Novela o Guatemala

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Rodrigo Rey Rosa

Los sordos

México, Alfaguara, 2012, 232 pp.

Si algo destaca en el cuentista superior que ha demostrado ser Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) es la precisión de su escritura para instaurar universos de ficción, compactos, sí, pero contundentes en el registro de lo sensorial. Quien espere hallar ese filamento prosístico en Los sordos, la nueva novela del autor guatemalteco, habrá de verse sorprendido. Igual que en Severina (2011), su anterior obra, la sorpresa es decepcionante.

Las instancias en las que Los sordos hace recordar al Rey Rosa de antes (por ejemplo, de Ningún lugar sagrado, 1998) son muy pocas, si acaso en alguna descripción: “A lo largo de la orilla los montes se encorvaban hasta el agua para sumergir sus enormes cabezas de reptil.” Lo que hay más aquí es una voz poco diligente, que en vez de afinar los instrumentos de la percepción narrativa avanza con descuido y apremio para saldar una historia cuyo atractivo querría ser, a cambio, su ubicación en el contexto de la violencia actual en el país centroamericano.

Salvo por una breve sección integrada por mensajes de correo electrónico, Los sordos está narrada, de forma ortodoxa y reacia al menor prurito técnicamente audaz, en tercera persona por una voz que entra y sale de varias psiques: un maduro guardaespaldas, su sobrino, un viejo millonario, sus dos hijos, el abogado… Si hay un eje dramático sería el segundo de ellos, Cayetano, joven dotado de una puntería perfecta y cuyo primer trabajo como guardaespaldas será con Clara, la hija del anciano don Claudio. Cuando ella se esfuma, al parecer secuestrada, el muchacho prosigue la búsqueda incluso después de que el padre ha muerto e Ignacio, el hermano, se ha rendido. Hay que decir, primero, que la trama no da para mucho: la desaparición de Clara, la negociación del rescate con quien se finge plagiario, la vida en común de la mujer con su amante y las pesquisas de Cayetano por su cuenta son episodios que parecieran irse hilvanando de manera inconsecuente, con muy escasa atención a las perplejas preguntas de un lector impaciente: ¿por qué nunca se manifiesta –a través de hechos concretos– esa “tiranía” de don Claudio de la que se queja su hija? ¿Qué necesidad tenía el abogado de “secuestrar” con drogas a Clara, su favorable amante y confidente? ¿Cómo así Cayetano adivina tan fácil que la mujer está siendo narcotizada?

Estas fisuras tienen que ver con el hecho de que ninguno de los personajes adquiere un perfil distintivo: sus acciones se suceden sin caracterizarlos más allá de una condición plana e intrascendente. Cambian sus hábitos, se enriquecen, viajan, matan o son heridos, pero lo que ocurre nunca los catapulta a una definición culminante ni mucho menos los toca por dentro. No extraña, así, que el narrador no aproveche su facultad omnisciente para elaborar una inspección penetrante de sus modulaciones interiores.

Más aún, hay un tufo de facilismo tópico, casi diría de pereza, en la forma como se lidia con las competencias perceptivas de cada uno. Cuando el tío Chepe conduce a su sobrino por las calles de Guatemala, leemos: “Cayetano miraba a derecha y a izquierda, leía anuncios y carteleras; no le decían gran cosa.” ¿De veras un recién llegado a la gran capital tiene la sensibilidad ocluida como para no ver pasar por sus sentidos al menos dos o tres pulsaciones inquietas? Otro ejemplo: “Ahora el sol había salido del otro lado de la hondonada y su calor era como un bálsamo que lo relajaba”, se dice de Chepe, con un tropo flácido y por demás gastado. Más de una vez tenemos que el discurso asigna a los personajes la apreciación del aspecto “irreal” o “extraño” de un suceso o sitio: “montañas y volcanes, todo parecía irreal”, se lee en una floja descripción. Luego de la muerte de don Claudio, Cayetano advierte en el hijo un cambio que, dentro de la vaguedad con que se expresa, no deja de sugerir su vecindad más con el libreto de una telenovela: “De un día para otro en su cara había parecido una extraña, fantasmal semejanza con el difunto, como si el espíritu de este ya se hubiera alejado en él, pensó Cayetano.” La profusión de adjetivos y expresiones carentes de dimensión sensible contribuye, entonces, a impartir una visión superficial del universo guatemalteco que se habría pretendido, mediante lo que los personajes perciben, crear.

Porque, contradictoriamente, Guatemala misma se halla demasiado referida en Los sordos. “Guatemala estaba llena de cobardes, se dijo Chepe a sí mismo mientras veía un vaso de agua en la cocina”, leemos hacia las primeras páginas. No pasan muchas más antes de que el abogado, regresando de Europa, constate: “Este país se va al carajo, se dijo a sí mismo.” Desde la conciencia del anciano millonario se registra después: “Debimos irnos cuando era tiempo –pensó–, largarnos antes de este maldito país.” Su hijo, al verse obligado a viajar en transporte público, no puede evitar curiosas reflexiones sobre la identidad: “Ser guatemalteco –pensó con desencanto–. Oler así –carbón, humo de leña, pedos.”

Estos ejemplos podrían ser advertidos como un recurso para caracterizar a personajes dedicados al ejercicio de la denigración del propio país, nada infrecuente en la boca de las elites –y no solo las elites– latinoamericanas. Pero eso no ocurre en este caso. Expresiones como las que he citado –hay otras más–, por la monocorde insistencia con la que se presentan, parecerían un atajo con el que quiere sembrársele al lector, desde antes de que se muestren los hechos que la soporten, una conclusión: Guatemala es un país jodido.

Hay, cierto, a lo largo del libro la citación recurrente de encabezados periodísticos con noticias de actos desmedidamente violentos en la actualidad guatemalteca. Esa reiteración se desgasta pronto, al grado de que no resulta injusto llegar a la sospecha de que Los sordos pareciera cumplir un propósito más bien sociológico: que predomine sin matices la tesis terminal que el narrador, a través de esas noticias y de los uniformes asertos de los personajes, habría querido hacernos compartir, de manera genérica, sobre Guatemala. Pero entonces, ante tanta Guatemala, nos quedamos sin novela: esa insistencia en enunciar la debacle del país no va de la mano de una fabulación que desarrolle como problema humano e individual el desastre comunitario.

No sería justo dejar sin mención el desencanto que reporta leer a este Rey Rosa novelista. Sería muy de lamentar que un autor de cuentos extraordinarios como los que hemos advertido sus lectores en libros previos haya claudicado ante las sonrisas del mercado editorial perpetrando tomos de un género novelístico que, quién sabe si de un tiempo a esta parte, viene negándosele. ~

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(Culiacán, 1976) es crítico literario y autor de la novela 'Cartas ajenas' (Ediciones B, 2011).


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