silencio
Fuente: Gerrit Dou / Wikimedia Commons

Silencio en cuarentena

Para los místicos de las religiones superiores la recompensa de guardar silencio es alta. El aislamiento por el coronavirus ofrece esa oportunidad.
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Ahora que buena parte del mundo ha entrado o entrará en cuarentena y aislamiento, se puede intentar el silencio. Digo intentar, porque es una de las prácticas más difíciles. Lo confirmé en un viaje a Siria poco antes de que estallara la guerra, donde me recluí en el monasterio de Deir Mar Musa, una comunidad monástica del rito siríaco-católico ubicada a unas horas de Damasco, fundada en el siglo XI por (o en honor a) San Moisés el Abisinio, un ermitaño que vivió por ahí después de renunciar al trono de su padre, rey etíope.

Uno de los tantos ejercicios espirituales que, como el ayuno y la contemplación, se podían practicar era el silencio. Había un francés secular, visitante como yo, que llevaba varios meses sin emitir sonido alguno ni mover los labios más que para alimentarse. Tenía, es cierto, algunas ventajas: los monjes no suelen hablar sino lo esencial para celebrar la comunión y comer en compañía, y el monasterio está en medio del desierto, alejado de los ineludibles distractores de la modernidad (a veces me preguntaba si podrían sobrevivir el chiflido de los camotes). Pero aún así era difícil. Para conocer el resultado de mi intento basta saber que me convertí en ávido usuario de Twitter. Así que transfiero el reto, consciente de que estamos en el pico de la civilización del smartphone, cuya irradiación el coronavirus no sólo no podrá callar, sino todo lo contrario.

Pero a juzgar por la teología, la recompensa es alta.

Los místicos de las religiones superiores, de los sufíes del islam a los cartujos del medievo, vieron en el silencio un riguroso método espiritual. No un fin en sí mismo, como advirtió San Francisco de Sales, sino un instrumento para divisar cierta realidad oculta. La conclusión teológica es compartida: el ruido obstruye. En términos cristianos, porque interfiere con la operación divina en el alma. En términos budistas, porque ensancha el “yo”, lo que dificulta el esclarecimiento.

En su estudio sobre misticismo La filosofía perenne, Aldous Huxley reunió, añadiendo sus propias anotaciones, aforismos y refranes de célebres místicos sobre los principales preceptos de la espiritualidad, incluido el silencio. El taoísta Lao Tse, por ejemplo, expuso que “el que sabe no habla y el que habla no sabe”. Un proverbio musulmán enseña que cuando “el perro ladra, la Caravana pasa.” Y en nuestra propia tradición, San Juan de la Cruz escribió que “el hablar distrae, y el callar y obrar recoge y da fuerza al espíritu”. Acaso el más explícito es el anglicano William Law, tan venerado en su tiempo por el Dr. Samuel Johnson: “La vida espiritual no es más que la operación del Espíritu de Dios dentro de nosotros, y por tanto […] el mucho hablar o nuestro deleitarnos en él será a menudo no pequeño estorbo…”

A pesar de sus diferencias metafóricas, según Huxley la esencia mística de las religiones superiores es la misma (algo que ya había dicho Leibniz). Todas coinciden, escribe él, en que el ruido es un impedimento en “el camino del conocimiento unitivo de la Base divina, una danza de polvo y moscas que oscurece la Luz interna y externa.” Por eso el silencio “no es sólo una de las más difíciles y penetrantes de todas las mortificaciones; es también la más fructífera.” La cuarentena presta la oportunidad.

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Es periodista, articulista y editor digital


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