Foto: Matias Basualdo/NurPhoto via ZUMA Press

Incertidumbre y esperanza

Tras el plebiscito, toca moderar las expectativas y quitarle a la constitución esa aura de palabra milagrosa; toca elegir constituyentes capaces de acordar un texto fundador sensato y pragmático, que interprete las distintas visiones al interior de la sociedad chilena.
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En el plebiscito del domingo, en Chile, un 78.3 por ciento aprobó la idea de elegir una Convención que redacte una nueva Constitución. Esta posibilidad emergió de un acuerdo de casi todos los partidos políticos, a propuesta del presidente Sebastián Piñera, que se suscribió en la madrugada del 15 de noviembre del año pasado. Bien temprano en la mañana de ese viernes 15, en la radio T13, le dije al conductor del programa, Iván Valenzuela, que votaría por las opciones “apruebo” y “convención constituyente”. Esto en oposición a votar “rechazo” y “convención mixta”, es decir, mitad elegidos por los ciudadanos y la otra por los parlamentarios. Mi voto sería por una convención electa íntegramente por los ciudadanos. La verdad es que me salió de las tripas. No lo pensé. Fue un reflejo, una reacción instintiva, algo completamente visceral. Supongo que a muchos miles les pasó algo parecido.

Nada de lo ocurrido después me haría cambiar de opinión: ni el argumento de la incertidumbre, ni el riesgo de un decálogo de ilusas aspiraciones socioeconómicas que después se querrá hacer efectivas en los tribunales, ni el de un amasijo de normas inconsistentes, ni el de un régimen político inoperante o –peligroso– casi sin división de poderes, ni el de la abolición de instituciones a mi juicio valiosas –la segunda vuelta electoral o la independencia del Banco Central, por ejemplo– ni el de la dificultad de la tarea para constitucionalistas quizá mal preparados para ella, ni el de las presiones insoportables que se ejercerán sobre ellos desde las redes sociales. Tampoco los argumentos de la violencia: ni las frecuentes barricadas callejeras con sus fogatas –incluso en la esquina de mi calle– ni los saqueos de las tiendas grandes y chicas, ni –hace unos días– las lenguas de fuego devorando la cúpula de una iglesia hasta derribarla.

Solo después, claro, he ido masticando razones. Y lo hecho con cierta culpa, por no haber pensado bien “antes de decidir mi voto”. Ya he confesado que no decidí nada. No sé por qué fue así. Pero así fue.

¿Razones? Bueno, varias. Va una. Hace algunos años había escrito, como muchos, sobre la ilegitimidad de la constitución vigente. Su pecado original, pienso, era irredimible. Las constituciones de muchos países han tenido un origen ilegítimo y se han legitimado sobre la marcha, no hay duda. Pero en el caso particular de esta constitución, nacida bajo el mando de Augusto Pinochet –más o menos así discurría mi argumento– aunque se la haya reformado cincuenta veces siete (en realidad se la ha reformado algo así como 50), funcione bien o no, nunca dejará de dividirnos, nunca permitirá olvidar su origen. Y las nuevas generaciones, tarde o temprano, se liberarán de ella.

Dice Laclau que hay circunstancias en las que, habiendo una pluralidad de demandas distintas, específicas, sectoriales, de pronto alguna de ellas se transforma en metáfora de todas. Ocurrió tal cual. Las demandas por mejores pensiones, mejor salud, mejor educación, más igualdad, más dignidad, y tantas más, así como las denuncias –contra la colusión, contra el calentamiento global, contra el patriarcado, contra las violaciones a los derechos humanos por parte de la policía, en fin– en algún momento cristalizaron en la nueva constitución. Y esta se transformó en metáfora de todas las demás.

Las demandas que urgen son, antes que nada, socioeconómicas. Era así desde mucho antes de la pandemia; con mayor razón ahora. No hay que olvidar que desde hace siete años el PIB per cápita está estancado en Chile. En 1990 era de 4,500 dólares y en 2013 llegó a 22,439 dólares. Desde entonces, la cosa se trancó. La percepción de la población, según las encuestas, respondió a esta ingrata y nueva situación con un mínimo de rezago. Quienes pensaban que el país estaba estancado representaban un 46% en 2012 , 51% en 2014, 62% en 2015, 69% en 2017, alcanzando el 61% en mayo del 2019. Por su parte, los que creían que Chile estaba progresando pasaron de un 47% en 2013 a un 16% en 2017 y un 23% en 2019. (CEP, mayo, 2019).

No debe extrañar, entonces, que la propaganda vinculara las insatisfacciones socioeconómicas a una nueva constitución. Llenaron la franja televisiva con la campaña del plebiscito, hasta la exageración. En uno de los avisos televisivos aparecían niños en una escuela primaria, a los que la profesora entregaba una hoja en blanco para dibujar el Chile que queremos. La nueva constitución era, entonces, esa hoja en blanco en la cual diseñaríamos el país que nos gusta. Bastaría, como niños, escribir los deseos en el papel milagroso de la constitución, para que se hicieran realidad. Las palabras de la constitución, entonces, como la voz de Yavhé en el Génesis: “Dijo Dios: ‘Haya luz’, y hubo luz.” “Dijo la constitución: ‘haya pensiones dignas que satisfagan a todos’, y hubo pensiones dignas que satisficieron a todos”. ¿Eso? Toca ahora moderar las expectativas y quitarle a la constitución esa aura de palabra milagrosa.

Los jóvenes defraudados

Al salir de mi local de votación en el barrio de Providencia, estaba lleno de carteles con Augusto Pinochet en el centro de una mira telescópica. Las nuevas generaciones que nacieron en democracia y pegan esos carteles –motor tanto de las marchas y manifestaciones pacíficas como de los desmanes de la violencia– han sentido que también ellas podían participar en la lucha para transitar de la dictadura a la democracia. La larga sombra de Pinochet. Esa era la gesta de sus mayores. Pero cambiando la constitución, los jóvenes de hoy se incorporan a ella, hacen lo que los viejos hicieron a medias, luchan y terminar de vencer a Pinochet que, muerto, sigue todavía vivo y gobernando desde su constitución.

La juventud es sustancialmente más educada que sus padres y abuelos. Deben haber influido en el voto de sus viejos. Chile tiene una mayor proporción de estudiantes en la educación superior (90.9%) que Suecia (72.5%) o Francia (67.6%). (Unesco, 2018). ¿Necesitará más titulados en la universidad la economía chilena que la sueca o la francesa? El malestar de los jóvenes tiene su razón de ser. Va más allá de los desajustes, frustraciones y dolores propios de toda sociedad en proceso de modernización.

Por años, el Estado ha subsidiado fuerte la educación superior, entre otras cosas, a través de créditos blandos masivos (CAE) que, desgraciadamente, muchos después no pueden pagar. (el 23 de octubre publicamos, junto con Sergio Urzúa, un artículo sobre el tema en El Mercurio). Ya estudios de 2012 mostraban que un tercio de los graduados tenía retornos negativos, es decir, estarían mejor si hubieran entrado a trabajar directamente al terminar su enseñanza media. (Urzúa, 2012). La educación universitaria es un camino de progreso y movilidad social con tal que la economía requiera de esos titulados. Por eso los subsidios a los alumnos. Las autoridades políticas y la mayoría de los expertos insistían en el gran éxito que era la inmensa cobertura universitaria. Pero el Estado no supo controlar la calidad. Incluso premió a las universidades que graduaban a los beneficiarios de sus préstamos. El sueño de esos jóvenes era llegar a la universidad y lo lograron. Sin embargo, ese título universitario, descubrieron después, no aseguraba en absoluto encontrar un trabajo que correspondiera a lo que se estudió. Ellos y sus familias fueron defraudados por un Estado que alimentó una ilusión. Dostoievsky hablaba de un “proletariado de bachilleres”. ¿Habrá ahí una misteriosa conexión con el nihilismo?

Una encuesta hecha por estudiantes de Sociología de la Universidad de Chile en la “zona cero”, epicentro de las protestas pacíficas y violentas, mostró que un 42% de los manifestantes tenía título universitario y un 10.4%, posgrado.

Señalo solo una de las razones del malestar. Por cierto, hay muchas más. Tengo a la vista 17 libros sobre “el estallido social” del año pasado. Es claro que la juventud ha jugado un papel protagónico. Me parece que el más iluminador y profundo es El porvenir se hereda: fragmentos de un Chile sublevado, de Rodrigo Karmy (Sangría, 2019). La mirada es radical, de izquierda. El libro está escrito al fragor de lo que va aconteciendo: “El 18 de octubre debe ser visto como el día del triunfo popular. La asonada se inició en el subterráneo del Metro de Santiago para terminar expandiéndose a todo el país…” Karmy habla de “la violencia redentora” y sostiene que lo que se desató fue “un momento destituyente” que, como tal, “no cristaliza en un poder”; se trata de una “revuelta” o “asonada” que “no instaura, sino revoca.”

El orden constitucional vigente ha sido revocado. Y se abre ahora un amplio campo de posibilidades. La noche del 25, la coalición de la ex Concertación, el Partido Comunista y el Frente Amplio no pudieron acordar una celebración conjunta; lo hicieron cada cual por separado. Todavía lo que los une es la lucha contra Pinochet al que, como vimos, se derrota al borrar la constitución originada bajo su mando. El futuro, en cambio, los divide. Hay, por ejemplo, quienes quieren que la Convención Constituyente rompa con las reglas que la originaron y asuma el poder constituyente originario, que el Congreso se disuelva y la Convención Constituyente lo reemplace… A esas celebraciones partidarias llegó poquísima gente. El domingo la inmensa mayoría celebró repletando las plazas sin líderes, sin discursos. Por eso es tan difícil prever qué es lo que viene. El “momento destituyente” revoca, pero no tiene ni proyecto, ni dirigentes.

Nada está escrito en piedra

En pleno “momento destituyente” y “violencia redentora”, sucede que, según las encuestas, la figura política mejor evaluada es el mediático alcalde Joaquín Lavín. Estamos ante un legítimo “Chicago boy”, católico en la órbita del Opus Dei, de larga trayectoria política en la UDI –partido de derecha pro libre mercado y cuyo fundador fue el cerebro de la constitución actual–, que en 2005 casi derrota a Ricardo Lagos (quedó a 31 mil votos), que visita a menudo programas de televisión livianos y de alta sintonía popular y constantemente aparece con anuncios y programas edilicios muy concreto y vistosos. Hace unos meses se redefinió como “socialdemócrata” y se matriculó con el “Apruebo”. Lavín ha salido a disputar el centro con toda su indudable pero disimulada inteligencia, con su fino olfato político. Habla de inclusión social, de acuerdos, de moderación, de abandonar la violencia, de que el orden constitucional y el camino económico vigentes ya cumplieron, de que “el traje” sirvió para derrotar la pobreza, pero que una sociedad de clases medias necesita un “traje nuevo”, y cosas parecidas. Sonríe indefenso y con humildad frailuna. Su tono es tranquilo, suave, amable, sencillo, conciliador. Pero marca una línea y siempre hace noticia.

Nada está escrito en piedra. La situación es sumamente líquida. ¿Qué sucederá de aquí a la próxima elección presidencial del 21 de noviembre de 2021? Son meses que se harán muy largos. Surgen algunas voces aisladas, desde la derecha y desde la izquierda, que proponen adelantar esas elecciones presidenciales para abril próximo y hacerlas coincidir con la de los constituyentes. Eso liberaría la presión que soporta un gobierno exhausto y sin liderazgo político, que de hecho ha perdido el control de la agenda. Le permitiría a Sebastián Piñera irse dejando instalada la Convención, su legado, un camino para la paz. ¿Lo podrá ver así el presidente, o preferirá “cumplir su mandato”, arriesgando llegar a ser un rey sin corona? Por su carácter, le costaría allanarse a esta propuesta audaz, aunque es, al fin, hombre de cálculos fríos, pues ya le ha sucedido que ni siquiera tenga un tercio que le permita usar al menos el veto. Parlamentarios de su coalición lo han abandonado. ¿Cómo evitar que lo vuelvan a obligar a firmar leyes a las que se opone? Bueno, no hago pronósticos; solo recojo conjeturas, meras posibilidades que empiezan a circular tímidamente, pero indican que hay cierta incertidumbre en el ambiente.

 

Vuelvo a las razones del “Apruebo”. La principal para mí y, creo, para la mayoría, va más allá de la constitución actual como símbolo del general Pinochet. El punto es que la nueva Constitución saldrá de nosotros y ayudará a recrear un nosotros. Fue admirable ver el domingo, en medio de la peste, esas largas colas de personas de todas las edades, con sus mascarillas, manteniendo sus distancias, para poder votar. El servicio electoral (Servel) hizo un trabajo excepcional. Las mesas se constituyeron temprano. Los vocales funcionaron rápido y bien. Antes de las doce de la noche teníamos los resultados del 98 por ciento de los votos escrutados. Chile mostró su apego a la democracia, a los procesos electorales. Fue la antítesis del fuego como arma política.

Si la nueva constitución queda bien, bien; si queda mal –ojalá no, pero es algo que puede suceder– podremos reformarla después. Pero la casa de Chile debe ser construida entre todos. A esa conversación debemos sumarnos, incluso los que votaron “Rechazo”. ¿Quién puede negarse? Llega la hora de elegir constituyentes capaces de acordar una Constitución sensata, pragmática, que nos interprete. Llega la hora de la amistad cívica, que en medio de la incertidumbre nutre la esperanza.

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es un novelista chileno. Su última novela es La vida doble (Tusquets).


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