Lecturas andinas

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En el avión, que salió puntual de Caracas, terminé de leer, entre inquietantes turbulencias, Historias de la marcha a pie, una novela de la escritora venezolana Victoria de Stefano, una novela que uno tiene la impresión de que debe ser leída con la misma venturosa ilusión con la que uno se lanza a un viaje en toda línea, dejándose llevar hasta el final, "de haber un final, cualquier final". Mientras terminaba el libro, pensé que un lector ideal de esa novela sería Peter Handke. Le imaginé magnetizado tras la lectura del libro de Victoria de Stefano.
     Al aterrizar en la ciudad andina de Mérida, el libro estaba terminado y yo me sentía invadido por cierta ambigua sensación de felicidad. Me parecía a aquel personaje de un cuento de Nabokov que dice que su felicidad es un desafío. Y así, al pisar la bella Mérida, bajo el influjo de la lectura de Stefano, empecé a deambular por las calles y plazas de esa ciudad llevando orgulloso sobre mis hombros cierta inefable felicidad. Esa insensata sensación se intensificó al encontrar a los viejos amigos, al novelista Ednodio Quintero (de quien leería días después, en la soledad del Hotel los Frailes, más allá de Mucuchíes, El diablo en casa, una pequeña obra maestra, libro todavía inédito a la espera de editorial) y a Diómedes Cordero, fanático de la lectura y lúcido crítico de cuanto lee, no perdona una.
     Mérida está situada en el corazón de los Andes venezolanos, sobre una meseta que forma una ligera pendiente a los pies de Sierra Nevada. Es una ciudad tranquila, a veces parece el último rincón del mundo. Mérida te da sorpresas. Yo allí, en la Avenida 3 esquina Calle 16, he visto el aleph de Borges. Por motivos que no se me escapan, siento una irresistible atracción por Mérida. El exagerado Diómedes Cordero diría que en realidad estoy siempre en ella. Mérida también es exagerada, es una ciudad especializada en batir récords, pues en ella está el teleférico más alto del mundo y hay una heladería que está en el Guinness de los récords por tener helados de más sabores que ningún otro lugar del mundo: actualmente tiene 750 sabores; entre ellos, helados de cerveza, de ajo, de beicon, de frijoles, de espaguetis, de remolacha. Y en la ciudad hay setenta cibercafés, lo que para una población de cien mil personas no deja de ser sorprendente.
     Instalado en el hotel Chama, con la felicidad como desafío, leí la primera noche un libro encontrado en una tienda del hotel de Caracas. Hacía tiempo que quería leer a Rodrigo Rey Rosa y debo confesar que Ningún lugar sagrado me impresionó por la sutileza y la extrema intensidad de algunos de sus relatos —pienso sobre todo en el inolvidable "La niña que no tuve". A El factor Borges, el libro de Nicolás Helft y Alan Pauls, también quiero aplicarle el adjetivo de inolvidable. Hasta encontrarlo en la librería Tramas de Mérida no conocía la existencia de este espléndido ensayo ilustrado. Pienso leer todo lo que encuentre de Alan Pauls. En el libro hay capítulos geniales, como el dedicado al parasitismo literario del autor de "El aleph". Ahí se cuenta cómo un tal Ramón Doll, en 1933, en su libro Policía intelectual, criticó la escritura de Borges acusándola de abusar de las cosas ajenas y de repetir y degradar lo que repetía, acusó a Borges de parásito literario. Es muy probable, dice Pauls, que Borges, contra toda expectativa de Doll, no desaprobara la acusación; es más, con su astucia característica —la de los que reciclan los golpes del enemigo para fortalecer los propios—, es muy posible que no rechazara la condena de Doll, sino que la convirtiera —la revirtiera— en un programa artístico propio. Favores que te puede hacer un crítico feroz o tu peor enemigo. ¿Qué es Pierre Menard si no la apoteosis del parasitismo?
     Si el libro de Pauls lo encontré en Tramas, a cuatro pasos del aleph de Mérida, el de César Aira me esperaba en Laudens, la librería de al lado. De este libro de Aira, Diccionario de autores latinoamericanos, había ya oído hablar, y no demasiado bien. Me habían dicho que en él estaba ausente el genio de Aira, pero la verdad es que el libro vale la pena, uno redescubre el curioso placer que hay en lo heterogéneo, ese placer que encontraba Borges en los índices, en los atlas, en los diccionarios. También es cierto que una lectura atenta de este libro puede acabar deprimiendo al lector, ya que en él aparece un altísimo porcentaje de extravagantes y desgraciadas biografías de escritores. Uno lee el diccionario de Aira y lo primero que decide es no ser un escritor latinoamericano nunca. El humor de Aira hace el resto. El humor de Aira —como si fuera el de un personaje del mexicano Efrén Hernández, aquel que retrataba gente sonámbula, que se dormía y se despertaba sin ley, que aparecía de pronto y poco después se perdía— aparece cuando uno menos lo espera y te deja con una risa helada, a punto de hacerte monja. Con el apartado dedicado a la letra H, por ejemplo, por poco me muero de la risa o entro en un convento. En la sección H está condensado el diccionario entero. Imposible olvidar al argentino Eduardo Holmberg y su personaje, el doctor Tímpano, que descubrió que en la cera de las orejas se acumulan todos los sonidos que pueden recuperarse. En fin. Recuperadas quedan aquí algunas lecturas andinas y ciertos recuerdos de Mérida, esa ciudad en la que está el otro aleph, en la Avenida 3, esquina Calle 16. Repito la dirección porque me acuerdo de aquel periodista bonaerense que le dijo a Borges: "Pues yo pensé que era verdad lo de su aleph, porque usted había puesto el nombre de la calle". –

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