El presidente y los clásicos

Frente a un gobierno sin resultados positivos pero que señala las supuestas impericias ajenas, urge escapar de la perorata que dice que nada de lo anterior sirve, y en cambio releer a los clásicos.
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Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.
Italo Calvino

Leer a los clásicos no sólo es un prerrequisito para hacer análisis contemporáneo, es una suerte de arqueología de la cultura que se combina con la alquimia. Tal como recuerda Italo Calvino, los clásicos se asemejan a los antiguos talismanes: son amuletos contra lo peor de la condición humana.

Y una de esas taras es la antidemocracia, entendida como la posición que busca minar o quebrar las democracias establecidas. Regresar a los clásicos es la mejor forma de combatir el ruido frontal con el que los antidemócratas inundan el discurso público.

Hay que decirlo con todas sus letras: la denominada “democracia iliberal” no merece pertenecer a tal género,

((Aunque puede discutirse ampliamente las diferencias de matiz entre los términos democracia y poliarquía, en el texto se utilizarán como sinónimos, para efectos de claridad y sencillez en la lectura.
))

porque una democracia siempre respeta las libertades. Un régimen que disminuye los derechos individuales en favor del Estado –a veces disfrazado de «interés general»– es transpersonalista, y esto es incompatible con la esencia de la poliarquía.

((Esencia entendida en sentido clásico, incluso husserliano: es lo que hace que una cosa sea lo que es.
))

Planteado en forma más clara: iliberal es un eufemismo de disminución de los controles del poder: donde las potestades se extienden, las libertades disminuyen.

Por ello, los clásicos de los últimos cuatro siglos (Montesquieu, Loewenstein, Popper) coinciden en que la esencia de la democracia está en el control del poder. Y la división de poderes es la última frontera de esos límites a los dominadores. A lo largo del siglo XX, ejecutivos electos, que transitaron a la autocracia, se deshicieron del control legislativo mediante leyes habilitantes que les permitieron gobernar por decreto; el caso venezolano es uno de los últimos de esa serie. Pero no se necesita una herramienta así de obvia para obtener el mismo efecto antidemocrático: cuando el partido del Ejecutivo también es mayoría en el Legislativo, el control democrático sufre. La mayoría parlamentaria no es equivalente a antidemocracia, pero resulta más sencillo que el presidente haga su voluntad si el Congreso es una mera oficialía de partes de sus ocurrencias. En esos casos, el otro control horizontal del poder se vuelve vital: el judicial.

Visto desde la ingenuidad tocquevillesca, el papel de los juzgados es formidable, pero la realidad es otra. Tanto la contención judicial –su autocensura–, como los costos intrínsecos de llevar los asuntos a juicio, hace que la revisión judiciaria sea una herramienta pesada y compleja. Se asemeja a los viejos misiles ICBM: pueden viajar grandes distancias y, con determinada carga, destruyen masivamente sus objetivos… pero no es cualquier cosa ponerlos en funcionamiento. Mucha de la perversidad política de los enemigos de las libertades se refugia en eso: aunque haya muchos inconformes, sólo pocos podrán demandar.

Además del abuso ejecutivo de esa condición estructural, está la estultocobardía de la Corte mexicana: su resistencia a revisar las políticas públicas y decisiones presupuestales, bajo el peregrino argumento de que son decisiones que le corresponden a los poderes electos democráticamente, es la quintaesencia de la mentecatez y poquedad política. Si la Corte de la época de Roosevelt hubiera actuado con ese criterio, jamás hubiera cuestionado las reformas que en su momento el mandatario emprendió. Si existen actos administrativos de importancia capital, estos son los programas de gobierno. ¿Para qué sirve un tribunal constitucional que no revisa los actos del Ejecutivo que dañan masivamente a los gobernados? Quizá sólo para hacer una pasarela de togas y birretes.

La respuesta social en México al autoritarismo presidencial fue la proliferación de órganos públicos autónomos: ante la ineptitud de legislaturas vasallas y tribunales serviles, urgía compartimentar ciertos controles del poder. No soy adepto de esas figuras, pero entiendo su necesidad, dado que las instituciones fueron decorativas durante el viejo régimen priista y no terminaron de emanciparse después de la llegada de la alternancia.

Dos de las principales autonomías se crearon y consolidaron durante L’Ancien Régime: la defensa de los derechos humanos y la garantía de elecciones libres. Con la alternancia aparecieron las demás. Nuevamente, lo antidemocrático radica en anular su independencia o suprimirlas. El discurso de López Obrador y su grey recuerda las exigencias y berrinches de los líderes del pasado que pataleaban y exigían las jefaturas del gobierno, aunque sus partidos no hubieran alcanzado los votos suficientes para tenerlas –o las rabietas de Pablo Iglesias para que lo hicieran vicepresidente del gobierno español: es claro que los extremismos suelen unirse.

Los reclamos de López Obrador contra las instituciones autónomas también se parecen a los de Donald Trump, quien prometió «drenar el pantano» de Washington. En todos estos casos, se atacan las figuras de control del poder, endilgándoles una supuesta ineficacia o parcialidad, no para mejorarlas, sino para cancelarlas. Chávez se salió con la suya y suprimió los controles tradicionales que había en la Constitución venezolana, a la que finalmente sustituyó por un código político a su gusto. López Obrador no ha fracasado en alguno de sus objetivos autoritarios, ya que electoralmente maneja la Cámara de Diputados,

((Aunque su fuerza en el Senado no le es suficiente para tomar decisiones absolutistas. Asimismo, debe precisarse que, en algunas ocasiones, la presión o concesiones a legisladores de fracciones opositoras ha permitido que el partido del presidente saque adelante sus pretensiones, a pesar de que los números no le eran inicialmente propicios en la Cámara Alta.
))

se inmiscuyó en la elección del presidente de la Corte e impuso en ella a un obsequioso paje que incluso hace funciones de defensor tuitero de la 4T, la CNDH tiene a una titular cuyas cartas profesionales y de independencia no la habilitan para el cargo, doblegó a los órganos energéticos y soltó tiros de salva contra la Cofece y el IFT, vía el senador Monreal. Ahora se encuentra bajo ataque el Inai, con la misma narrativa presidencial de entidades que no cumplen su función y que cuestan mucho al erario.

En el “mantenidos y buenos para nada” con el que López Obrador ha insultado a las autonomías –y con el que sentenció a muerte al Conapred–, no solo hay un discurso de populismo austeroide que deforma la honrosa medianía juarista en pordiosería, sino la ironía involuntaria de una presidencia que ha sido incapaz en los asuntos de inseguridad, salud y economía.

Frente a un político sin resultados positivos, pero que señala las supuestas impericias ajenas, urge releer a los clásicos, no dejarse envolver por la perorata de la tabla rasa, de que todo lo anterior no sirve, que en realidad significa “no sirve todo lo que estorbe a mi poder absoluto”. Ayer, hoy y mañana, la realidad de la democracia implica controlar a todos los poderes del Estado, pero con especial énfasis en el más prominente: el Ejecutivo, que ya ha dado muestras indiscutibles de su inclinación a gobernar por decreto, al margen de la Constitución y de las leyes que aún no destruye.

La lectura de Steven Levitsky es importante, pero resulta indispensable regresar a Montesquieu, Mill, Locke, Weber, Loewenstein, Popper, Dahl y Linz, entre otros, para limpiar el ambiente de la cantinela charlatana que contamina la deliberación social. El cesarismo plebiscitario –disfrazado de democracia iliberal– nos ha llenado de un ruido que, recordando al poeta bonoarense, debería ser una alarma en nuestros oídos, pero cuyo sonsonete la sociedad boyalmente ha tolerado. Si el presidente invoca traposamente a Ponciano Arriaga, hay que recordarle a Cosío Villegas; si mal recuerda a Melchor Ocampo, hay que ponerle enfrente a John Locke; si quiere regresar a la Constitución setentera, hay que contrastarlo con Loewenstein; si intenta ser un gobernante absoluto, hay que citar, con Max Weber, que el irracionalismo del cadí musulmán está en el fondo de lo inadmisible en las sociedades democráticas. Si López Obrador quiere confeccionar una sharia para gobernar México, a los ciudadanos nos toca interponer los argumentos de los clásicos y evitar que el que llegó, por la vía electoral democrática, destruya la poliarquía que tanto tiempo, dolor y vidas ha constado construir. El fantasma del ejecutivo imperial recorre México. No subestimemos ese riesgo.

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