Matisse y Picasso, una observación

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Para asistir a la exposición “Matisse-Picasso” en la sede provisional del Museo de Arte Moderno, en Queens, hay que comprar los boletos por teléfono o internet. El local es relativamente pequeño, la muestra viene de Francia y se espera nutrida concurrencia. Después de todo, esos dos maestros son ya universalmente reconocidos, como Giotto o Rubens o quien quieras de los grandes clásicos de la pintura: qué pronto quedaron atrás la audacia o rebeldía para dejar lugar, en el ánimo del público, sólo a la simple y clara demostración de la serena maestría.
     Voy a explorar nada más una sola diferencia entre los dos monstruos, espigada entre lo mucho, demasiado de seguro, que puede decirse, y espero sólo que sea significativa.
     Matisse solía pintar mirando los objetos. Picasso no, Picasso inventaba a partir de lo que el cuadro le iba ofreciendo como estímulo o como oposición. Resultado: el francés llegó a ser paisajista prodigioso, y en no pocos de sus cuadros más emocionantes figuran la ventana de su departamento y el sillón, en él emblemático (Picasso se burlaba llamándolo “pintor de butacas”). En cambio, el toro español casi no pintó paisajes, y los que hizo tienen aire de ser imaginarios.
     ¿Qué capturaba Matisse al mirar? ¿Por qué Picasso era ajeno a esa experiencia?
     Van Gogh salía por la mañana al campo con su caballete y su caja de pinturas. Se alimentaba de mirar. Sus descripciones y reflexiones sobre el orden natural, frecuentes en las cartas a su hermano, son muy finas y perceptivas. Los cuadros que Van Gogh no pintó del natural son versiones de otros cuadros, o grabados, que imitaba con humildad y, casi siempre, brillantes resultados. Pero mirar era para él condición necesaria para pintar.
     Sin embargo los pintores chinos, según dicen, jamás pintaban sus paisajes del natural: su técnica era mirar atentamente y luego reconstruir, según las reglas, en la intimidad del estudio. Exactamente como hizo Picasso en su célebre retrato de Gertrud Stein, que no logró trazar en las muchas sesiones en que ella posó, y luego, en un viaje, pudo pintar rápidamente de memoria.
     En el documental que le filmó Cluzot puedes verlo: Picasso empieza pintando un barco, avanza en el cuadro, el barco desaparece, surge en su lugar un frutero con manzanas y el mar se transforma en mesa azul, el frutero es borrado, emerge de la mancha una cabeza, la mesa se convierte en cuerpo, la cabeza queda cubierta con briosas pinceladas, de la confusión brota otra cosa, y así sigue. Todo a vertiginosa velocidad, orden y desorden alternándose en una especie de frenesí de creación y destrucción rapidísimas. Así pintaba Picasso.
     Y algo como eso me decía Tamayo, cuando me confesó que no le gustaba pintar retratos porque había en ellos una imposición del exterior que lo limitaba. A él, como a Picasso, lo que lo llenaba de ambición era la lucha, sin cuartel ni restricciones, con las posibilidades que le abría el cuadro. Este modo de proceder es de pintores poetas: todo está en la cabeza.
     Pero el “verdaderamente divino y celestial” Leonardo da Vinci asentaba, siguiendo a Aristóteles, que el pintor era más que el poeta, porque el sentido de la vista es el más noble y alto de los sentidos. Eso, porque es el que más conocimiento produce. Cuando miras con el fin de explorar, de conocer, de descifrar, no te cansas de mirar. Mirar te plantea problemas que mirar con mayor atención te va resolviendo.
     La pintura siempre es el arte de mirar: mirar el mundo y el cuadro, en Matisse; mirar sólo el cuadro, en Picasso (por eso pudo formular la paradoja “no busco, sólo encuentro”). El mundo es un acertijo para el primero, el cuadro es acertijo para los dos.
     Puede ser curioso, pero el rastro de la lucha con el cuadro está más presente, muchas veces, en Matisse que en Picasso: hay cuadros impresionantes de Matisse en los que se adivina una lucha larga, impaciente, agotadora por ser estructurados; son emocionantes: pareciera que el maestro sigue ahí, pintando delante de ti, y tú con sólo verlos te sumas a la tarea y te pones a pintar con la mente.
     Matisse era maestro consumado en el arte muy difícil, casi imposible de dominar, de saber cuándo está terminado un cuadro. En qué momento hay que dejar, suspender, no tocar más el trabajo: Ahí está todo, en cierto modo, en la práctica de cualquier arte; en poesía, por ejemplo.
     Picasso, el inventor, a quien las Musas todo le concedieron, era, por su parte, prodigio en el arte de la simplicidad, es decir, en la capacidad de suprimir. Tenía el don de captar lo esencial: por eso pudo ser explorador en tantos terrenos diferentes.
     Bueno, ¿y cuál de los dos caminos, pintar del natural o pintar de invención, es mejor? No: desde luego, esta pregunta no puede responderse; o, mejor, se responde diciendo que los dos son igualmente fructuosos. Eludamos los intentos imperiosos, facilones, de acomodar jerarquías.
     Hay diferencias, eso sí. “Diferencia” quiere en esto decir: maneras diversas de asimilar tradiciones heredadas. El artista se sumerge en la tradición y ahí se aniquila, pero no por completo: algo suyo permanece. Como el terrón de azúcar en el café caliente: deja de ser terrón, desaparece, pero endulza el café, su dulzor permanece. Y eso que permanece en el artista sumido en la tradición es su estilo, su modo de hacer las cosas, la colección de sus curiosidades, lo que atrae su atención y despierta su temperamento.
     Pero eso es amplio y ya no lo podemos considerar aquí. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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