Foto: David de La Paz/Xinhua

García Luna y la guerra

Más allá del derrotero que tome su caso en cortes estadounidenses, el arresto de quien fuera secretario de Seguridad Pública durante el sexenio de Felipe Calderón impacta en todo un modelo de seguridad, en las instituciones que surgieron de él y en la narrativa que lo ha justificado.
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El derrumbe de Genaro García Luna tiene implicaciones que van más allá de lo que ocurra en la corte de Nueva York. Impacta en todo un modelo de seguridad, en las instituciones que surgieron de él y en la narrativa que lo ha justificado.

Se trata del primer secretario de seguridad detenido por presuntos vínculos con el crimen organizado y su caso solo se equipara a la destitución y encarcelamiento, en febrero de 1997, del general Jesús Gutiérrez Rebollo, entonces titular del Instituto de Combate a las Drogas, acusado de trabajar para Amado Carrillo Fuentes.

Pero lo de García Luna es todavía más grave porque los efectos políticos de su captura pueden ser desastrosos para el expresidente Felipe Calderón, ya que fungió como su secretario de Seguridad Pública y fue el rostro más visible de la estrategia que emprendió contra los cárteles de las drogas, una estrategia que hoy es severamente cuestionada por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.

Otro daño, aunque menos visible por el momento, es el que causará en las ya de por sí maltrechas instituciones policiales. En efecto, las ideas, propuestas y modelos policiales impulsados por García Luna estuvieron vigentes del 2000 a diciembre de 2018. Muchos de los mandos se formaron en ese tiempo y responden a una visión que significó un replanteamiento de la seguridad pública que no se hacía desde los años ochenta.

García Luna ingresó al CISEN en 1989 como agente investigador, después escaló hasta dirigir áreas operativas, entre ellas la de contrainteligencia y antiterrorismo. Una década después llegó a la Policía Federal Preventiva (PFP), donde estuvo encargado del área de inteligencia para la prevención de delitos y construyó las capacidades operativas que llenaron los vacíos provocados por la desaparición de la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Llegó a la PGR con el mandato de desmontar la Policía Judicial Federal (PJF) para crear la Agencia Federal de Investigación (AFI). Su objetivo central era edificar un concepto de policía de investigación con doctrina, metodología, operación e inteligencia.

Pero la buena estrella de García Luna alcanzó su punto más alto cuando lo nombraron secretario de Seguridad Pública en diciembre de 2006 y tuvo, desde entonces y a lo largo del sexenio, el mando absoluto de la Policía Federal. El presidente Felipe Calderón puso en sus manos la viabilidad misma de su proyecto y lo respaldó en las disputas al interior del gabinete, en particular las que sostuvo con Eduardo Medina Mora, entonces procurador general de la República.

La extensión de esos diferendos cristalizó en la Operación Limpieza, que tenía como propósito desactivar toda la red de protección del cártel de Sinaloa y de los Beltrán Leyva en la PGR y en la Policía Federal, y condujo a la detención de trece funcionarios. Pero la operación se convirtió en un verdadero desastre a la hora de los juicios. Es en esa época cuando Jesús El Rey Zambada, hermano de Ismael “El Mayo Zambada, afirma que le dio a García Luna sobornos de hasta 5 millones de dólares para proteger al cártel de Sinaloa.

Zambada hizo tales señalamientos durante el juicio que se entabló contra Joaquín “el Chapo” Guzmán entre 2018 y 2019, y al parecer hizo saltar las alarmas de la fiscalía. Esas acusaciones, a las que se sumaron testimonios de otros testigos colaboradores, así como las inconsistencias en su patrimonio, son las que provocaron su detención en Dallas, Texas, esta semana y lo llevarán ante la corte de Nueva York.

García Luna vivía desde finales de 2012 en Miami, Florida, en calidad de residente, y estaba buscando la ciudadanía estadounidense. Tenía motivos para hacerlo; quizás el más fuerte era su cercanía con las agencias de seguridad –en particular con la DEA, que lo condecoró en 2011 en la Cumbre Mundial Antidrogas.

Es probable que haya pensado que los testimonios que lo vinculaban con el cártel de Sinaloa no fructificarían, como no lo hicieron en el pasado, pero se equivocó. Su probable implicación con El Chapo y sus lugartenientes abre una puerta oscura y nos remite a uno de los periodos de muerte y violencia más álgidos de la historia del país.

De vuelta a 2006

Partamos del supuesto de que las acusaciones contra Genaro García Luna son verdaderas. ¿Qué implicaciones tendrían respecto al sexenio de Felipe Calderón?

Hablemos primero de la evidencia, de lo que se hizo contra el cártel de Sinaloa entre 2006 y 2012. Hasta 2011, el gobierno golpeó constantemente al cártel de Sinaloa. Algunos de sus líderes, como Sandra Ávila Beltrán (2007), Alfredo Beltrán Leyva (2008), Vicente Zambada (2009) e Ignacio Coronel (2010) fueron arrestados o neutralizados. Además, se desplegaron los operativos Culiacán-Navolato (2007) y el Operativo Sierra Madre (2008), en Sinaloa y Durango. El Programa de Política de Drogas del CIDE confirma que en 2008 Sinaloa fue la entidad con mayores enfrentamientos entre fuerzas del Estado y el crimen organizado, y para 2011 seguía entre las cinco entidades con más enfrentamientos.

Se podrá decir que en 2008 el gobierno de Calderón inclinó la balanza hacia el cártel de Sinaloa, tras la escisión de los Beltrán Leyva. Sin embargo, los operativos y arrestos continuaron en las zonas controladas por los primeros. Se presume que, en 2011 se dio el  golpe de timón que llevó al gobierno a concentrarse en el grupo más violento: los Zetas, disminuyendo la proporción de detenidos del cártel de Sinaloa.

Benjamin Lessing

((Benjamin Lessing. (2018). Making Peace in Drug Wars: Crackdowns and Cartels in Latin America. Cambridge, UK: Cambridge, University Press.
))

 ofrece una teoría de las guerras contra y entre los cárteles, donde explica que los Estados toman diversas posturas respecto al uso de la fuerza, tanto en términos de gradualidad como condicionalidad. Entre estas se encuentran la postura represiva, que utiliza toda la fuerza contra todos los cárteles; la disuasiva, que utiliza la fuerza estratégicamente contra algunos cárteles o prácticas; y la colaborativa o de laissez faire, que utiliza poca fuerza.

Según esta teoría, los datos y las acusaciones recientes, pueden plantearse tres hipótesis sobre el periodo 2006-2012:

1. Existía un narcoestado. Esta hipótesis implicaría que fue decisión del gobierno pactar con el cártel de Sinaloa para establecer su predominio y obtener rentas. En este esquema, autoridades y narcotraficantes no serían negociantes, sino cómplices y socios. Pese a que el caso García Luna apoyaría esta teoría, lo cierto es que hasta 2011 ese cártel recibió golpes relevantes. La organización no alcanzó una preponderancia ni existe evidencia de que haya existido una operación concertada entre las diferentes instituciones para favorecerla (en 2010 el ejército abatió a Ignacio Coronel, por ejemplo), ni mucho menos de que el presidente se haya beneficiado personalmente de la lucha contra el crimen.

2. No existía una política de Estado favorable al Cártel de Sinaloa, pero García Luna la emprendió por su cuenta. Esta puede ser la línea de defensa de quienes participaron en ese gobierno y argumentan que se atacaba a todos por igual. En efecto, podría tratarse de un caso de corrupción individual que, no obstante, hablaría muy mal de la supervisión del presidente y del control interno de su aparato de seguridad. Sin embargo, también es posible que la competencia interna que el propio presidente generó entre las instituciones de seguridad –premiando los golpes que cada institución diera por su cuenta– llevara a García Luna y a su dependencia a colaborar con el cártel de Sinaloa para tener éxitos frente a otros grupos; lo anterior, aderezado con una buena dosis de corrupción.

3. Sí existió una política de Estado estratégicamente favorable hacia el cártel de Sinaloa que algunos funcionarios usaron para su beneficio personal. Esta hipótesis implicaría que el gobierno, funcionando en una dinámica de guerra de diferentes frentes, mantuvo contactos o concesiones estratégicas con grupos antagónicos para priorizar sus objetivos.

Es plausible que el gobierno de Felipe Calderón haya decidido priorizar los limitados recursos del Estado para golpear a los grupos que consideraba más peligrosos, particularmente a partir de 2011. En ese curso, no sólo se dejó de atacar a organizaciones como la de Sinaloa, sino que en el ámbito táctico se utilizaron puntos de contacto con ellos para obtener información útil y facilitar las operaciones de las fuerzas federales.

Las acciones contra el grupo criminal de Los Zetas, uno de los más golpeados y cuyos líderes fueron abatidos o llevados a prisión, sería un ejemplo de esta lógica, donde los principales objetivos son los que mayor violencia generan.

Este tipo de prácticas no son poco comunes en las guerras contra grupos no convencionales como guerrilleros, narcotraficantes o terroristas. Lo ha utilizado aquí y allá Estados Unidos, contrabandeando armas o apoyando grupos que operan en la ilegalidad para debilitar a sus enemigos. Sucedió en Colombia, con el beneplácito de la DEA, favoreciendo al cártel de Cali para acabar con Pablo Escobar. En México pasó con las “autodefensas” (vinculadas con el Cartel Jalisco Nueva Generación) para detener a Servando Gómez “La Tuta”.

El problema con este tipo de conflictos es que las autoridades operan en una delgada línea en la que la legalidad se vuelve difusa, particularmente en Estados con controles democráticos débiles y altos niveles de corrupción, como México. Quienes operan las instituciones de seguridad e inteligencia priorizan objetivos, entran en contacto con criminales y realizan acciones más allá de lo que les dicta estrictamente la ley. Sin embargo, en cualquier momento pueden saltar de lo que responde a los objetivos del Estado a lo que se hace por beneficio personal.

Más allá de cuál haya sido el escenario que se desenvolvió durante el sexenio de Calderón, el caso de García Luna muestra a un hombre que habría ocupado su posición estratégica en el Estado mexicano para enriquecerse personalmente. Lo anterior debe dejar serias lecciones para nuestro país: estamos enfrentando un conflicto armado no convencional –al que no podemos renunciar unilateralmente– con instituciones de seguridad y justicia débiles, y con pocos controles democráticos. Prende alertas sobre la concentración del poder en ámbitos de seguridad y las consecuencias que ello puede tener cuando la lógica institucional se debilita.

Si la naturaleza del conflicto que enfrentamos es la constante interacción (represiva, disuasiva o colaborativa) con grupos del narcotráfico, deben existir mecanismos  funcionales de control y coordinación interna, supervisión real del Congreso, y una justicia independiente y eficaz que castigue malas prácticas. Es impostergable construir una comunidad de seguridad e inteligencia verdaderamente profesional y vigilada. De lo contrario, casos como el de García Luna se repetirán interminablemente.

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Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.


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