Foto: Naldy Castillo Gomez/TheNEWS2 via ZUMA Press Wire

El último juego sobre la mesa

Mientras que parte de la oposición busca precipitar la caída de la presidencia de Pedro Castillo, otro conjunto de actores parece empecinado en extenderla. En Perú, la democracia ya no parece el único juego sobre la mesa.
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El pasado viernes, el gabinete ministerial del nuevo presidente peruano Pedro Castillo consiguió el voto de confianza del Congreso de la República. Pero detrás de esta apariencia de estabilidad política se esconde el verdadero drama de la democracia peruana: nadie sabe cuánto durará esta presidencia.

La Constitución establece que todo gobierno debería tener un mandato fijo de cinco años. Pero este tipo de regulaciones legales poco importan para entender el Perú actual, convertido en una arena movediza donde las reglas se acomodan a los actores (y no al revés). En el último quinquenio se sucedieron cuatro presidentes y dos congresos a partir de cuestionables interpretaciones legales. Y hoy existen actores dispuestos a repetir el plato.

Mientras que parte de la oposición busca precipitar la caída de la presidencia de Castillo, otro conjunto de actores parece empecinado en extenderla. No es difícil especular sobre los intereses terrenales que los animan, como, por ejemplo, proteger de la cárcel a sus líderes políticos investigados por corrupción. Pero también es interesante reconocer que ambos impulsos políticos beben de una misma tradición autoritaria: el tutelaje.

Señalado por el politólogo Robert Dahl como “el rival más formidable de la democracia”, el tutelaje asume que las personas son incapaces de defender sus propios intereses y, por lo tanto, necesitan guardianes o custodios que se hagan cargo de ellos. Aunque la naturaleza del guardián cambia dependiendo de los colores ideológicos, la receta básica es muy parecida.

De un lado, aquellos que ahora buscan la caída del presidente se agruparon en la segunda vuelta electoral contra la candidatura izquierdista de Castillo alrededor de la campaña anticomunista de Keiko Fujimori (Fuerza Popular). La experiencia latinoamericana debería bastar para alertarnos que este discurso, en el fondo, es un pedido de carta libre para reprimir a la ciudadanía. Pero Fujimori fue suficientemente explícita al ofrecer “mano dura de madre”.

El guardián soñado por la extrema derecha peruana, entonces, es un Leviatán anticomunista. Y, también, uno racista y clasista. Con la complicidad de gran parte del establishment limeño, incluyendo los grandes medios de comunicación, la campaña de Fujimori exacerbó lo que podría denominarse un histórico “miedo blanco” hacia el “Perú profundo” del que proviene el ahora presidente: un profesor rural, campesino, sindicalista y rondero.

Los propulsores del tutelaje derechista creen que ellos pueden elegir al presidente mejor que la ciudadanía. Así, cuando perdieron la elección, inventaron un fraude y trataron de anular votos a favor del candidato de Perú Libre. Luego, sabiéndose derrotados, desplegaron leguleyadas para dilatar la proclamación de Castillo como presidente, acaso para dar chance a que los militares dieran un golpe de Estado, como algunos sugirieron sin pudor.

Actualmente, actores vinculados a esta postura política se alistan irresponsablemente a vacar al presidente a escasas semanas de iniciado su gobierno. ¿Su anhelo? Parecería ser montar un autoritarismo de derecha, similar al que se intentó imponer en noviembre último.

Por su parte, el gobierno de Castillo combina dos elementos reñidos con la democracia liberal: un liderazgo populista y un partido de gobierno con pretensión de vanguardia. Durante toda la campaña electoral, Castillo marcó la cancha política entre una élite abusiva y un pueblo noble y víctima. A la par, sugirió desactivar las instituciones: el Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo e, incluso, el Congreso. Desde este punto de vista, el guardián de la ciudadanía aparece como un caudillo populista que no necesariamente extiende su presidencia más allá de cinco años, pero que sí podría ir más allá de los muros de contención contra el abuso de poder.

Ahora bien, este camino potencialmente autoritario palidece al lado del peligro inminente que significa la cúpula del partido de gobierno. Perú Libre, ha resaltado con agudeza un observador, “parece la versión regional de una organización criminal nacional como Fuerza Popular”. Además, se identifica abiertamente como leninista y, como tal, su líder Vladimir Cerrón se cree custodio autoritario no solo del pueblo, sino del propio presidente.

Cerrón aduce que “Pedro Castillo no es subordinado mío”, pero plantea una jerarquía evidente cuando se posiciona como jefe de la vanguardia política que “dirige” al gobierno del “hijo del pueblo”. Y por eso lo emplaza cuando existen rumores de moderación: “cualquier disidencia es una traición”. Su proyecto autoritario se hace evidente cuando planteaba que “en la teoría del poder uno va quedarse y se defiende con el último rasguño hasta mantenerse”.

Estas ideas estarían detrás de la decisión de conformar un gabinete presidido por Guido Bellido, otro miembro del ala dura de su partido. Sus publicaciones en redes sociales en años anteriores van desde la homofobia y el machismo hasta una supuesta simpatía por Sendero Luminoso que le habría valido una investigación en la fiscalía por “apología al terrorismo”.

Como otros de los miembros del gabinete también despiertan cuestionamientos similares, varios analistas apuntan a que la estrategia del gobierno consistía en entrar “en choque” con el congreso: forzar a que se negara el voto de confianza y, según la Constitución peruana, acercar a Castillo a la disolución del congreso. El peligro era evidente: guardianes autoritarios gobernando sin contrapesos por meses o, aún más probable, propiciar una contrareacción aún más autoritaria desde la extrema derecha. Posiblemente este es el motivo más importante para entender que el gabinete Bellido consiguiera la confianza del Congreso.

Por todo lo dicho, el empoderamiento del extremismo de derecha a izquierda en el Perú debería hacernos constatar que aquello que nos separa del autoritarismo no es la falta de voluntad sino la ausencia de capacidades para concretarlo. Tanto la oposición como el gobierno tienen organizaciones políticas muy precarias. Por ejemplo, la bancada de la ultraderechista candidatura presidencial de Renovación Popular fue la primera en quebrarse y la bancada oficialista podría ser la siguiente. Asimismo, una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos muestra que el congreso acumula una impopularidad de 61%, el presidente Castillo solo es apoyado por 38% y el porcentaje de la población que pide cambios (parciales o totales) al gabinete es casi 80%.

Pero no deben subestimarse los riesgos. Una de las principales alertas es el poco reparo de los antiguos actores moderados para sumarse a estos rivales de la democracia: entre los más importantes, la derecha liberal y la izquierda progresista.

Como expresaron los grandes estudiosos de la democratización Juan Linz y Alfred Stepan, las democracias solo aseguran su supervivencia cuando se convierten en “the only game in the town”. En Perú, en cambio, la democracia ahora ya no parece el único, sino el último juego sobre la mesa.

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es politólogo y doctorando en ciencia política por la Universidad de Northwestern


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