaldson como sucesor, de quien depende ratificar a Paul Giban como primer ministro de Irlanda del Norte. La ansiedad no cede ante lo que los unionistas perciben como una amenaza a sus derechos. La salchicha se vuelve símbolo de la pertenencia al Reino Unido, es el fetiche que alimenta la ilusión de reciprocidad que el tratado firmado por Boris traiciona.

“Ustedes tranquilos, muchachos. El Reino Unido siempre mantendrá su soberanía intacta. Entre nosotros nada de fronteras, ¿eh?”

Eso aseguró Boris el 12 de marzo en una visita que aprovechó para demostrar que contaba con el apoyo de Arlene Foster, entonces primera ministra de Irlanda del Norte. La verdad era otra y entrañaba una frontera cuya dureza dependía del tipo de Brexit que el RU negociara con la UE. Su opción fue un Brexit duro, ajeno a cualquier concesión a Europa. Tal “pureza” ideológica exige arduas negociaciones que recuerdan el ritmo del proceso del Brexit, hasta la firma del acuerdo que ahora se rechaza debido al Protocolo que establece la frontera en el Mar de Irlanda. 2021 confirma la precariedad del Ulster y sus seis condados (Antrim, Armagh, Down, Fermanagh, Londonderry y Tyrone) como topografía de la violencia.

“Para defendernos. Quieren quitarnos lo nuestro.”

Aunque vaya encapuchada, la turba es reconocible. Su lealtad al Reino Unido ha sido despreciada, su religión agostada, su existencia un último reducto de reivindicaciones anacrónicas. Son los olvidados que corren en círculos obcecados con lo que les han enseñado a ver como justicia, indisociable de la revancha. Para alimentar a la patria hace falta mantener la herida abierta y echarle sal. 

Los disturbios del 9 de abril precedieron la caída de Arlene Foster y el centenario de la región pasó desapercibido por los disturbios. Edwin Poots, sucesor de Foster, batió el récord de fugacidad en el cargo, en el que duró 21 días. De él podrá decirse que la brevedad fue su mayor virtud, al contrario del Protocolo que llegó para quedarse. Además de las restricciones burocráticas que impone al comercio, el Protocolo potencia la ansiedad constitucional de un espacio dividido entre el Reino Unido al que pertenece y la Unión Europea, con la que colinda.

Los recientes conflictos no solo recuerdan los excesos de la época conocida como “los Problemas” (1968-1998), sino que llaman la atención sobre las carencias de la administración unionista. Hay pocas cosas de las cuales enorgullecer durante el siglo. Ningún político unionista quiere discutir las áreas en las que hay retrasos evidentes. La principal es la educación. A pesar de que el Tratado de Belfast prevé el establecimiento de escuelas laicas y mixtas, las que existen son más bien la excepción: predominan las escuelas sectarias, donde el abecedario se aprende con miedo. El papel integrador de las escuelas mixtas y laicas podría fortalecer la diversidad, transformando un panorama de confrontación en una comunidad que dialoga.

Las protestas en Belfast reflejaron la ansiedad de una población amenazada por el desplazamiento social y vulnerable políticamente. El rechazo del Protocolo les presta una voz colectiva y los articula contra lo que antes se promoviera como medida positiva para evitar la frontera en la isla, ahora inadmisible para grupos extremistas que limitan los alcances del PUD. Por un lado, sus líderes deben al menos verbalmente adoptar sus reivindicaciones, mientras por la otra el Protocolo no desaparecerá a fuerza de conjuros electorales. Jeffrey Donaldson, el actual líder, debe hacerlo funcionar.

La intimidación contra el personal de aduanas, el grafiti en los muelles abandonados y en las calles escorchadas por las bombas de gasolina, forman parte de una advertencia que usó una nueva marcha el 12 de julio para presionar. El autobús de dos pisos rodando en llamas cuesta abajo es una advertencia espectacular. Rechazar el Protocolo es reaccionar contra una sociedad que no se defina exclusivamente por ser británica o irlandesa, ni por ser unionista o nacionalista, es decir, contra una sociedad que no quiere ser tribal. Los votantes insatisfechos con la política de identidad militante y el rechazo a los extremos favorecen una tercera vía en el Partido de la Alianza de Irlanda del Norte, que ofrece una alternativa civilizada y conciliatoria.

La gresca de abril fortaleció un proceso que posterga la frontera y sirve para presionar a la UE mediante la aplicación del artículo 16 del acuerdo, que permite a los miembros anular sus compromisos. El proceso tortuoso y desapacible para justificar las decisiones del gobierno británico comienza con la desestabilización de Irlanda del Norte. En este clima de desencanto, el PUD ha dejado de ser el partido preponderante en Irlanda del Norte. En cambio, Sinn Féin ha crecido hasta disputar la primacía, así que unas elecciones cercanas podrían ser desfavorables al PUD. La inquietud permanente de saberse prescindibles para el Reino Unido y para la República de Irlanda, cuya economía no parece en condiciones de sostener el ensueño nacionalista, hace del Ulster un territorio indeseable.

En este contexto, el estatus de la lengua irlandesa añade tensión a la ansiedad unionista, que percibe esta reivindicación lingüística como un insulto a su soberanía inglesa. La cuestión lingüística simboliza para los unionistas un reclamo que acota sus derechos. El posible referéndum sobre la unificación de la isla, favorecido por Sinn Féin, es el fantasma que avanza entre escombros calcinados. La posibilidad de que tanto Irlanda del Norte como la República de Irlanda sean gobernadas por ese partido exacerba a los grupos paramilitares hoy, como cuando ocurrió la partición, hace un siglo.

La revuelta de abril forma parte de un proceso que terminará extinguiéndose cuando el Ulster acepte una identidad en construcción que por el momento tiene mucho de laberinto. En Frontiers of writing, un ensayo de 1981, el poeta Seamus Heaney habla de la capacidad unificadora de la poesía, de su responsabilidad para moldear el futuro y de la respuesta del poeta, cuya voz debe servir como hilo de Ariadna. Cada 12 de julio, los unionistas se arreglan como Chaplin, pero en serio. Salen a la calle para festejar la Batalla de Boyne, que en 1690 decidió la primacía de los protestantes sobre los católicos y el establecimiento del imperio. Los correligionarios abandonan sus hogares orgullosos y emocionados de ser actores de la historia, pero este año marcharon por calles menos suyas, y su desfile tienen un toque de ajada excentricidad.

Pero la patria no admite medias palabras, y a los 14 años es fácil entregársele y entender el mundo desde ese punto de vista en el que siempre existe un enemigo. Algo tiene la patria de conspiración, una pertenencia que reúne, una secta. Vale la pena recordar la función que Heaney otorga y espera de la poesía, porque no ha perdido su urgente actualidad para dejar auténticamente detrás la gravedad de los conflictos binarios en favor de la gracia liberadora.

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