Imagen: Dutch National Archives, The Hague, Fotocollectie Algemeen Nederlands Persbureau (ANEFO), 1945-1989

Solzhenitsyn en su centenario

¿Dónde radica, exactamente, la grandeza literaria de Solzhenitsyn? En el centenario de su nacimiento, este texto propone una respuesta.
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Pocos escritores del siglo XX pueden vanagloriarse de haber descubierto un gran tema, uno de esos puestos de avanzada literaria que sirven para arrojar luz sobre un periodo histórico, una estructura social, un sistema político, una ideología y varios recovecos de la condición humana. Alexander Solzhenitsyn puede presumir de descubridor en todos esos campos. Su tema se resume en unas siglas que, aunque tienen precedentes en la extensa literatura carcelaria rusa (Korolenko, Dostoievski), fueron capaces de colocar la realidad soviética en una nueva dimensión del horror. Toda la literatura sobre el Gulag es posterior a Solzhenitsyn. El gran Varlam Shalamov es su contemporáneo, pero como prueba la célebre polémica que sostuvieron, Shalamov no podía dejar de ver el lager con los ojos de un literato. Los Relatos de la Kolimá no traicionan, por supuesto, una realidad espantosa. Pero su autor no es capaz de lidiar solo con los “puñados de verdad”, necesita un estilo. Archipiélago Gulag fue un libro inaugural porque reveló “en crudo” todos los detalles de un secreto cuyo peso acabó imponiéndose (pese a las numerosas mezquindades) como evidencia histórica sobre décadas de ocultamiento y costra propagandística. Muy pocos libros del siglo XX consiguieron esa radical influencia.

Recuerdo claramente la tarde de adolescencia en que terminé de leer Un día en la vida de Iván Denísovich, en una edición cubana de la colección Cocuyo. Aquellas páginas me preocuparon, porque hasta esa tarde yo había pensado que existía la posibilidad de que todo lo que se decía sobre el estalinismo fuese una estudiada campaña de propaganda enemiga. No me culpen: tenía apenas 16 años, vivía en La Habana y solo había hecho un viaje estudiantil a Bulgaria. Fue el sobrio relato del calvario de Iván Denísovich Shújov en un campo de trabajo lo que me hizo dudar, casi por primera vez. Aquello no podía ser falso. Se presentaba como novela, sí. Pero algo sostenía la rotunda verdad revelada en aquel libro, una verosimilitud última, al margen de cualquier etiqueta de ficción. Leer aquello era saber que había sucedido.

La única otra referencia a Solzhenitsyn que podía encontrarse en las librerías habaneras de esa época formaba parte (aunque yo aún no lo sabía) de un itinerario de expiación ideológica por el pecado cometido a mediados de los sesenta. La espiral de la traición de Solzhenitsin (Arte y Literatura, 1979), del checo Thomas Rezac, dejaba, ya desde su portada (una maligna estilográfica enroscada como una serpiente) poco lugar a las dudas sobre el mal causado. Muchos años después me enteré de que Rezac era, en realidad, un agente de los servicios secretos checos que trabajaba para el KGB, y que su libro se lo habían dictado casi página por página. Los detalles de esa infamia los cuenta B. A. Ivanov, en un artículo de Novy Mir (titulado “Sovershenno sekretno”, 1992, No. 4). Aquel libelo checo tuvo tremenda influencia en una lejana isla del Caribe. Sobre todo, porque nunca se publicó en Cuba ni una sola página del Archipiélago Gulag, un libro que solamente hubiera podido publicar alguien que ya tenía un Premio Nobel, y que aún así le acarreó a su autor numerosas consecuencias negativas para eso que llaman “carrera literaria”.

A Solzhenitsyn le quedó el consuelo de vivir lo bastante como para contemplar su victoria, la victoria de su verdad sobre la propaganda soviética. Desde ese punto de vista, fue el único escritor soviético que recuperó con orgullo su condición de escritor ruso, un apelativo que arrastra nociones mucho más amplias que una mera denominación geográfica. No se trata solo de su parentesco con la tradición eslavófila ni de su vínculo con el canon clásico de su lengua (sobre todo con Tólstoi). Se trata, también, de que Solzhenitsin vivió para ver a la Unión Soviética rebautizada como Federación Rusa, recibir de nuevo la nacionalidad que le habían quitado las autoridades, leer la noticia de la muerte de Andrópov (que fue quien se ocupó personalmente de su “caso”) y recibir con una sonrisa el homenaje oficial del presidente Vladimir Putin (bisoño agente del KGB, por cierto, en aquellos años de sus desdichas). De todos esos desagravios, el más importante ocurrió en 1989, cuando se publicaron los primeros islotes del Archipiélago –también en Novy Mir, creo recordar. Hubo tiempo hasta de que los rusos volvieran a criticarlo, esta vez por reaccionario y antioccidental.

Ejerció de clásico vivo, aunque creo que poco y mal leído en España (salvo notables excepciones, como Juan Pedro Quiñonero). Publicado en fecha tan temprana como 1974 por Plaza & Janés, Solzhenitsyn visitó Madrid en 1976 y trató de convencer a los españoles de que el franquismo no podía llamarse “dictadura”. Su más seria editora en español, Beatriz de Moura, me confesó una vez que publicarlo había sido una empresa económicamente deficitaria. Y eso a pesar del famoso episodio de su entrevista televisiva, y la airada respuesta de Juan Benet –en otras cosas con la cabeza tan bien puesta, pero que en esa época pre corrección política se permitió la frivolidad de asegurar: “mientras existan gentes como Solzhenitsyn perdurarán y deben perdurar los campos de concentración”, levantando una alharaca que dura hasta hoy.

La realidad es que Benet no debe haber leído bien las novelas de Solzhenitsyn, y como él, tantos españoles a los que cualquier comentario sobre la “amenaza comunista” les olía, simplemente, a propaganda franquista. El personaje podía ser un poco caricaturesco, pero asegurar que era un mal escritor resulta un gran despropósito, ridículo, además, en alguien que no sabía ruso. Por otra parte, Benet no era precisamente marxista, como se ha ocupado de precisar su viuda, Blanca Andreu, y lo fue menos después de viajar a Budapest. Lo que molestó a Benet fue que el ruso era justamente lo opuesto del tipo de escritor, digamos “alegórico”, que él representaba.

¿Dónde radica, exactamente, la grandeza literaria de Solzhenitsyn?

La clave hay que buscarla en el subtítulo del Archipiélago Gulag, “ensayo de investigación literaria” y en la pequeña nota que le sigue: “En este libro no hay personajes ni hechos imaginarios. Las personas y los lugares aparecen con sus propios nombres (…)”. El proyecto de una novela sin ficción, una novela que obedece a la idea ortodoxa de “dar testimonio” del sufrimiento, de dejar para los otros al menos la huella del dolor padecido completa la maldición histórica del escritor ruso, encadenado a esa encarnación rusa de la voluntad de poder que es el starets, el Gran Inquisidor. Del Dostoievsky de Recuerdos de la casa de los muertos hasta la Svetlana Aleksiévich de Voces de Chernóbil, la idea de explorar sin ficción los polos de la crueldad humana reviste el aura de un renacimiento espiritual, de un acto de purificación. En el caso de Solzhenitsyn, esta suerte de expiación revistió también un espectacular trabajo con el idioma: rescató para la lengua rusa miles de palabras que no estaban en los diccionarios.

Sin embargo, la otra cara de este trabajo literario es el pensador reaccionario que nunca se cansó, como otros de sus predecesores eslavófilos (Dostoievski, Rozánov), de negar la Ilustración y la Revolución francesa, de echar en cara a Occidente su liberalismo, su “mediocridad” espiritual y su “error materialista”. Ese Solzhenitsyn predicador de la ortodoxia como “la verdadera fe de Rusia”, crítico del bolchevismo en tanto martirio de una nación que deberá volver sobre sus raíces para no perecer, se arrastró también por todos los tópicos del antisemitismo, un delirio etnicista lleno de frases que darían risa si no planeara sobre ellos la sombra de un destino macabro y la obsesión nacionalista de Putin.

A propósito de Gogol y su terrible dependencia del pope Matvei, Cioran advertía el terrible proceso del que fueron víctimas algunos escritores rusos: “cuando los dones de un escritor se agotan, la vacante de su inspiración la ocupan las inepcias de un director espiritual”.  Solzhenitsyn fue, al mismo tiempo, ese escritor dotado y ese director espiritual que se dedica a apagar los rescoldos de su propio talento. Sin embargo, su centenario se celebra ahora por todo lo alto en Rusia y en Francia, con debates, conferencias, polémicas. Nada parecido habrá en España, donde los lectores aún esperan para poder leer los fragmentos autobiográficos de Ugodilo zernyshko promezh dvukh zhernovov (El pequeño grano logró aterrizar entre dos piedras de molino), tal vez el libro más importante de memorias que haya publicado cualquier autor ruso en las últimas tres décadas.

 

 

 

 

 

 

 

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(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).


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