Notas sobre la violencia urbana

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¿Qué es la violencia urbana? La respuesta clásica sería: si no lo sabes no tiene caso que lo preguntes, y sobre todo, no te detengas a pensar la respuesta en una calle solitaria en un vecindario riesgoso.
Protegido en una ponencia, me arriesgo, e incluyo en la definición de violencia urbana a los conflictos, las tragedias, las conductas límite propiciadas por la crisis del estado de derecho, el perpetuo estallido —económico, social y demográfico— de las ciudades, y la imposibilidad de una efectiva seguridad pública, sea por la ineficiencia de los cuerpos encargados o por la “feudalización” imperante en barrios y colonias. Violencia urbana es el amplio espectro de situaciones delincuenciales, ejercicios de supremacía machista, ignorancia y desprecio de los derechos humanos, tradiciones de indiferencia aterrada ante los desmanes, anarquía salvaje y desconocimiento de la norma. Un paradigma para estudiar la violencia urbana es la Ciudad de México, donde, progresivamente, los problemas se han convertido en pesadillas institucionales.
     No es privativo de megalópolis alguna su desarrollo voraz. Esto, a grados de paroxismo, ocurre en Nueva York, Tokio, Los Ángeles… y la Ciudad de México, en cuya expansión incesante intervienen (entre otros) los siguientes fenómenos:
      
“Si vas a salir a la calle, encomiéndate a Dios. Si no eres creyente, contrata guardaespaldas. Si eres creyente y tienes dinero, encomiéndate a Dios y contrata guardaespaldas”
1 El primer resultado de la violencia es la combinación de atmósferas del temor creciente. Se pierde el uso confiado de la calle (las mujeres lo han perdido más dolorosamente), se padece la angustia al tomar un taxi, se intercambian como piezas de colección las anécdotas de asaltos que no desembocan en finales trágicos. (De las predilectas: la boda de alta sociedad en donde los asaltantes despojan a los asistentes y al sacerdote mismo, que en vano amenaza con la excomunión; el asalto a un salón de clases en la Ciudad Universitaria; la irrupción a mano armada en una reunión de expertos para prevenir la delincuencia; la entrada de un grupo delincuencial en una sesión de terapia de grupo, donde obligan a los asaltados a seguir contando su vida, etcétera). Y se relatan con escalofrío las historias dramáticas. Puede alegarse: “nada que no suceda en otras partes”, pero uno no vive en otras partes.

2 A la delincuencia la multiplica la certeza de la impunidad. Según las estadísticas oficiales —me atengo, entre otros datos, a los proporcionados en enero de 1999 por el secretario de Gobernación Francisco Labastida—, cerca del 90% de los delitos jamás reciben castigo. Esto, en primer término, es asunto de la corrupción policiaca y judicial, aunque, debe reconocerse, no toda la policía es corrupta, y son numerosos los que cumplen con su deber y mueren en el ejercicio de sus obligaciones. En 1996, 56 policías son asesinados en la Ciudad de México. Cada año la cifra de policías victimados es similar.
     La idea de una delincuencia “incorpórea” a los ojos de la ley, desmoraliza a los sectores sociales y los debilita de antemano en su enfrentamiento con la violencia. Según criminólogos y sociólogos norteamericanos, la sensación derrotista en las comunidades empieza con “el efecto de la ventana rota”. Alguien rompe un vidrio en un vecindario y nadie se ocupa de localizar al responsable. A partir de ello se acumulan los hechos punibles sin respuesta. Con esto, ratifican la tradición de la impunidad quienes ni siquiera tienen la fuerza para hacerse cargo de las transgresiones menores. La impunidad es un continuum.
      
3 Las megalópolis (y, con todo y zonas conurbadas, la Ciudad de México recibe la presión diaria de más de veinte millones de seres) generan presiones devastadoras, para empezar, sobre los sectores populares. Más del 70% de los delitos en la Ciudad de México ocurren en sectores pobres, no obstante el precario botín a la disposición. No importa, aparte de que todo lo conseguido es bueno, es comparativamente alta la gratificación anímica obtenida por el dominio sobre los semejantes. “Eres igual de pobre que yo, pero mucho más pendejo porque no evitas que te robe”. Si todavía no es muy nutrido el repertorio de la psicopatología “moderna”, como los asesinos en serie o serial killers, es muy amplia la conformación de un ámbito delictivo. Hay barrios que son refugio de ladrones de automóviles o de asaltantes; hay sectores en donde la delincuencia es —sin sermones de por medio— un capítulo más, donde siempre hay oportunidades de empleo; hay entrenamientos en el delito como patrimonio familiar; se afirma la feminización del delito, resultado inevitable de la distribución de tareas y la pérdida del “sentido de fragilidad” de numerosas mujeres; se produce el cambio de las artesanías del robo a las macroindustrias del despojo. Una gran ciudad da para todo.
      
“Si yo no le pego a mi mujer, va a perder su espíritu femenino”
4 La mezcla de tradiciones machistas y profundos resentimientos sociales desemboca en la cuantía de la violencia intrafamiliar, que alcanza no tan de vez en cuando el asesinato y la violación. Han sido demasiadas las prerrogativas concedidas al patriarcado, o al más bien legendario matriarcado, como para no situar a la violencia intrafamiliar entre las costumbres favorecidas. Esto debilita al extremo los sentimientos de unidad y solidaridad, y potencia en padres o madres el proceso de autodestrucción guiado por el atropello. Un caso extremo: en 1978 una mujer de 27 años de edad, Elvira Luz Cruz, abandonada por su amasio, debilitada por la subalimentación y la ignorancia, sin dinero para comida y sin apoyo alguno, mata a sus cuatro hijos e intenta suicidarse acto seguido. Los vecinos, ajenos por completo a su desesperación y abandono, la salvan y la entregan a las autoridades. Apresada por la dependencia extrema del macho ausente, incapacitada para alimentar a sus hijos, Elvira Luz Cruz opta por la extinción. No hay prepotencia ni antecedentes de crueldad con sus hijos, sólo la noción de que su vida le pertenece incondicionalmente.
     No le adjudico una causa única y repetitiva a los incontables casos de violencia familiar, ni mucho menos extiendo certificados de disculpa. Sólo apunto a la fiereza del medio que, salvo en circunstancias extremas, cancela los dispositivos de solidaridad a favor del egoísmo de la sobrevivencia, bajo la luz de una premisa de la indefensión: “Si es tan poco lo que puedo hacer por mí y por los míos, imposible hacer algo por los demás”. Al egoísmo lo atenúa o desplaza el creciente repudio a la violencia contra las mujeres y, todavía con más fuerza, contra el maltrato a los niños, por golpes, encierros u hostigamiento sexual. En estas circunstancias sí intervienen los vecinos.
     Las tensiones y los agravios —las sensaciones de anomia— suelen resolverse dramáticamente en el seno de las familias. Lo más fácil y, muy probablemente, lo más convincente en sociedades desinformadas es culpar de la violencia familiar a la condición humana, tan atenta desde Caín y Abel a las soluciones tajantes, pero no deben menospreciarse las cualidades desquiciantes de las urbes, y la opresión inacabable de las concentraciones humanas jamás antes vistas. Y son inútiles las técnicas de aislamiento, cuya versión enloquecida la proporciona el caso del padre que encerró por años a su mujer y sus hijos, descrito en teatro por Sergio Magaña en Los motivos del lobo y en cine por Arturo Ripstein en El castillo de la pureza.

5 Como extensión de la moral del hacendado, la primera táctica de la violencia es la deshumanización de sus víctimas. Esto, de tanto arraigo en los medios rurales, se singulariza en la macrópolis por la contradicción flagrante de lo que sucede con las expectativas civilizatorias. El violador cree de paso satisfacer a la víctima; el policía judicial está convencido de que no dispone de una persona sino de un cuerpo maleable sin derechos a partir de la captura; el fascineroso que golpea e insulta a su presa se desquita con quien, por incapaz de protegerse, sólo merece oprobio. Son comunes los regaños durante las fechorías. Por qué el asaltado tiene y el asaltante no, o por qué el primero carece de la habilidad como para exceptuarse de los atracos del segundo.
     En última instancia, lo muy urbano de esta violencia es su posibilidad absoluta de disolverse en el gentío. ¿Quién identifica con certeza al violador o al asaltante si no se le detiene en el acto, qué prevenciones útiles existen en ciudades deshumanizadas por la carga demográfica, quién no le apuesta a extraviarse entre el alud de millones de personas que suele disolver la noción misma de vecino? Y las ventajas del anonimato se acrecientan tratándose de los crímenes del odio (hate crimes), especie muy divulgada en el mundo entero gracias al apoyo del presidente Bill Clinton a los comités de investigación de estos atropellos antes ni siquiera percibidos.
     Es muy elevada en México la cuota de los crímenes del odio, sobre todo en los campos de la homofobia, la intolerancia religiosa (los asesinatos de protestantes en Chiapas y Oaxaca), la intolerancia política (los quinientos perredistas asesinados en el periodo de Carlos Salinas). Como en cualquier parte, lo característico de estos delitos es la impunidad previa que protege a los criminales, y la no tan asombrosa repetición de la técnica del crimen a través de las generaciones. Para el fanático, ni un gay, ni un hereje, ni un subversivo son seres humanos.
      
“Si no tomamos la justicia en nuestras manos, ni tendremos manos ni dispondremos de justicia”
6 La pobreza explica sólo una parte de la violencia urbana. Al no creer en el determinismo, no acepto la fórmula reiterada de Carlos Salinas (“En la pobreza no hay democracia”). Me atengo a lo demostrable: en la pobreza hay y puede haber vida cultural, y la escasez de dinero no elimina los recursos espirituales y morales, y por eso es tan clasista la férrea relación causal entre pobreza y transgresión de la ley. Sin embargo, la condición desesperada es gran caldo de cultivo de la delincuencia y la violencia gratuita. Si los de arriba ven en la violencia a la extensión casi natural de sus privilegios, en las clases populares cuentan considerablemente —en materia de opción por la violencia y justificación consiguiente— el atraso, lo incipiente de la cultura de los derechos humanos, la gana de represalia ciega contra un orden injusto, la afirmación de la personalidad pese a las evidencias en contra (el padre de familia que no consigue trabajo, explotado, cansado, harto, trata con saña a su mujer y sus hijos con tal de existir ante sí mismo, en una táctica ominosa y ancestral).
     Y la violencia popular, engendrada en la pobreza, suplanta en ocasiones por la fuerza a la violencia del Estado. Un ejemplo entre muchos. El 28 de abril de 1997, en La Purificación Tepetitla, Texcoco, en el Estado de México, integrantes de la guardia de vecinos sorprenden en la madrugada a cuatro personas que despojan de sus llantas a un vehículo Dart K Guayín modelo 1985. Se detiene a Fidel Marcos Patiño, de 45 años, y a Eduardo Mojica Villa, de 52 años, y se les conduce a la plaza principal del pueblo. Las campanas de la iglesia alertan a la comunidad, y al interrogatorio acuden cerca de trescientas personas. Se venda a los detenidos, se les ata de pies y manos, se les golpea con inclemencia exigiendo el nombre de sus cómplices. Se convoca a las autoridades y, como no acuden, al amanecer se prepara la ejecución y se les colocan a los delincuentes sogas en el cuello. En ese momento se presentan a negociar la entrega de los detenidos el presidente municipal, Federico de la Vega Murillo, y el director de la policía local, Antonio Morat. Más tarde se apersonan la agente del Ministerio Público y el delegado de Averiguaciones Previas. Al final la turba entrega a los ladrones de llantas, hospitalizados de inmediato. Fidel Marcos Patiño sufre estallamiento de vísceras, fractura de mandíbulas y la pérdida de varios dientes, y Mojica Villa tiene fracturas de cráneo y lesiones diversas.
     Para todo efecto práctico, Texcoco es urbano. Conurbado a la Ciudad de México, también lo sojuzgan la televisión, la radio, los videocasetes, y los sistemas informativos y educativos de la megalópolis. Y la falta cometida —robo de llantas— no explica tal rabia, similar a la producida por asesinatos o violaciones de mujeres. Por eso, y no obstante sus semejanzas con hechos semejantes en zonas rurales, y el origen idéntico del linchamiento (sustituir con furia popular la ausencia de justicia), la violencia de Texcoco es fenómeno urbano. La turba no se inmuta ante la presencia de fotógrafos, se atiene a la gran valía de un automóvil (la propiedad más entrañable después de la casa), considera su acción una prerrogativa de la sociedad civil (ya con ese término) y ve en el crimen por razón del despojo a un nuevo requisito de la comunidad. Otro ejemplo menor y revelador: en 1995, en el Centro Histórico, en la calle de San Ildefonso y aledañas, se produce un zafarrancho. Un automovilista atropella sin mayores consecuencias a un niño de cuatro años de edad. Reunida en un instante, la multitud se propone lincharlo, unos policías lo protegen y el resultado es contraproducente: los que van al rescate se salvan de ser linchados sólo por la llegada de refuerzos.
     A la violencia urbana la estimula la sensación prevaleciente: es la injusticia la que define la aplicación de la ley. Según la conseja popular, los magistrados y los agentes del Ministerio Público son corruptos casi de por sí, los policías atracan o son venales, los poderosos lo compran todo, la tortura es la traducción cotidiana del Código Penal.

Si a eso se añade la feudalización de la ciudad, las zonas hurtadas al simple patrullaje policiaco, el caciquismo en gremios y colonias populares, se entiende la feroz resistencia a lo que intenta pasar por “orden”. El axioma de los que se arman es vibrante: “Si la justicia es injusta y corrupta, nos toca a nosotros enderezarla; si el gobierno es la más poderosa de las bandas en activo, y es fundamentalmente eso, tenemos el derecho a resistir”. El derrumbe de la creencia en la aplicación de la justicia explica escenas antes impensables: las batallas campales entre policías y vendedores ambulantes, entre granaderos y vendedores ilegales, entre policías y vecinos. No hay guerra civil, pero sí partición territorial a la fuerza. Al darse por muy irregular el estado de derecho, se rehabilitan las comunidades delincuenciales o vecinales, en escenas cuyo antecedente remoto se encontraría en John Gay (La ópera de los mendigos) y Bertolt Brecht (La ópera de los tres centavos).
      
“Si no me dicen que han muerto, estaría yo muy preocupado por mi puntería”
7 Faltan los estudios sobre psicología urbana que pongan en relieve los efectos de las presiones citadinas, y den cuenta de sus resultados psicopatológicos, cualesquiera que éstos sean, y de si el término retiene alguna eficacia descriptiva. Como sea, y pese a sus dimensiones, la Ciudad de México todavía no comparte rasgos de las megalópolis: desprecio encarnizado por los marginales, abandono de toda consideración por los improductivos, rechazo a los viejos, desintegración programada de la familia. Y esto atenúa la furia y los delirios alimentados por el acoso y la invisibilidad social.
     Sin embargo, esto se va modificando. Doy ejemplos: en 1997 un policía recién cesado de la corporación entra al Metro La Raza y, sin motivo específico, descarga su revólver, matando a dos personas e hiriendo a otras tres. Al ser capturado nada más atina a decir: “Tenía mucho coraje, por eso lo hice”. Y en Tijuana, en 1998, dos ex judiciales salen a la calle a matar por gusto, a quien se encuentren, y asesinan a cinco. No hay necesidad de explicaciones. La posesión de las armas es razón suficiente. Y —ésta es mi hipótesis— en el origen de estos fenómenos se localiza también al narcotráfico, que incrementa sin medida la violencia urbana, no porque deba atribuírsele toda la cauda delictiva, sino porque introduce nuevas reglas de juego, acrecienta el mercado de armas y reitera cuán fácil es, en medios sin sistemas eficaces y creíbles de justicia, “abaratar” la vida humana.
     Cada semana son asesinados en el país decenas de individuos en condiciones rituales semejantes. Ante esto, se extenúa la capacidad de sorpresa y las más de las veces los ciudadanos sólo expresan una indignación escénica, reservándose la protesta profunda para las situaciones personales. Y el delincuente que sea se considera beneficiario directo de las esferas de la impunidad. Si tantos mueren en circunstancias violentas, uno más no importa. De nuevo, en las armas se localiza la posesión de la ley realmente existente. El dueño del auto se aferra a su propiedad, y el hampón lo mata porque le ha faltado al respeto a la justicia instaurada por su revólver; el asaltante, furioso porque no hay nada que robarle a su presa, la asesina para enseñarle a no salir sin dinero; los pandilleros golpean a los transeúntes ratificando su dominio espacial a través de los gemidos y las súplicas de misericordia; al macho ebrio y exasperado no le basta maltratar a la prostituta en el cuarto de hotel, debe ir hasta el final, aprovechar la vivencia ilimitada del cuerpo dependiente y por eso, al estrangular o apuñalar, siente que culmina un coito de otra manera incompleto. Esto no es psicologismo, sino la mínima moraleja desprendible de centenas de casos similares.
      

“Si no fuera por la tele, los delincuentes no sabrían siquiera de la existencia del delito”
8 Las representaciones de la violencia en los medios electrónicos conducen a debates interminables sobre la sobreexposición de los niños a simulacros de la crueldad y la barbarie, o incluso a informaciones detalladas sobre los hechos de sangre. “Se les educa para la violencia”. Y la censura se emite desde los más altos niveles burocráticos. En 1997, a solicitud del presidente Ernesto Zedillo, se cancelan dos series diarias que con enorme éxito daban noticia de los delitos (Fuera de la ley en Televisa y Ciudad desnuda en Televisión Azteca). El presidente insiste: “Los programas son perniciosos para la niñez y fomentan el delito”. En esto, Zedillo continúa la interminable lista de políticos, educadores y clérigos que responsabilizan a los medios electrónicos de la promoción de la ilegalidad: los niños y jóvenes son muy maleables, y ante la tele se habitúan a la “normalidad” de la violencia. Exhibir actos fuera de la ley es predicar con el ejemplo. La exigencia presidencial es acatada luego de una tibia defensa de las empresas (“cumplimos un deber informativo”), se suspenden los programas y reaparecen a los pocos meses o semanas con otros nombres, reinstalados por la demanda insaciable.
     El morbo por la nota roja es parte de una técnica de preservación psicológica. No sólo se exorciza el delito ubicándolo como el suceso remoto en la pantalla de televisión; también, al incorporarlo al espectáculo, se banaliza el hecho de sangre. Por su naturaleza, el morbo es la “técnica de control” psicológica de la violencia inmanejable. Si el chisme nos incorpora a la intimidad ajena, el morbo por la nota roja nos aleja de la desgracia por acontecer. “Tan no estoy muerto que contemplo a estos policías explicar la balacera en el banco”. Al respecto, según creo, en materia de persuasiones visuales, es más dañino que la pasarela de cadáveres y criminales ya vueltos show el culto a las corridas de toros. De cualquier manera, la supresión de estas series no disminuiría en lo mínimo el delito. ¿Qué se ha conseguido al suprimir en las estaciones de radio los corridos mariguaneros? ¿Qué ha obtenido la censura en asuntos de sexo? La estrategia de las prohibiciones se extingue en el homenaje involuntario a lo prohibido, y algunas moralejas nacen muertas, por ejemplo: “Si no se habla del delito no hay incentivos para la criminalidad”.
     La condena a la violencia, “hija bastarda de la televisión”, es tema recurrente en los medios informativos. Se insiste sin convicción, pero con energía declamatoria: los medios forman en y para la violencia. Pero nadie está tan convencido a fin de cuentas, porque ni los gobiernos, ni la derecha, ni los grupos sociales hacen algo por detener tal instrucción deformadora, ni van más allá de suprimir cada año una o dos series reemplazadas por otras idénticas. En rigor, el debate aún no se produce, apenas menciones “apocalípticas”, aunque resulte probable un papel pedagógico de los medios, en especial del cine, no en la violencia sino en la teatralización de la violencia. Es alta la deuda estilística del narcotráfico y la delincuencia organizada con las películas. Basta enterarse de las descripciones de asaltos o enfrentamientos para vislumbrar cuánto aprende el hampa de la gestualidad y de la amoralidad interpretadas por el cine. Pero en materia de ilegalidad la forma no es ni puede ser el fondo, y la gran escuela del crimen sigue siendo la impunidad y su cortejo de supersticiones.
      
“Salí tan fastidiado de la oficina que ya no supe cómo me desperté en la sala de urgencias”
9 Sin freno, aumentan los hechos de violencia intrafamiliar, los enfrentamientos entre policías y ciudadanos, las riñas de tránsito, las situaciones tensas. Y al año, denunciados, se producen 700 mil delitos, lo que según los expertos indica por lo menos el doble, al ser tan elevado el número de quienes desisten de la ida a los juzgados a levantar el acta. Esto convierte a la violencia en el segundo gran protagonista de la urbe, sólo antecedido por la sobrevivencia, que se apodera del escenario por la acción conjunta de la catástrofe económica y el miedo. Esto no apunta a una ciudad poseída por la devastación, sino, y esto es suficiente o demasiado, a una ciudad incrédula ante las posibilidades civilizatorias, desconfiada de la existencia de soluciones.
     En algún momento la violencia ha de caer sobre la persona, su familia, sus amigos. Y la certidumbre de vivir la excepcionalidad, de habitar siempre las vísperas del acontecimiento terrible o desagradable, se vuelve fijación cotidiana: en relación a la violencia se está a diario en el ojo de la tormenta entre un asalto y el próximo, entre la tensión y los estallidos, entre la falsa tranquilidad y la mala noticia. Y al ámbito de la esperanza, agotado o disminuido, lo reemplaza la superstición nueva: si atiendo a los exorcismos (disfrazados de medidas de seguridad) hoy me escaparé del destino urbano.
     ¿En qué momento se le confiere a la violencia el papel de deus ex machina, de sinónimo fatal de destino urbano? Al coincidir en un espacio sobrepoblado la crisis económica sin precedentes, la masificación extrema, la creencia en el desplome de las instituciones de justicia, el contagio atmosférico del narcotráfico y el apogeo de la delincuencia organizada, que viene de la descomposición policiaca y la industrialización de la impunidad. Según la derecha, esto se debe al abandono de los principios religiosos. En efecto: en el origen de esta devastación sí interviene la ausencia de un sistema valorativo, pero aquí se combinan lo laico y lo religioso y, además, si hay un sector de creyentes compulsivos, junto a los empresarios, ése es el narco. Pagan con largueza misas, bautizos, primeras comuniones, casamientos, entierros y confirmaciones, patrocinan seminarios, visitan al nuncio papal (luego de asesinar a un obispo) para referirle sus problemas de conciencia, organizan lo que la prensa llama narcotours a Tierra Santa, se confiesan porque lo exige la renovación de sus deudas de conciencia. Por lo menos ellos no desertan de su fe.
      
“Iba para mi casa cuando un señor muy atento me avisó que me estaba asaltando en ese instante”
10 En diversas ciudades del continente —las norteamericanas desde luego— cunden visiones de la distopía, la utopía negativa, donde la violencia urbana cerca y frena las libertades a la disposición. “Si no te proteges no sobrevives y si dedicas tiempo a protegerte pasas de la vida a la sobrevivencia”. Megalópolis es ya sinónimo de las formas de la degradación impuestas por las grandes concentraciones humanas, sobre todo en un orden económico donde, sustituido por la automatización, el trabajo formal mengua, y la violencia aumenta al ritmo del relativismo ético o de la posmoral pregonada por varios analistas, ya incorporada al lenguaje cotidiano donde la justicia es la mezcla de aplazamientos, impunidades y distribución siempre inequitativa de la ley, y en donde los servicios se encarecen y disminuyen sin remedio.
     No se puede exagerar o minimizar el papel de la violencia urbana. Ha recompuesto, y con vandalismo, el mapa de la ciudad transitable, atrae la obsesión informativa de la sociedad entera, vuelve central el tema de la descomposición social. Pero aún no se cuenta con las teorías convincentes que al describir causas propongan soluciones, ni nada más allá de una efímera campaña de moños blancos de protesta, y de la exigencia de mano dura, sin especificaciones.
     La violencia se interioriza en cada habitante de la urbe, no tanto por la gana de ajustarle cuentas a la realidad a través de acciones destructivas, sino en espera de lo inminente, de los hechos injustos e irreparables que la ciudad impone. Esto no es desde luego únicamente psicológico. En la medida de las posibilidades y de las posesiones, cada persona aguarda a la violencia con temor en la calle, diluvio de cerraduras en las puertas, dispositivos de seguridad en los automóviles, armas en la casa, proliferación de las compañías de seguridad privada (1,300 en México), gadgets innumerables de protección personal a manera de indulgencias medievales, simple miedo físico a los grupos o los individuos con los que uno se tropieza en horas inconvenientes (se reduce el tiempo de las horas convenientes). Y si los modelos apocalípticos anteriores eran Nueva York y Los Ángeles, el modelo de hoy para la Ciudad de México es la propia Ciudad de México.
     En el París del siglo XIX, distinguía Walter Benjamin al flanneur, al que tomaba la calle como su morada, con esas cuatro paredes de la curiosidad y la vitalidad. En la megalópolis de fines del siglo XX uno de los sustitutos del flanneur es la Víctima en Potencia, que hace de la desconfianza su instrumento del conocimiento y del recelo su bitácora. La violencia nos obliga a teatralizar y generalizar la experiencia desagradable o trágica, nos encierra doblemente en nuestras casas, se vuelve el estado de sitio de los ricos rodeados de guaruras (esos ángeles de la guarda de las previsiones sombrías), modifica a la intuición hasta volverla depósito de miedos ancestrales, se aterra ante la propia sombra porque no se sabe si el inconsciente va armado y, por último, nos convence de que la ciudad, el campo de las sensaciones de libertad, es progresivamente de los Otros y es cada vez más el reino del Otro y de lo Otro, aquello que dejó de pertenecernos cuando aceptamos lo indetenible por lo pronto de la violencia, sabiendo que, dadas las características de la urbe, éste por lo pronto eterniza sus plazos.
     En materia de violencia urbana sólo tiene conclusiones optimistas quien en cualquier lugar del mundo piense dormir con la puerta abierta. –

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