El federalismo en la cuarta transformación 

El gobierno entrante tiene todo el derecho de implementar las reformas que considere necesarias para poner en marcha sus programas, pero los ciudadanos tenemos el mismo derecho de señalar la posibilidad de que dicho gobierno esté construyendo una estructura clientelista paralela. 
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México es un enorme y bello país en donde nada es simple, mucho menos los juicios históricos. La historia patria está llena de episodios cuyas repercusiones se debaten por décadas. Así, por ejemplo, sabemos que las Leyes de Reforma no solo instauraron la separación entre la iglesia y el Estado, sino que también dejaron a las comunidades indígenas con pocos recursos legales para conservar sus tierras. El presidente Lázaro Cárdenas acabó con el caudillismo postrevolucionario a través de la creación de una estructura partidista que sofocó a la sociedad civil mexicana durante más de medio siglo. Ningún proceso histórico es blanco o negro; tampoco lo son las instituciones y prácticas que cada uno nos legó. 

Por eso es difícil resolver los debates en México enviando a los discrepantes a “repasar” conceptos básicos como el federalismo, con la expectativa de que un remojón de definiciones tersas y claras llenará las lagunas conceptuales del contertulio. Esta actitud no solo refleja soberbia, sino también una cierta ingenuidad tecnocrática que ignora la interacción de los conceptos y la práctica histórica. La tensión entre el diseño institucional y la experiencia está en la raíz del debate sobre la propuesta de Andrés Manuel López Obrador de nombrar a 32 “delegados de programas integrales de desarrollo”, encargados de implementar los programas sociales en cada estado de la república. 

El presidente electo enfrenta el panorama de un federalismo disfuncional. La prometida descentralización y fortalecimiento de los poderes locales, uno de los pilares del discurso de la transición democrática desde los años ochenta, resultó en una efectiva feudalización del país. Los gobernadores actúan como señores medievales en sus territorios y promueven sus intereses de casta ante la federación, a través de la Conferencia Nacional de Gobernadores. Los estados con más suerte son gobernados por déspotas ilustrados que les procuran un cierto nivel de desarrollo y estabilidad. Los menos afortunados –Veracruz, Tamaulipas, Coahuila– han sido presa de tiranías rapaces que han dejado un tendal de muertos y desaparecidos, las arcas vacías y el futuro hipotecado. 

Aun sin la connivencia entre el poder estatal y el crimen organizado, el nuevo gobierno federal enfrentará un caos administrativo de duplicidad de funciones, traslape de responsabilidades y falta de líneas claras de mando y rendición de cuentas. Nada más natural y legítimo, como bien apunta Gibrán Ramíres Reyes, en su respuesta crítica al texto de Jesús Silva-Herzog Márquez sobre el tema de los delegados, que hacer válido el bono de legitimidad y capital político del nuevo gobierno para reorientar la relación entre la federación y los estados. 

Hasta aquí vamos bien. El problema está en el cómo. Silva-Herzog Márquez habla de la posibilidad de que cada uno de los delegados estatales se convierta en un procónsul o un Jefe Máximo estatal, dotado de poderes extralegales y actuando por encima de los gobernadores y congresos locales. A mí me viene a la mente otra imagen, una traída del folclor político argentino. 

En Argentina se llamó “punteros” a los dirigentes territoriales del partido justicialista, especialmente en el área del conurbano bonaerense. Cuando las reformas económicas del menemismo diezmaron a la membresía sindical, baluarte del peronismo, el centro del poder dentro del partido se deslizó hacia la estructura territorial, y así el surgió el puntero como power broker barrial por excelencia. 

Un puntero tiene una doble función. Por un lado, preside el reparto de bienes y servicios, actuando como mediador entre el gobierno y la población. Por otro lado, el puntero es responsable de entregar una cuota de apoyo social a la autoridad, electa o fáctica, que lo emplea. El sociólogo Javier Auyero realizó varios estudios etnográficos acerca de la relación entre punteros y pobladores en algunos barrios marginados de las afueras de Buenos Aires. Aunque Auyero es crítico de la acepción simplista del término “clientelismo” y su asociación automática con formas corruptas y antidemocráticas de ejercer el poder, sus estudios iluminan las interacciones cotidianas que norman la entrega de bienes y servicios, así como la construcción de lealtades y apoyos de los beneficiarios hacia las personas y entidades con las que perciben estar en deuda. En este esquema, el puntero aparece como la cara amable y local de la generosidad del gobierno. 

Durante la gestión de los presidentes De la Rúa, Duhalde y Néstor Kirchner, como se describe aquí, algunos punteros tuvieron el encargo de entregar directamente los seguros de desempleo y los apoyos para capacitación laboral en sus territorios de influencia, brincándose así la estructura formal de la administración pública y los ámbitos de gobierno. Algunos de esos líderes, como Luis D’Elía, se convirtieron en figuras de influencia nacional y determinaron quién podía acceder al poder en la provincia de Buenos Aires. 

En mi opinión, los 32 delegados de López Obrador tienen el potencial de convertirse en “superpunteros” del gobierno federal por dos razones principales. Por un lado, todos han sido reclutados de entre los dirigentes locales, con experiencia y cierto trabajo territorial previo. Varios de ellos han sido candidatos a cargos de elección popular. Su trayectoria es la del dirigente social, no tanto la del administrador público. 

Pero más relevante aún es la clara tendencia del movimiento de López Obrador de asegurarse de que toda persona que reciba apoyos tenga muy claro cuál es su origen real, aunque, como en el caso del fideicomiso Por los demás, provengan en teoría de donantes anónimos. 

Tal vez en los próximos años iremos viendo cómo uno a uno los delegados estatales se lanzan a las contiendas por las gubernaturas. Veremos también hasta qué punto este modelo de superpunteros que incentiva mayor competencia entre autoridades estatales y delegados federales afecta la gestión de los recursos. Y veremos también a la prensa, las organizaciones de la sociedad civil y los ciudadanos en general ejercer una mayor vigilancia sobre el uso de esos programas sociales. 

Es cierto que el gobierno entrante tiene todo el derecho de implementar las reformas que considere necesarias para poner en marcha sus programas. No menos cierto es que los ciudadanos tenemos el mismo derecho de señalar la posibilidad de que el nuevo gobierno esté construyendo una estructura clientelista paralela. 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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