La muerte del Doctor Lisérgico

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Timothy Leary,El trip de la muerte, Kairós, Barcelona, 1998, 252 pp.

El inquietante laberinto vital de Timothy Leary, prócer del LSD y “el hombre vivo más peligroso” según el entonces presidente norteamericano Richard Nixon, comienza antes de su nacimiento y termina más allá de su muerte. Destinado a difundir mundialmente “la potencia creativa y antiautoritaria de las drogas psicodélicas”, sus padres lo concibieron la noche del 17 de enero de 1920, apenas unas pocas horas antes de que Estados Unidos convirtiera al alcohol en una droga ilegal “y comenzaran en este siglo los problemáticos intentos oficiales por regular los tóxicos y las sustancias que alteran la mente”. Como psicólogo, en sus libros Interpersonal Diagnosis of Personality y The Existencial Transaction sugirió la necesidad de un trabajo en equipo entre el terapista y el paciente, explicitado en una “teoría de la terapia grupal” que se desarrolló rápidamente en todo el mundo menos en su país, Estados Unidos, donde la Asociación de Psicólogos Norteamericanos (APA) sólo la adoptaría casi 45 años después de enunciada. Sus investigaciones acerca del consumo experimental de la psilocibina —el principio activo de ciertos hongos alucinógenos— le permitieron concluir que “la ignorancia acerca de las drogas psicodélicas es la misma que se mantiene con respecto a la conciencia”, pero también implicaron su expulsión del departamento de psicología de la Universidad de Harvard (él y Richard Alpert, su asistente, fueron los únicos docentes echados de Harvard en este siglo), la clausura del Harvard Psychedelic Drug Research Program y la declaración de ilegalidad de la psilocibina. En el laberinto en llamas de su fama como contraseña lisérgica, Timothy Leary no siempre ha salido vivo. Y no es sino la muerte la que lo revive con El trip de la muerte, texto definitivo y feroz en el que late la auténtica dimensión filosófica de quien ya no es, solamente, otro icono del tumulto contracultural de los sesenta.
     Esa muerte comenzó tres décadas antes de que, a fines de 1996, un cohete desparramara las cenizas de Leary por el espacio, entre estrellas y satélites, hasta convertirlas en hollín cósmico. Casi podría decirse que su caso sirve para advertir cómo la muerte llega por contagio de otras: en 1966 Leary fue arrestado en Laredo, estado de Texas, por posesión de unos gramos de marihuana que no llevaba él, sino su hija Susan, de 18 años; casi 25 años más tarde, en 1990, los efectos de aquella culpa latente y rozagante complotaron para que Susan, detenida tras pegarle un tiro a su pareja mientras éste dormía, se ahorcase en una celda de Los Ángeles con el cordón de una bota. Rosemary, madre de Susan y segunda esposa de Leary, recordó tras semejante desgracia que, efectivamente, Susan jamás volvió a ser la misma después del incidente de Texas. “A Tim lo condenaron a 30 años de prisión y 630,000 dólares de multa, mientras que a ella le cayeron cinco años. La de Tim fue la máxima pena en la historia por posesión de marihuana. Y Susan se sintió tan culpable por implicar a su padre en algo que era de ella, que nunca pudo reponerse”, señaló en una entrevista publicada en la revista Rolling Stone. Por rescatarla del purgatorio social, el psicólogo Leary no advirtió que su hija se condenaba al infierno de la culpa y el autocastigo. Después, entre la detención en Texas y la muerte de Susan, pasó lo que podría ser un buen material para Hollywood: la difusión del LSD a partir de la experimentación consigo mismo, la condena a prisión por posesión de marihuana, su cinematográfica huida de una cárcel de California, el rechazo de los Panteras Negras a su pedido de asilo en Argelia, su captura a manos de la DEA en Kabul, la acusación de tráfico de drogas y conspiración, los 42 meses que pasó encarcelado, la liberación en 1976 y su posterior trabajo como asesor de empresas de computación, entre otras cosas. Pero fue un año después de aquel suicidio, tal vez como una forma biológica de expiación íntima, cuando al propio Leary se le detectó un cáncer de próstata irreversible, doloroso y fatal. Así, con los días contados y la angustia en el alma de sus ex esposas, hijos y amigos, quien fuera el desvelo de Richard Nixon (y, también, parte del coro del “Give peace a chance” de Lennon y Ono) despertó a la que sería su última y más insolente paradoja: la alegría ante la muerte inminente. “Incluso en el caso de que hayas vivido como un palurdo irredento, puedes morir con tremendo estilo”, escribe en El trip de la muerte, su último libro y el mayor manifiesto jamás escrito a favor de “una muerte de diseño, inteligente”.
     ¿Estilo para morir? Por cierto, en estas páginas no se trata de cómo palmarla con alguna elegancia o misterio, de la mano de frases célebres como el mehr licht! con el que Goethe despistó a la posteridad (“¿más luz?”, “¿más Lichtenberg?”) o el igualmente enigmático rosebud de William Randolph Hearst en Citizen Kane, de Orson Welles. Para este Leary moribundo, que escribe El trip de la muerte mientras piensa en un suicidio personal transmitido y comentado en directo desde su homepage en Internet (www.leary.com), lo importante es resistirse al rol de “paciente pasivo y/o víctima” de la agonía en la sociedad fabril para “abordar la muerte de forma semejante a como se vive la vida: con curiosidad, esperanza, en una actitud de experimentador y con la ayuda de los amigos”. Preguntarse por la muerte, qué es y cómo sobrellevar aquello de lo que es imposible relatar su experiencia, conduce al psiconauta y neurofilósofo Leary a rastrear el sentido de la vida y el futuro de la especie. Así, en primer lugar, el autor subraya que “el objetivo de la existencia es evolucionar y mutar en armonía con el mensaje del código genético”; en su visión de científico, descree de la existencia de un Dios único y creador —aunque concede que la vida en la Tierra tiene “un propósito y un rumbo”— para reivindicar al biólogo sueco Svante Arrhenius, quien fue el primero en enarbolar la teoría de la “panspermia dirigida”. Según Arrhenius, este planeta habría sido sembrado con esporas del espacio exterior, toda la corteza terrestre convertida en una inmensa granja galáctica de “semillas” de ADN cuya función sería “desarrollar sistemas nerviosos capaces de descifrar la misión del ADN del mismo modo que el objetivo de la vida es mirar adentro y afuera y descifrar el objetivo de la vida”. Las estructuras y piruetas del ADN, ciertamente, indican que la especie humana estaría hecha para mutar, sospecha que Leary transforma en convicción y cuyo último ejemplar sería la llamada generación de la red, “un nuevo estadio de inteligencia neurológica, con cerebros electrónicamente unidos”. Excesivo y contundente, el autor profetiza sobre algunas de las transformaciones que vendrán (“la belleza de las tecnologías de la información-comunicación” estaría en ampliar las fronteras del yo —proceso que se inicia con Internet, donde la computadora es la prolongación humana en un espacio virtual— y permitir que “un individuo se extienda a través del tiempo y del espacio a la velocidad de la luz”, esto es, con la posibilidad de estar vivo en muchos sitios a la vez y no sólo “en un diminuto pináculo de espacio y tiempo”) y anuncia la que será la mutación más sorprendente: aquella en la que se podrá decidir sobre la propia mortalidad o inmortalidad.
     La conquista del derecho de decisión con respecto a la muerte aparece, en el discurso de Leary, tan importante como la lucha por la soberanía individual en el mundo contemporáneo, caracterizado por la masificación cultural y la vigilancia política. No se trata, por ejemplo, de defender la elección de la eutanasia ante un sufrimiento pavoroso e inútil; en la perspectiva del autor, la eutanasia es tan sólo una elección posible, quizá la más drástica del menú de muertes a disposición del individuo del siglo XXI. “Qué pasos hay que dar, en lo político-cultural-social, para proteger y reanimar los cerebros en hibernación”, se cuestiona Leary, y esa pregunta vuela sobre un cielo de legalidad incipiente, religiosidad desnuda y ciencia voraz. El autor cree que si hay un alma, esa alma es la mente, por lo cual habita en el cerebro; y con el cerebro, en algún futuro no del todo incierto, podrían llegar a hacerse muchas cosas: congelarlo y activarlo tiempo después, mantener sus recuerdos o cambiarlos, ponerlo en comunicación con otros cerebros igualmente gélidos pero activos. Alerta ante el debate ético que seguramente despertará este póquer de posibilidades (discusión que comienza a surgir alrededor de la inminencia de la clonación humana), El trip de la muerte aprovecha para colocarse del lado de la libertad individual: “quizás seamos capaces de apaciguar nuestros temores ancestrales mediante el sentido común, familiarizándonos con las diligentes partes de nuestro cuerpo y asumiendo con dignidad el control del funcionamiento de nuestros cerebros”, escribe el autor, quien aconseja adoptar como buenas banderas para la vida —y la muerte— los lemas “Piensa por ti mismo” y “Desconfía de la autoridad”.
     Con un optimismo tan alejado de los tabúes como próximo a la ingenuidad, el propio Leary pensaba que todo esto podía ponerse en marcha a través del ejemplo de su tecnomuerte. Hasta había contratado a una firma privada —CryoCare Foundation— que se ocuparía de su cuerpo y cerebro. Sin embargo, apenas dos semanas antes de su muerte, un amigo suyo descubrió que los encargados de ese peculiar mantenimiento tenían un acuerdo para escribir sobre ello en la revista Wired. A Leary le pareció que se iba a comerciar con lo que él creía era un experimento de efecto más cultural que periodístico, así que finalmente se decidió por la cremación y el vuelo interestelar en forma de cenizas. La anécdota quizás sirva para saber qué grado de relación hay entre las sugestivas profecías y deseos del autor y una realidad que acostumbra a manipular las teorías para sus propios fines.
     En el límite de la psicoverborrea, escondido tras un código de citas que va de Isaac Newton a George Harrison y de Aleister Crowley (el mago a quien se consideró “el hombre más malo del mundo”, desaparecido en un raro episodio que incluyó el testimonio de Fernando Pessoa) a David Bowie pasando por Aldous Huxley e Ilya Prigogine, Leary vuelve a anticiparse a su época con un libro vibrante, un documento futurista pero no de ciencia-ficción, un arrebato intelectual y moral en el que la metafísica, la política, la cibernética, la biología y las matemáticas se combinan para pensar el porvenir de la humanidad en tiempos que seguramente serán más complejos y mejores. Bajo un punto de vista literario, El trip de la muerte es la primera autobiografía intelectual escrita desde la tumba. Y del otro lado de la literatura, estas páginas dibujan el mapa de un laberinto, el último por el que se perdió el autor y del que hasta la muerte sale transformada en otra cosa. –

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(Argentina, 1967) es cronista y DJ. Es autor de Extranjero siempre (Almadía) y del blog Guyazi (www.guyazi.blogspot.mx).


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