Historia, literatura y banalidad

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Leonardo Padura

Herejes

México, Tusquets, 2013, 520 pp.

Herejes, la nueva novela de Leonardo Padura (La Habana, 1955), consta de tres partes y un epílogo: el “Libro de Daniel”, que gira en torno a la llegada del S.S. Saint Louis –un trasatlántico cargado de novecientos judíos intentando escapar de la Alemania nazi– a las costas de Cuba y las consecuencias que el desastroso desenlace del incidente tienen en la vida de Daniel Kaminsky; el “Libro de Elías”, en el que se nos narra la ambición de Elías Montalbo, joven judío en la Ámsterdam del siglo XVII, empeñado en convertirse en pintor en contra de los preceptos de su religión; el “Libro de Judith”, en el que, a través de las investigaciones de Mario Conde, conocemos la desesperada búsqueda de libertad de una joven emo en la Cuba actual; y, finalmente, “Génesis”, largo testimonio de la matanza de judíos en Polonia entre 1648 y 1653.

La novela está construida según el método de la variación sobre un tema: las tres narraciones mayores que componen Herejes tienen el mismo punto de partida, la idea de que el impulso primordial del hombre es hacia la libertad y, por tanto, este hará todo por conseguirla. Pero el montaje de la novela es, finalmente, redundante. El propósito de una variación es transformar el tema, presentarlo desde una perspectiva distinta, iluminarlo con una nueva luz; los tres libros que conforman Herejes no logran establecer un diálogo fecundo entre ellos porque se trata sencillamente de tres ejemplos de la misma tesis. Padura amplía el tema –lo amplía hasta más allá de las quinientas páginas–, pero nunca ahonda en él. El entramado de la novela –los puntos de contacto entre sus tres historias– es, además, torpe. En múltiples ocasiones a lo largo de la obra, Mario Conde y Elías Kaminsky, los encargados de descubrir al lector las tres historias a través de sus investigaciones, se maravillan de las coincidencias cósmicas a las que no dejan de enfrentarse. Pero está claro que, dentro de una novela supuestamente fruto de la voluntad y la deliberación, las coincidencias cósmicas no provienen de ningún plan divino sino únicamente de la impericia del autor.

El compromiso de Padura con el lenguaje resulta nulo. La prosa de Herejes es floja, vaga, llena de adjetivos genéricos e innecesarios; la novela abunda además en ingenio fácil, chistes malos, reflexiones trilladas y momentos terriblemente cursis. Primer ejemplo: “Como si todo lo que representaban uno para el otro estuviera en los ojos. Dejando a un lado las montañas de las frustraciones, los mares de los desengaños, los desiertos de los abandonos, Conde encontró detrás de aquellos ojos el oasis amable y protector de un amor que se le había ofrecido sin exigencias ni compromisos.” Habría que preguntar al autor cuánto tiempo le tomó dar con las insólitas metáforas de las “montañas de las frustraciones” y los “desiertos de los abandonos”. Segundo ejemplo: “Pero la mayoría de las referencias se habían esfumado, algunas sin dejar el menor indicio capaz de evocarlas, como si la vieja judería y la zona donde se había establecido hubiesen sido trituradas sin piedad en la máquina de moler accionada por un tiempo universal catalizado por la historia y la desidia nacionales.” Aquí debemos preguntar: ¿dónde estaba el editor de este libro? La oración es un ejemplo de ausencia total de sensibilidad lingüística: está llena de modificaciones superfluas (“trituradas sin piedad”), es redundante (“accionada” y “catalizado” son utilizados burdamente como sinónimos uno junto al otro) y carece de cualquier noción de estructura (ocho sustantivos en una oración no es barroco cubano, es mala escritura). Señalo estos dos ejemplos, pero no hay página en Herejes que no abunde en ellos.

Y hablando de lo cursi: Mario Conde. Personaje recurrente en las novelas de Padura, expolicía convertido en investigador, a Mario Conde le gusta escuchar Creedence Clearwater Revival, tomar ron barato y recordar los buenos viejos tiempos con sus amigos de toda la vida, quitarse la ropa y meterse desnudo a nadar en el mar. En pocas palabras: un adolescente. Y lo peor de todo es su evidente incompetencia como investigador: no habrá lector que no adivine al asesino de Román Mejías en la primera parte del libro, al menos ochenta páginas antes de que Mario Conde lo haga. Aunado a esto, el desarrollo de su historia personal no hace sino entorpecer aún más las otras narraciones. Esto es especialmente cierto en la tercera parte de la novela, el “Libro de Judith”. Además de contar la historia de Judith, joven emo, esta parte de la novela se concentra en el desarrollo de la relación de Mario Conde con su novia, Tamara. El desarrollo es como sigue: Conde se toma treinta páginas en decidir si debe pedirle matrimonio a Tamara, después de veinte años de noviazgo; treinta páginas más en pedirlo; veinte en pensar que no hizo lo correcto, que todo estaba bien como estaba; y veinte más en discutir el asunto con Tamara y decidir que lo mejor es no casarse y seguir como antes. Cien páginas en las que finalmente pasó… nada. Agreguemos a esto las múltiples e interminables escenas de Mario Conde comiendo, tomando y platicando con sus amigos y el resultado son no menos de doscientas páginas de absoluta banalidad.

Herejes es una novela genérica: genérica en su concepción y genérica en su lenguaje. Y no es, siquiera, entretenida. En la “Nota del autor” que precede a la novela, Padura revela que su libro parte de una exhaustiva investigación histórica para después señalar que algunos hechos han sido modificados en interés de la narración. Se trata de la hoy tan recurrente distinción entre la historia y la literatura, convertida por Padura en lugar común. La advertencia, sin embargo, es innecesaria: Padura no debe preocuparse porque su novela produzca una indeseada confusión entre la historia y la literatura, sencillamente porque no es relevante para ninguna de ellas. ~

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(Mérida, 1988) es crítico literario. Ganador del segundo concurso de crítica convocado por Letras Libres


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