Dignidad en la incertidumbre

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Pensar la vida, esa es la tarea.
— HEGEL
Por lo menos hay que ser capaz de
hacernos sensatos a nuestras expensas.

— MONTAIGNE

Fernando Savater, no hace falta decirlo pero no está de más recordarlo, pertenece a esa estirpe de filósofos sin sistema filosófico con una ingente e influyente obra compuesta de ensayos y reflexiones que apuntan directamente a lo esencial. Tal vez porque haya dado voluntariamente la espalda a las esencias que hace tiempo dejaron de ser esenciales, pues lo esencial hoy ya no es el concepto de verdad, sino las verdades, no es la virtud, sino las virtudes, no es la libertad, sino las libertades. Lo esencial es la razón práctica, como pone una vez más de manifiesto su último libro: El valor de elegir, cuyo título se presta tan bien a la inversión: elegir el valor. O los valores, por seguir con los plurales, elegir en un mundo devaluado lo que todavía tiene valor, porque de elegir no nos libra nadie, ya que incluso cuando no elegimos estamos eligiendo no elegir. Sólo que, en ese caso, en esa no elección que es también una elección nos ha faltado precisamente el valor de elegir.
     Uno de los eternos problemas de la filosofía es el problema de las definiciones, y con buen criterio y certero instinto Savater plantea el tema ya desde la introducción: ¿Es realmente tan necesario ponernos de acuerdo en los términos en que se plantea un problema? ¿No es esta una forma de hurtarnos lo esencial, a saber, el problema mismo, y en consecuencia su solución? ¿A qué viene tanto empeño en definir la libertad? ¿No haríamos mejor en defenderla allí donde se ve ultrajada? “Una vez que se ha demostrado la existencia del mal, en qué consiste y de qué depende, cuando se conocen, por consiguiente, las características generales del remedio y el punto en que éste debe ser aplicado, lo esencial no es establecer por adelantado un plan que prevea todo; lo esencial es ponerse resueltamente manos a la obra”. Así concluía Durkheim su obra El suicidio ya en 1897.
     “Manos a la obra” es una buena definición del hombre como ser que actúa, definición de la que parte Savater en su indagación sobre la libertad. El sentido de la acción es tan fundamental porque tiene que ver con la realidad o con lo que viene en este caso a ser lo mismo, con la sociedad en la que vive el hombre. Y el sentido de la acción es lo que hace que el hombre pueda adaptarse a casi cualquier circunstancia vital, pero pueda también a la vez modificarla, siempre y cuando se ponga “manos a la obra”. “Actuar es en esencia elegir y elegir consiste en conjugar adecuadamente conocimiento, imaginación y decisión en el campo de lo posible.” A partir de esta definición entendemos por qué muchas veces nuestras elecciones, sin ser equivocadas, tienen resultados tan negativos. Podemos haber actuado con conocimiento de causa y decisión, pero puede haber fallado la imaginación, y viceversa. La acción es un todo que es más que la suma de sus partes, pero un todo del que no puede faltar ninguna parte. Lo cual no quiere decir, como advierte Savater, que cuando actuamos con un conocimiento parcial o incompleto de la situación actuemos involuntariamente. La voluntad, como el conocimiento y como la capacidad de elección misma, están siempre limitadas, históricamente, socialmente, incluso moralmente limitadas. Pero seguramente si no existiera esa limitación, si no existiera esa incertidumbre, la acción no se llamaría acción, y tampoco habría necesidad de elegir, pues el resultado de la elección sería indiferente. ¿Y qué es lo que impulsa a la voluntad a actuar? O para plantearlo en los términos de Savater, ¿por qué y para qué actuamos? Porque este es el quid de la cuestión, pues los motivos, las causas y las razones de por qué actuamos de determinado modo y no de otro y qué es lo que nos mueve a hacerlo son necesariamente múltiples, pueden ser contradictorias, y no siempre son fáciles de dilucidar. Savater nos propone una sencilla taxonomía para los motivos de la acción: Necesidades, deleites, compromisos, proyectos y experimentos. Una taxonomía sencilla, efectivamente, aunque determinar de forma inequívoca a qué clase pertenece un motivo a veces no resultará tan fácil, pues ni siquiera en el caso más claro de todos, el de las necesidades, éstas son sentidas en igual grado e intensidad por todos los hombres, y no será raro, por ejemplo, que alguien considere un compromiso, un proyecto o un experimento como una necesidad. Incluso un deleite puede llegar a ser para alguien una necesidad. Claro que ni siquiera las taxonomías zoológicas son perfectas. La vida simbólica de la que habla Savater, tan importante o incluso más que la vida biológica, explica esta indeterminación. Pocos son los hombres que piensan en la perpetuación de la especie, y muchos en cambio los que se afanan por perpetuarse a sí mismos. Considerar la vida como un arte estuvo de moda en una época, en varias épocas a decir verdad, generalmente épocas de decadencia. Hoy el arte de vivir es un tópico sin el significado que tuvo originalmente de hacer de la propia vida una novela. Naturalmente hay personas para quienes el arte de vivir consiste en vivir sin pegar ni dar golpe. Pero no es en esta acepción en la que utiliza Savater los términos, sino precisamente en la contraria: el arte de vivir dignamente, el arte de discernir lo que está bien de lo que está mal, de valorar, que no siempre es tan difícil como pretenden algunos filósofos, pues los efectos del mal, los daños casi siempre irreparables, son demasiado visibles y obvios como para andarse por las ramas. Aunque las cosas no siempre son tan obvias, y tendemos más bien a calificar la bondad o la maldad de nuestros actos en función de sus efectos; lo que tampoco, por cierto, es una guía segura. Elegimos el bien, pero sufrimos el mal, podría ser una fórmula comprometida, pero digna de estudio. Comprometida porque encierra un reconocimiento explícito de la responsabilidad de nuestros actos cuando éstos redundan en algún bien, y un reconocimiento implícito de la irresponsabilidad cuando redundan en algún mal. O lo que es lo mismo: no somos responsables del mal que causamos o nos causamos a nosotros mismos. Una teoría que, como no podía ser menos, ha tenido y sigue teniendo hoy numerosos defensores, y no sólo entre psicólogos y psicoanalistas como tal vez cabría esperar. Hasta los sociólogos se apuntan a ella sin recato.
     Pero una vez más las cosas no son tan sencillas, y no se dejan abarcar de una sola mirada. Podemos hacer el mal con conocimiento de causa y el bien a pesar nuestro, y naturalmente al contrario. En el fondo de esta cuestión está el problema, a juicio de Savater, no ya de lo que deseamos, sino de lo que deseamos desear. ¿Pero podemos desear algo sin desearlo en el mismo momento? ¿Puede haber realmente algo que no deseemos pero que desearíamos desear? Digamos con Savater que: “Cualquiera puede quedar eventualmente hechizado por una razón que tendría peso en otras circunstancias pero es inoperante en el caso que nos urge.”
     El siguiente paso que da Savater en este sugestivo ensayo es tal vez el más delicado: “Las instituciones de la libertad.” Evidentemente es difícil no estar de acuerdo con él, somos seres culturales y hemos desarrollado en el transcurso de nuestra evolución algunos instrumentos, o instituciones si se prefiere llamarlas así, que han contribuido a hacernos más libres: el lenguaje y la técnica se encuentran entre estos instrumentos privilegiados, que como todos los instrumentos, por lo demás, pueden ser utilizados para fines opuestos, como tampoco se le oculta a nadie. Esta posibilidad es la que hace que se aborrezca la técnica, o se acuse a los medios de comunicación de todos los males que padecemos. Error, y no precisamente de perspectiva, sino de planteamiento. “La técnica es nuestra empresa más definitivamente humana”, y renegar de ella, como está de moda, lo único que pone de manifiesto es un complejo de inferioridad y algunos atavismos más que nada tienen que ver con la libertad. Porque la mejor garantía de la libertad es precisamente el desarrollo, como escribe Amartya Sen en Desarrollo y libertad.
     Pero el ensayo adquiere su verdadera dimensión en la segunda parte: “Elecciones recomendadas.” A los filósofos como Savater no sólo les trae sin cuidado la construcción de sistemas, sino que además trufan sus obras con su experiencia personal, con su biografía. Esto, a mi entender, las hace más verídicas y más veraces, y sobre todo más claras. Supongo que hoy no hay nada más fácil para un filósofo que decir que la verdad es relativa, incierta, provisional, y cosas por el estilo, cuando el resto de los mortales solemos distinguir una verdad de una mentira como distinguimos el día de la noche. De modo que cuando uno de ellos viene a darnos la razón nos reconforta. “A mi juicio, elegir la verdad significa aceptar algún tipo de realidad objetiva, independiente. Y me parece sumamente probable que la minusvaloración o relativización depreciativa de la verdad sea a fin de cuentas una forma de animadversión a la realidad”. Una vez más: ¿cómo no estar de acuerdo?
     Y una forma de animadversión a la realidad es declararse al margen de la política, a pesar de que en política, la elección por antonomasia de los individuos libres, la verdad juega un extraño y extravagante papel en ocasiones. Como no hace mucho escribía el propio Savater, cuando ni los historiadores se ponen de acuerdo sobre hechos del pasado, “imaginemos lo que sucederá cuando se intente interpretar políticamente la situación presente” (“Viene criatura”, El País, 4 de octubre de 2003). No hace falta, claro está, que imaginemos nada. Lo estamos viendo. Y una vez más la realidad supera a la imaginación. Pero elegir la política no es más que ejercitar la voluntad, o ejercer la libertad si se prefiere, en el ámbito de lo posible, a fin de modificar unas condiciones de convivencia heredadas. Condiciones que en muchos casos son, como sabemos, limitaciones. Mientras que en otras ocasiones de lo que se tratará es de preservar esas condiciones que garantizan la convivencia. En resumidas cuentas, elegir la política es elegir la justicia, y elegir la justicia es elegir la verdad. De este simple postulado se deduce de forma natural que no todo tiene el mismo valor, que cuando habla de elegir Savater no propugna que cada cual elija lo que más le convenga, o lo que le venga en gana. Una elección libre es una elección razonada y consciente, y declarar que no todas las ideas valen lo mismo, que incluso algunas son despreciables, no atenta contra la democracia y sus tan coreados hoy pilares, el pluralismo y la tolerancia, sino que la fortalece.
     Oportunísimo por cierto el motivo de la ilustración de la cubierta de este libro, esa mano que inicia un movimiento de peón, que elige de entre todas las piezas mover ese peón precisamente cuyo movimiento va a determinar el rumbo de la partida. Podrá ser un movimiento de defensa o de ataque, un movimiento conservador o aventurado, un movimiento en falso o un falso movimiento, meditado o precipitado, pero en cualquier caso la partida ya estaba iniciada. Partimos de unas posiciones heredadas, en ocasiones ventajosas, pero en otras francamente adversas, y todo va a depender de cómo movamos las piezas, porque este es un juego en el que se puede abandonar la partida, pero no se puede en cambio pasar. Fernando Savater ha conseguido en este libro mucho más de lo que confiesa que le hubiera gustado en la introducción: “Me conformaría con que fuese plausible en su detalle y sugestivo en su conjunto.” Ha conseguido una obra plausible en su conjunto y sugestiva en todos y cada uno de sus detalles. –

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(Madrid, 1950) es crítico literario y traductor. En 2006 publicó el libro de relatos Esto no puede acabar así (Huerga y Fierro).


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