Foto: Juan Guy Jeanmaire / Anagrama

Federico Jeanmaire: ganarse la atención sin tener que levantar la voz

Con perfil bajo y una obra muy sólida, se ha convertido en uno de los autores más personales de la literatura argentina de las últimas décadas. Su última novela, Wërra, recién editada por Anagrama, lo ratifica.
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A comienzos de 2018, el escritor argentino Federico Jeanmaire pasó un par de meses en la Casa de Escritores y Traductores Extranjeros, una residencia en Saint-Nazaire, Francia. Cumplió con su objetivo: terminar de corregir la novela La creación de Eva, que unos meses después publicaría la editorial Tusquets. Pero tanto lo impactaron las huellas que la Segunda Guerra Mundial dejó en esa ciudad que allí mismo comenzó a escribir la que sería su siguiente novela.

Esa novela se titula Wërra –vocablo del alemán antiguo del que derivan la palabra inglesa war, la francesa guerre y la española guerra– y acaba de ser editada por Anagrama. Con rasgos de autoficción, cuenta la historia de un escritor argentino que pasa una temporada en Saint-Nazaire y se familiariza con el lugar, con su gente y con su historia. Pero, sobre todo, reconstruye con minuciosidad la Operación Chariot, la brutal batalla que tuvo lugar allí en la madrugada del 28 de marzo de 1942.

La novela comienza con la noticia de un bombardeo francés sobre Siria y luego, más allá de centrarse en la Segunda Guerra Mundial, sobrevuela también la guerra de Malvinas y hasta Combate, la serie bélica de televisión de los años sesenta. Podría titularse, cortazarianamente, Todas las guerras la guerra, porque es, quizá, un alegato por la paz. “Paz y abrazo”, como escribió el autor, de su puño y letra, en la primera página de los cientos de ejemplares que algunas librerías de Buenos Aires vendieron de manera anticipada. Paz y abrazo.

 

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Nacido en Baradero, provincia de Buenos Aires, en 1957, Jeanmaire se ha convertido en uno de los escritores más personales que ha dado la literatura argentina en las últimas décadas. En los más de veinte libros que lleva publicados, desarrolló una voz propia, un estilo que tiene mucho que ver con la oralidad, con el habla coloquial de la gente de su país. No tanto por el léxico o la jerga, sino sobre todo por el ritmo, la cadencia, la musicalidad de sus frases. Un tempo que el autor establece, por ejemplo, a través de unos párrafos brevísimos (tan escuetos como “Pero”, “Entonces” o “Sin embargo”) y que hace que, para sus lectores, sus páginas resulten inconfundibles.

El autor ha explicado que sus influencias provienen básicamente de dos lugares. El primero es una línea de la tradición literaria argentina que él resume en tres nombres: Domingo Faustino Sarmiento, Julio Cortázar y Antonio Di Benedetto. La manera en que ellos “rompieron” la gramática, cierta sintaxis arbitraria asumida como estilo, abrió el camino para permitírselo también a quienes vinieron después.

La segunda influencia la encontró en los bares de Buenos Aires. Cuando era un muchacho del interior recién llegado a la capital, Jeanmaire advirtió cómo, en esos sitios, las personas se disputaban el liderazgo de la charla, peleaban por ser el centro de la conversación. “Traté de ver cuáles eran los procedimientos para llamar la atención, para adueñarse de la oreja del otro –explica–. Descubrí que, cuando uno de ellos conseguía por fin la atención del grupo que estaba en la barra, entonces el relato se hacía más moroso, más lento, y el que hablaba ponía las pausas donde quería. Sobre todo para ver cómo estaban recibiendo los demás eso que él contaba. Ahí descubrí que la gente, para ganarse al público cuando habla en esos lugares, no pone los puntos de la forma sintáctica correcta. Los pone donde le interesa y donde quiere”.

Lo mismo que ahora, en sus libros, hace él.

 

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Wërra es la vigésima novela de Jeanmaire (pronúnciese yanmér, o mejor, para decirlo en argentino, shanmér). Treinta y seis años han pasado desde la primera, Un profundo vacío en el pie izquierdo, publicada cuando acababa de volver de Europa. Allá había vivido entre finales de los setenta y comienzos de los ochenta, mientras la Argentina sufría su última dictadura militar.

Fue allá, en Madrid, donde a sus veintidós años decidió que quería ser escritor. Escribía desde los cuatro años, cuando pudo anotar su primera palabra en un papelito para congraciarse con su padre. Pero a los veintidós, después de dedicarse “infructuosamente” a otras actividades, recuerda, escribió unas cuantas páginas y se las llevó a su tía, que era licenciada en literatura y también estaba viviendo en la capital española.

“Es una porquería, no escribas más, seguí leyendo que lo hacés muy bien”, le dijo la tía, según el recuerdo, quizá exagerado, de Jeanmaire. Pero antes de que él se marchara, ella le preguntó si había leído el Quijote. “Intenté dos veces y no pude, me aburrió”. Entonces ella le dio su ejemplar. “Y me impuse leerlo –cuenta el escritor–, porque me impuse el objetivo de, algún día, escribir algo que le gustara a esa señora que yo amaba tanto y que era mi tía. Me sobrepuse a las primeras doscientas páginas, que son las que realmente cuestan del Quijote, y a partir de ahí me enamoré del libro. Y es un amor que todavía perdura”.

El Quijote le cambió la vida. Leerlo, dice, fue como el taller literario que nunca hizo. Se convirtió en un especialista en ese libro. Y también en Cervantes, sobre todo desde que, en los años ochenta, cuando cursaba la carrera de Letras, supo de su novelesca vida. Tanto se apasionó que, tras publicar su segunda novela (Desatando casi los nudos, editada por él mismo, de forma artesanal, en 1986), se lanzó a una aventura casi temeraria: escribir una autobiografía ficticia del Príncipe de los Ingenios. Una novela que le permitiera, durante un tiempo, ser Cervantes.

La escribió durante cuatro años. La terminó en 1990, mientras cursaba un doctorado en Madrid, adonde había vuelto tras graduarse y dar clases durante dos años en la Universidad de Buenos Aires, en la cátedra de Beatriz Sarlo. Tituló a su novela Miguel y la presentó al Premio Herralde. No lo ganó, pero fue finalista. Y Anagrama la publicó. Y eso, que él define como una especie de milagro, le cambió la vida para siempre.

“Tenía 33 años y que me publicara Anagrama era impensado, un sueño –recuerda–. Eso me posicionó en otro lugar. Antes de ese libro, cuando iba a las editoriales, nadie me recibía, nadie me leía… Lo que todos los escritores conocemos”. Cuando retornó a la Argentina, el panorama se había invertido: “Las editoriales me preguntaban qué tenía yo para publicar”. Bromea con la idea de que, si en aquel momento Anagrama no hubiese publicado Miguel, ahora tendría su casa llena de manuscritos inéditos.

 

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Vinieron después muchas novelas más. Entre ellas Montevideo, de 1997, en la que se dio el gusto de ponerse en la piel narrativa de su otro héroe literario, junto con Cervantes: el ya citado Sarmiento. También escribió Mitre, premiada como la mejor novela publicada en Argentina entre 1997 y 1999. Y también ganó, en 2008, el Premio Emecé con Vida interior y, un año después, el Premio Clarín de Novela con Más liviano que el aire.

En general, sus personajes son gente común y corriente. Hombres y mujeres que a menudo deben afrontar situaciones excepcionales y que muestran sus dudas, sus vacilaciones. Gente que sabe decir “no sé”. En varias de sus novelas aparece el narrador autoficcional –a veces directamente autobiográfico– que también asoma en Wërra, en particular en las del período de Papá (2003), Países bajos (2004) y La patria (2006). Más tarde asumió otros riesgos, como las novelas constituidas por monólogos de mujeres: son los casos de la ya citada Más liviano que el aire, Las madres no les decimos esas cosas a las hijas (2012) y Tacos altos (2017).

Y ha publicado también otros dos libros que, junto con Miguel, conforman lo que se podría llamar su “trilogía cervantina”: el ensayo Una lectura del Quijote y, en colaboración con Ángeles Durini, una adaptación de las aventuras del Ingenioso Hidalgo. Una mañana de domingo, de visita en Baradero, su pueblo, iba por la calle en bicicleta y una chica le preguntó: “¿Vos sos el que escribió el Quijote?”. “Fue uno de los mejores momentos de mi vida”, se ríe Jeanmaire.

 

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Cultor del perfil bajo, de habla pausada y sin estridencias, Jeanmaire parece la antítesis de esos hombres a los que él veía, en los bares de Buenos Aires, disputarse el liderazgo de la conversación. Esos en los que se inspiró para poner puntos y terminar los párrafos donde le da la gana. Quizá por eso se dedicó a escribir libros (quizá por eso lo hacemos todos los que lo hacemos): para ganarse la atención de los demás sin tener que levantar la voz.

El año pasado, eso sí, se abrió una cuenta en Instagram. Entre sus últimas publicaciones hay varios pasajes de Saint-Nazaire y otros materiales relacionados con la historia de la ciudad. “Para los que están leyendo Wërra”, avisa él. Quienes no están leyendo Wërra y quieren tener una primera aproximación con el autor, ese espacio puede ser un punto de partida. O, mejor aún, pueden leer Lo que resta de vida, novela inédita todavía en papel, publicada por entregas en la web argentina Infobae entre abril y mayo de este año.

Quienes sí hemos leído sus novelas, quedamos ya a la espera de la próxima. Porque Jeanmaire es un autor prolífico, de esos para los cuales terminar una novela significa empezar a escribir la siguiente. Por suerte hace treinta años Anagrama aceptó publicar Miguel. De lo contrario, quién sabe qué hubiera ocurrido. Tal vez, como bromea él, sus manuscritos inéditos seguirían acumulándose en su casa.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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