Nueva alfabetización

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La lectura merece un lugar entre las bellas artes. Tómese en cuenta, por ejemplo, que admite grados de perfección, hace que ciertas habilidades técnicas sean condiciones necesarias pero no suficientes para ponerla en práctica y requiere un entrenamiento concienzudo. Pariente pobre de la ejecución musical o la alquimia histriónica, la actividad del lector exige mucho, aunque a cambio da aún más. La aparente facilidad con que se enseña a leer —que no es igual a la de aprender a hacerlo— induce a pensar en una actividad sencilla, de mera recolección de sonidos atrapados en las letras. Paradójicamente, el innegable abatimiento del analfabetismo es una prueba a favor de esta falsa simplicidad. (Es cierto: las alegres cifras con que el gobierno se aplaude a sí mismo desde hace décadas se quiebran al enfrentarlas con la realidad de los analfabetas funcionales, que en la vida diaria son incapaces ya no digamos de leer un libro sino aun de valerse de la palabra escrita como brújula en un mundo colmado de mensajes que deben ser leídos.) Salvo raras excepciones se requiere un tutor, alguien que dote de herramientas a los lectores, entre ellas la pericia para extraer de los caracteres lo que realmente contienen. Gambusino de significados, el lector recorre el río escrito en pos de pepitas de oro. Ahí ha fallado la educación en nuestro país, quizá por haber creído que basta comprender la receta para preparar el guiso.
     Anunciado con el bombo y platillo propio de los buenos propósitos que lo animan, el programa nacional Leer para Ser Mejores 1999-2000 es un nuevo intento por construir hábitos de lectura, sobre todo a través de ese ámbito privilegiado para la construcción de sanos vicios que es la escuela. La sep ha dado a conocer las líneas generales de esta campaña de alfabetización efectiva, que no otro nombre merecería. El principal escenario es el escolar, con tres distintos destinatarios: además de los estudiantes, que son el fin último de un programa cuyos logros sólo podrán evaluarse después de varios lustros, los maestros y los padres de familia actúan como promotores y beneficiarios indirectos. Para los niveles preescolar, primario y medio-superior se describe la función que deberían tener, para a continuación confrontarla con la necia realidad y concluir con largos y prudentes rosarios de tareas por realizar. Para el fomento fuera de las aulas, por otra parte, se insinúan con vaguedad —acaso porque en algunos casos resultan pleonásticas con su razón de ser— las actividades para bibliotecas públicas, ferias, librerías, casas editoras y medios de comunicación. Las acciones propuestas responden a un diagnóstico no del todo triunfalista, pues si bien se reconocen, según dicta la retórica política, los grandes avances en las instituciones de enseñanza, hay abundantes y severos mea culpas, particularmente en lo que se refiere a los métodos mecánicos con que todavía suele enseñarse a leer y escribir. La plausible autocrítica señala como grave omisión el escaso énfasis que se ha puesto en las escuelas normales para lograr que los futuros profesores, sin importar su especialización, sean ellos mismos lectores autónomos, permanentes, si no sibaritas al menos distantes del masoquismo.
     Algunos de los axiomas sobre los que se apoya el programa merecen ser cuestionados, aunque sea sólo para reafirmar su papel de cimiento. ¿Cómo es la lectura que se quiere promover? ¿Es cierto que no basta leer "con fines utilitarios" sino que conviene enfrentarse a "buenos libros, como una forma de crecer, ser, hacer, saber, pensar, viajar, soñar, recibir consejo"? ¿Es responsabilidad del Estado propiciar la costumbre lectora? ¿Debe además proveer de materiales de lectura mediante ediciones masivas, tal vez gratuitas, o mediante el establecimiento de bibliotecas o círculos de lectores más y mejor abastecidos? Abundantes fracasos en la política editorial del gobierno, desde la cruzada vasconceliana y hasta la forzada germinación de las librerías de Educal, han mostrado que no existe una sólida demanda de lectura. Como todo editor audaz y propositivo sabe, es menester producir el interés y sólo después satisfacerlo. Por eso es sensato que el programa privilegie el aprovechamiento de los recursos existentes, vivificando las bibliotecas escolares. Sin embargo, parece haber en el programa un velado desdén por la lectura utilitaria, la que se practica al consultar un manual o exprimir un libro de texto; creo que debería insistirse en ella, toda vez que la comprensión verdadera de cualquier cosa que se lea es fundamental para remontar el déficit educativo general. Si fracasa la heroica justa de formar lectores que amen la literatura, pero triunfa la campaña en beneficio de la lectura útil aunque poco gozosa, el programa habrá sido exitoso.
     Las obvias objeciones al proyecto —o, si se quiere, los modestos reparos— apuntan hacia su ingenuo optimismo y al breve periodo escogido para llevarlo a cabo. Se requiere una década o, de acuerdo con el calendario de vida y muerte que rige entre nosotros, un sexenio de promoción de la lectura. La existencia, la necesidad misma de un plan como Leer para Ser Mejores exhibe los inmensos agujeros que hacen del sistema educativo una porosa esponja: habría que proponer de inmediato un plan de reconstrucción semejante para las matemáticas elementales o la historia patria. Pero no dejemos que la involuntaria confesión sobre la incapacidad del gobierno para formar lectores opaque los méritos de una acción que quizá contribuya a que haya más ojos capaces de hurgar en páginas como ésta. Doce meses bastan para propiciar la reflexión colectiva —entendiendo que este polígono tiene aristas educativas, industriales, financieras…— y para trazar las rutas, empedradas con algo más que buenas intenciones, por las que caminarán los lectores en ciernes.
     El momento es excepcionalmente auspicioso: nunca antes hubo tanto interés en el estímulo a la lectura, nunca tantos promotores; hay empresas editoriales que dan a luz obras para todas las edades y dirigidas a personas con diferentes capacidades, y que incluso ofrecen material para la reflexión teórica; hay asimismo una ley del libro y la lectura que se cocina a fuego lentísimo en el Congreso, con tales dificultades que tal vez siga cruda por un largo periodo. Desaprovechar esta suma de oportunidades —exagero a propósito— tendrá peores consecuencias que el fracaso de la alianza opositora o que el perenne aborto de diálogo en la unam. Puesto que la inversión en hábitos de lectura presenta el fenómeno de las economías de escala, el gasto público que se haga en este rubro redituará más que un bono de alto riesgo. Es lo que produce el arte cuando se aprende a ejecutarlo con maestría. –

 

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