Una historia americana

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Sabemos desde hace tiempo que Estados Unidos está en todas partes. Cientos de miles de sus soldados vigilan, pelean y mueren en más de 130 países. Sus empresas y mercados financieros marcan el paso de la economía mundial con un vigor que la East India Company y la City de Londres jamás soñaron. Sus ídolos musicales y cinematográficos pasan a ser los nuestros de manera casi natural. Para buena parte del mundo, pero sobre todo para América Latina, la ubicuidad estadounidense es un hecho de la vida, parte del estado normal de cosas, si se quiere.
     No debe sorprender a nadie entonces que el debate actual sobre la naturaleza del poderío estadounidense se haya recibido con una tibia indiferencia —cuando no hostilidad abierta— entre los intelectuales latinoamericanos y europeos. La idea de que pueda haber siquiera una discusión al respecto irrita profundamente a quienes han dedicado varias décadas a criticar la preeminencia estadounidense. Averiguar si Estados Unidos es un imperio o una mera potencia hegemónica parece trivial cuando se pueden usar las mismas categorías que se utilizaban hace diez, veinte o treinta años. Si es una potencia hegemónica —una hiperpotencia, dirían los franceses—, se sabe desde hace tiempo que no puede más que dar al traste con la estabilidad del sistema internacional. Si es un imperio, se pueden reciclar y mutilar categorías marxistas y leninistas para denunciar su profunda maldad, como hacen Michael Hardt y Antonio Negri en Imperio.
     A este anquilosamiento se suma el limitado alcance del propio debate estadounidense. Es una discusión introspectiva en la que el objetivo principal es influir en el ánimo de Washington, no en el de Londres, París o Moscú. Los artículos de Henry Kissinger, Zbigniew Brzezinski o Stanley Hoffmann tienen el objetivo principal de influir en el proceso de toma de decisiones del gobierno estadounidense y sólo de manera indirecta en la perspectiva de los intelectuales de otros países. Es un debate en el que, la mayor parte del tiempo, el resto del mundo sirve de trasfondo o de pretexto, pero rara vez de contraparte.
     Joseph S. Nye, decano de la Escuela de Gobierno “John F. Kennedy” de la Universidad de Harvard y antiguo funcionario del gobierno de William Clinton, se inscribe entusiastamente en esta categoría. En 1990, publicó Bound to Lead, un libro en el que argumentaba que Estados Unidos debía asumir un papel de liderazgo mundial, so pena de quedarse rezagado frente a Japón y Europa. En La paradoja del poder norteamericano, Nye regresa al tema una vez más para argumentar que el poder estadounidense debe ajustarse a los cambios que ha traído la globalización: “Nuestro reto histórico será desarrollar un consenso sobre los principios y normas que nos permitan trabajar junto a otros para afianzar una estabilidad política, un crecimiento económico y unos valores democráticos.”
     El argumento del libro no es particularmente original y recopila muchos de los lugares comunes de los intelectuales liberales estadounidenses (“Nuestros valores inspiran odio pero también admiración”) y de clichés de la globalización (“No se puede evitar la influencia de Hollywood”). Además, su esfuerzo por conciliar el realismo político con la cooperación internacional resulta en criterios tan vagos como “buscar soluciones multilaterales para asuntos que son intrínsecamente participativos y que Estados Unidos no puede atender solo” y actuar unilateralmente “cuando nuestra supervivencia esté en juego”.
     Finalmente, la distinción que hace entre “poder duro” (militar, económico) y “poder blando” (influencia cultural) resulta muy débil. Nye supone que la promoción de los valores estadounidenses redundará en un sistema internacional más estable y amistoso para los intereses de Estados Unidos. Sin embargo, como bien ha argumentado —entre otros— Stanley Hoffmann, los mismos canales que permiten promover los valores de la democracia y los derechos humanos son utilizados por aquellos que desean destruir las democracias liberales. La misma televisora que transmitió un discurso del Presidente de Estados Unidos puede transmitir en el siguiente segmento un video de Saddam Hussein. Además, es imposible controlar la influencia que tienen unas y otras fuentes de información. En el mercado contemporáneo, Britney Spears resulta infinitamente más influyente que el propio Nye. Si bien es cierto que Estados Unidos no puede utilizar su “poder duro” todo el tiempo, bombardeando y amenazando con sanciones económicas, el hecho es que los alcances de su “poder blando” son, en el mejor de los casos, una incógnita.
     Así las cosas, La paradoja… es un libro que, a pesar de su claridad expositiva y los datos que incluye, resulta poco más que un texto introductorio para entender mejor la forma en que los estadounidenses se ven a sí mismos y al mundo. Es una historia americana del poder estadounidense y, por el momento, el resto del mundo no está invitado. ~

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