Incrustación

A finales de octubre, la UNAM realizó un homenaje a J.M. Coetzee. Esta ponencia, leída en uno de los eventos del homenaje, explora "Elizabeth Costello", una de las obras centrales del autor.
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El siguiente texto fue leído por su autora en el marco del Homenaje a J.M. Coetzee, dentro del coloquio “Coetzee entre escritores mexicanos”, realizado el 24 de octubre de 2019 en el auditorio del Museo Universitario de Arte Contemporáneo, en la mesa titulada “Leer a Coetzee en México”. Participaron también los escritores Anamari Gomís, Pablo Lazo y Rosa Beltrán.

 

I

Tepoztlán, mayo de 2014

Las escaleras interiores del bungalow en el que me alojo tienen un alma de acero y los escalones de madera parecen suspendidos en el aire. Las paredes son de adobe. Adentro hace calor y afuera también porque el material es consecuente con el calor. Cuando hace frío, el bungalow es cálido. El tapanco donde se encuentra la cama está cubierto de duela y las vetas relucen bajo la luz que atraviesa la ventana magnífica con forma de ojo. Hacia la derecha, puedo mirar al cerro del Tepozteco: por la tarde es anaranjado y en la mañana sus laderas son crestas doradas.

Anoche me dispuse a descomponer el transcurso de las horas en la terraza y, sumida en la inhalación del tabaco que sostenía con la mano izquierda, sentí el peso ligero de algo sobre mi antebrazo derecho. Cuando volteé a ver me encontré con un ratón de campo que había trepado por la pata de la silla para saludarme. Grité. Sacudí el brazo aterrorizada y lo espanté con éxito. No volvió hoy, desde luego, y tampoco regresará mañana.

Lucila es la anfitriona de este lugar. Se empeña en que yo desayune bien. Me deja la jarra de café para que lo tome a lo largo del día, cuando leo y escribo.

Ayer concluí fascinada la novela Elizabeth Costello, de J. M. Coetzee. Anoté en la primera página: “Un libro que me ha enseñado mucho de mí misma. ¡Tanto!”

En estos días, he pensado en la fortuna de estar viva. Me ha dejado de importar, por ejemplo, tener mala memoria para recordar datos y excelente ante la recuperación de emociones que he experimentado. Me siento jubilosa por existir. Luego, me estremece ser capaz de leer. La idea que he sostenido a lo largo del tiempo respecto a la escritura ha cambiado: ya no escribo para escaparme de la realidad, sino para hacer que la realidad permanezca en mí. Y (cito) “(…) el realismo se basa en la idea de que las ideas no tienen existencia autónoma, solamente pueden existir en las cosas”, dice el narrador en Elizabeth Costello.

 

II

Ciudad de México, octubre de 2019

“¿Qué quieren exactamente de mí?” es la primera pregunta que le hace la escritora Costello a su hijo John. Es extraño que habitar el mundo implique siempre habitar con otros. Aquí hay una persona que escucha a otra y, mientras le pone atención, no cesa de mover los dedos de las manos como si los enredara en un hilo invisible. Los dedos de esa persona, hombre o mujer, son semejantes a otros cualquiera. Solemos escuchar a los otros porque somos de la misma especie. Costello dictará conferencias a lo largo del libro en las que hará gran cantidad de preguntas. Las interrogantes que se abren pueden simbolizar bocas articulándose para nombrar: la realidad; la vida de los animales; los poetas; los filósofos y los animales; las humanidades en África; el problema del mal; las indagaciones del Eros y el umbral de una puerta que cuesta trabajo atravesar.

¿La existencia es líquida? ¿Se desliza como el agua en el cauce de un río o puede contenerse en un vaso cuando se pretenda atajarla? La persona que escucha las palabras de otro puede hacerse de ellas, de algunas, y colocarlas en un paisaje, por ejemplo: sobre el horizonte que ofrece el mar. Así ocurre cuando leemos una novela. Así me sucedió mientras leía Elizabeth Costello. Y el mar que se dispone juega con el sol para dar, al modo de una imagen en loop, el atardecer y el amanecer a la misma vez; porque el sol se esconde y renace de modo incesante en la novela, en la lectura, en la propia vida.

Ella (cito) “no es en absoluto una escritora que reconforte.” “Ella es incluso cruel, de una forma en que pueden serlo las mujeres pero los hombres nunca se atreven a ser”, y “es una escritora, no una pensadora”. Costello observa que el mundo es un espejo roto de manera irreparable.

(Fui a revisar el relato “Un informe para una Academia”, de Kafka, que se refiere en el libro. En mis ojos se fijaron las pupilas de la simia con la que convive el simio que da el informe, leí: “Durante el día no quiero verla; es que tiene en la mirada la locura del animal amaestrado, desequilibrado; de esto sólo yo me doy cuenta y es algo que no puedo soportar.”) Entonces, de las profundidades del mar que observaba tranquilo, surge un animal gigantesco. La historia que permanecía sumergida sale a la superficie. “¿Realmente entendemos el universo mejor que los animales?”, pregunta Elizabeth Costello. Yo respondo que no, pienso que miro de manera semejante a la simia amaestrada. Hemos aceptado las instrucciones para habitar el mundo y sobrevivir a la par de los otros. No son relevantes aquí las ideas que nazcan de la soledad. Como la persona que escucha mientras mueve los dedos de las manos enredando un hilo invisible, los seres humanos escondemos el sentido de la existencia, buscamos con dedicación las causas de nuestras emociones, a veces damos con ellas, otras, nos encontramos con puntos ciegos. Los escritores como Elizabeth Costello no buscan creer, sino escribir. Los animales no se retuercen en los laberintos del pensamiento, ellos viven. El escritor imita, los lectores leemos sus remedos.

Costello declara:

Soy escritora, vendo ficciones. Solamente mantengo creencias de forma provisional: las creencias fijas serían un obstáculo para mí. Cambio de creencias igual que cambio de habitación o de ropa, de acuerdo con mis necesidades. Por esta razón (profesional, vocacional) solicito quedar exenta de una norma que oigo por primera vez, a saber: que todo solicitante ante la puerta debe afirmar una o más creencias.

Me pregunto lo siguiente: ¿se enfrenta el escritor contemporáneo a una realidad amaestrada? O bien ¿el contexto le pide que amaestre sus ojos? Siguiendo las palabras de Costello, los puntos donde se atan los cabos de los hilos, por ejemplo, al leer: “Al hecho de pensar, al raciocinio, le opongo la plenitud, la encarnación, la sensación de ser.” O “—En mi trabajo, una creencia es una resistencia, un obstáculo. Intento vaciarme de resistencias.”, la escritora se halla sujeta a ser amaestrada. ¿Cómo contar una historia acerca de la condición humana vaciándose de resistencias? —Primero, con dolor, después con libertad —me respondo en un susurro.

            “—¿Qué quieren exactamente de mí?” Resuena la pregunta de Costello.

            “—Queremos que sigas creyendo que tus libros son más consistentes que tú.” —Dicen las voces de los escuchas.

 

III

Estamos en Atenas sentados en la mesa de un café al aire libre. Mi hermano mayor clava el dedo sobre el mapa de la ciudad y se lo muestra a mi hermano mediano. Tengo nueve años de edad. A mi abuela Olga (que era poeta) se le ocurre leerle el café a mi madre. La broza del fondo le permite decirle algunas cosas acerca de su vida sentimental, aunque lo hace con cuidado. En la mesa de al lado, un hombre corpulento observa a mi abuela. Cuando ella termina de embelesar a mi madre con sus palabras de supuesta adivina, el hombre le pide que le lea el café. Entonces, mi abuela se pone de pie y va a sentarse con él. No sé si le diga mentiras. Me pregunto qué le dice, de dónde saca las palabras para augurarle un futuro o descifrar si las costumbres del hombre lo llevan hacia el bien o hacia el mal. Cuando termina, le pregunto qué le dijo al hombre. Y mi abuela me responde que habló a partir de sus observaciones. Se ríe. Dice que el hombre le creyó cada una de las palabras que le dijo. La superstición pacta con la palabra. Las palabras suelen ser lo que va a ocurrirnos. Y si lanzamos palabras al aire es para sabernos predictivos.

El hombre al que mi abuela leyó el café se marchó satisfecho. Y ella supo que tenía el poder de nombrar la experiencia ajena como si la conociera. Mi abuela no era adivina, pero aquella tarde lo fue. En realidad, ella estaba siendo una persona que no conocía su propia mente al hablarle al otro como si pudiera entrever en su existencia, a la manera de la protagonista de la novela de Coetzee.

(Cito): “Si puedo ponerme en el lugar de un ser que no ha existido nunca, también puedo ponerme en el lugar de un murciélago, de un chimpancé o de una ostra. De cualquier ser con el que comparta el sustrato de la vida”, leemos.

Leer es ponerse en el lugar de otros. Para mi abuela, adivinar en el café de aquel hombre, debe haber sido como pensar en escribir una novela.

 

IV

Es probable que no sea un simio quien pronuncia su monólogo en el relato de Kafka, sino un hombre haciéndose pasar por simio. O bien, de un simio adiestrado de manera insólita. Y es bastante probable que los animales nos hayan hablado de una manera que no hemos conseguido escuchar. En el capítulo xii del Libro Segundo de sus Ensayos, Montaigne se preguntaba: “De qué razonamiento [el hombre] se sirve para asegurarse de la pura y sola animalidad que les atribuye? Cuando yo me burlo de mi gata, ¿quién sabe si mi gata se burla de mí más que yo de ella?”

De cualquier manera, el sentido ya se ha movido de lugar (cito): “Había una época, creemos, en la que podíamos decir quiénes éramos. Ahora no somos mas que actores que recitamos nuestros papeles. El fondo ha desaparecido”, dice Costello. Por otra parte, el simio de Kafka remata su monólogo así: “De todos modos, en términos generales, he logrado lo que quería lograr. Que nadie diga que no valió la pena. Por lo demás, no busco el juicio de los hombres, solamente quiero difundir conocimientos. Yo solamente informo, también a ustedes, ilustres señores de la Academia, solamente les he informado.”

Hacia el final de la novela aparece la imagen de una puerta, y del otro lado de ella, un animal. Pienso que el cielo que vemos sería de otro color si el animal no estuviera después de atravesar el umbral.

“La vida conocida es extraordinariamente hermosa”, anoté también en el ejemplar de mi novela. La idea deriva de los placeres otorgados por la percepción, desde luego, aunque también de la posibilidad de habitar el mundo a la par de los animales. Del otro lado de la puerta estamos, también, convertidos en alebrijes: somos animales híbridos y soñamos con vehemencia por comprender los misterios de la Naturaleza; cruzamos los puentes que hemos construido para llegar al otro lado y observar desde allí si el cauce del río ha crecido o si ha disminuido. Quizá, por olvidar de manera recurrente la velocidad del agua y la potencia del arrastre, entre otras revelaciones de nuestro entorno, perdemos de vista nuestra historia y seguimos sobreviviendo con ferocidad e insistencia.

(Cito): “El simio de Kafka está incrustado en la vida. Lo que importa es la incrustación, no la vida en sí. Su simio está incrustado igual que nosotros, yo en ti y tú en mí. (…) Kafka permanece despierto durante los saltos en los que nosotros dormimos. Ahí es donde entra Kafka”, dice Elizabeth Costello.

Los dedos de los escuchas cesan de moverse, desisten, dejan de enrollar el hilo invisible, pienso, cuando termino de leer la novela. Por la tarde, doy un paseo alrededor del bungalow donde me hospedo y al llegar al final de una vereda distingo el luminoso cuerpo de un caballo blanco.

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(Ciudad de México, 1975) es autora, entre otros, de El animal sobre la piedra (Almadía, 2000) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2012). En 2022 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela más reciente, Isla partida (Almadía, 2021).


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