Ilustración: Alejandro Magallanes

Las últimas horas

Morelos pudo ser presidente de la República de Anáhuac, pero su genio militar no alcanzó la victoria y fue aprehendido y fusilado en 1815. Se habla de que firmó una retractación, pero hay razones para pensar que se trata de un documento apócrifo. Como complemento, un testimonio de fray José María Salazar da cuenta de las horas antes de su ejecución.
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Podemos apreciar el testimonio de José María Salazar como extraordinariamente valioso. Nadie conoció tan bien a Morelos en la profundidad de su persona, plenamente consciente a las puertas de la muerte. A ninguno de los jueces de la Jurisdicción Unida ni de la Inquisición, ni de la Capitanía General, les reveló su conciencia, como al franciscano. Y aunque el sigilo sacramental le impidió contar todo lo que supo, no poco puede colegirse por el estado de ánimo de Morelos y sus comentarios fuera de confesión, así como de lo que sabemos de su vida por otra gran cantidad de fuentes. La humanidad de Morelos, las certezas de su fe cristiana y las incertidumbres de su condición mortal tuvieron en el padre Salazar no solo un confidente, sino un hermano que se compadecía de su suerte y compartía sus angustias. Y desde luego, a pesar de la igualdad que impone la muerte, Salazar tenía presente que aquel reo era un hombre fuera de lo común, que toda una nación lo admiraba y ofrecía innumerables sufragios por su entrada definitiva en la gloria.

– Carlos Herrejón

Ya no volví a ver al señor Morelos hasta el otro día que lo degradaron, pues a las dos de la tarde que se acabó dicha degradación, se lo entregaron a Concha, quien lo llevó a la Ciudadela 1 . Al otro día temprano fui yo a visitarlo y consolarlo. Nada diré de esa degradación porque no lo vi, ni quise saber cosa alguna, porque me fue muy sensible. Tampoco diré cosa alguna de la ida a los Llanos de Apam, donde se emboscaron en Tortolitas, para atacar a la división. En fin entró en Apam: y allí fue orden del virrey que se quedase de comandante general. No le pareció bien, sino que dejó al señor Bustamante (entonces capitán de San Luis, y Concha ya era coronel también de San Luis) en el mismo desamparo, y se vino a San Juan Teotihuacán. Desde aquí empezó a impetrar licencia del virrey, que entraría a contestar y enhorabuena se volvería a Apam; de facto, concedida la licencia, entró otra vez su división a México.

En cuanto la división después de Tortolitas volvió a entrar a México 2,yo (el padre Salazar o sea capellán) me volví luego a ver al señor Morelos; ya me encontré que el señor doctor Guerra 3 y el padre Vidal le estaban dando ejercicios, sin embargo yo continué dando la misa todos los días temprano. El señor Concha, me parece que volvió a entender en la causa, como que se juzgaba militarmente.

Mas un día4 me dijo el señor Concha, en el cuartel que estaba en el mesón de Las Ánimas: “Cuando vaya usted a decir misa a la Ciudadela, no la diga hasta que yo vaya.”

Luego entré en cuidado; con efecto, aún estaba yo en el cuerpo de guardia con el oficial, cuando vino un soldado asustado y me dijo: “El señor comandante, que vaya usted pronto al calabozo de Morelos, que ya está allí.”

Fui inmediatamente, ya estaba el señor Morelos hincado; le estaban leyendo ya la sentencia; estaba parado allí el señor Concha y otros dos, no militares, en medio del cuarto. ¡Cuál sería aquí mi sorpresa, pues creí fuese degüello! Pero no pasó este acto más que de encapillarlo desde esa hora, mas como el señor Morelos dijo que si no podía alegar, etcétera. Díjole entonces el señor Concha: “No, no hay más que tres días, contados desde hoy. Usted puede hacer, si quiere, lo que hizo Matamoros en Valladolid; puede usted escribir para ver si algunos se indultan. Ahí está el padre capellán, pídale usted papel, tinta y lo que necesite.”

Salida aquella comitiva, dije al señor Morelos: “Corto es el tiempo para escribir y perder el negocio propio; sin embargo, no tardan en llegar el padre Vidal y el doctor Guerra, consuélese usted con ellos, y ahí estoy con el oficial de guardia.”

Con efecto, me mandó pedir tres pliegos de papel y un tintero; y me fui al mesón de Las Ánimas, que estaba hecho cuartel; mas como en la noche vi que se disponían para salir, fui y dije a Concha: “Parece que la división va a salir, yo no salgo; no cuente usted conmigo, estoy malo.” “Bien, bien”, me dijo.

A las cuatro de la mañana se fueron a la Ciudadela, desde donde empezó a mandarme soldados, diciéndome que me aguardaba en la Ciudadela, que fuese pronto. Mas yo solo respondía: “Díganle que ya le dije anoche que no salgo.” Hasta que fue el ayudante muy apurado: “Está aquel hombre desesperado.” “Está bien”, dije.

Ya estaba en la Ciudadela un coche con cortinas, y la división formada para marchar. En cuanto el comandante me divisó, que venía con el ayudante, mandó sacar a Morelos en brazos, porque tenía grillos, como en todo el tiempo que estuvo en la Ciudadela, y saliéndome al encuentro, me dijo: “Entre usted y dígale algo, porque ya lo van a llevar.” Yo muy apurado le decía: “¿Qué es esto? ¿No le dijo usted ayer que tres días?” “No, no, ahora mismo, aquí mismo; entre usted al coche.”

Con qué conflicto, lástima y susto entré al coche, donde íbamos tres: el señor Morelos, un oficial y yo. Empezó la marcha a las cinco y media de la mañana, vino por la Ex Acordada, San Diego, Mariscala, hacia Los Ángeles, Santiago, calzada de la Villa de Guadalupe, hasta el Pocito, que paró el coche, y aquí fue susto, porque por fuera, y todos los que veían una división de camino y un coche, no sabían, y aun ni lo presumían, que allí fuese el señor Morelos; pero dentro del coche, todo era aflicción, rezo y sobresalto, como de facto fue grande, cuando paró el coche. Mas preguntando al soldado por qué paró, dijo: “Porque el comandante está platicando muy largo con el oficial que está en la garita y no sabemos el camino que hemos de tomar.”

Ni esos piquetes de soldados que había en Peralvillo y garita de Nuestra Señora, ni aun el oficial con quien contestó Concha, sabían, ni supieron lo que iba dentro del coche, hasta que vino de oficio la ejecución.

Saliendo de la Villa de Guadalupe, ya, el que esto escribe creyó u opinó que íbamos a hacer noche a San Juan Teotihuacán, y los tres días de capilla se cumplían en Tortolitas. Mas no fue así, sino que a las once del día llegó y empezó a entrar la división al fuerte que había en el palacio en que antes recibían a los virreyes; había foso, contrafoso y puentes levadizos. En fin, parando el coche para entrar a dicho fuerte, salió el padre Salazar del coche deseoso de tomar algo, pues se había estado (y estuvo hasta las tres y media) en ayunas; luego al brincar del coche, le salió al encuentro Concha y le dijo: “¿Dónde va usted?” “A tomar algo, que ya no aguanto.” “Después tomará usted lo que quiera; no lo deje usted, pues, ya, ya, y aquí lo van a fusilar.”

Ya me contuve confuso, y más afligido de lo que venía en el coche. Sacaron al señor Morelos en brazos, y nos metieron en una pieza del zaguán, que sin duda sería antes del portero, bien ahumada, sucia y con montoncitos de paja y cebada; pues allí metieron dos sillas de tule, que en una se sentó el señor Morelos y en otra yo, a rezar, a afligirse y a aguardar la hora, que no llegó hasta las tres y cuarto, habiendo llegado, como dije, a las once.

Mas conviene refiera yo lo que pasó de once a tres y media: solos, afligidos y rezando lo que sabíamos de memoria, porque no teníamos libros, ni Santo Cristo, ni prevención alguna. El comandante Concha arriba, poniendo sus partes, como hecho todo, y sus oficios, al cura de San Cristóbal para que viniese, preparase sepulcro y trajese ataúd e indios, etcétera. Y así nosotros solos, como dije. A eso de las once entró un soldado: “Padre ahí está un señor cura que pasa de camino, que si quiere usted que entre.” Morelos: “Sí quiero, que venga, que no se dilate, si nos hace favor.” Entró el cura, los dejé solos; pero muy presto salió diciéndome: “No quiere que le diga nada.”

En fin, conocí que a dicho señor cura solo le trajo la curiosidad de conocerlo, y estaba violento por seguir su camino; se fue, y entré yo a seguir. Con efecto, entré a continuar, y mejor, admirar y consolarme por su buena disposición, conformidad y resignación con la voluntad de Dios, pues en medio de su mucha sequedad, al parecer; pues parecía que nada pensaba, y en aquel apuro en que estaba no se le daba nada, que de palabras era sumamente callado, que ninguna cosa profería con extremo, a que todos vieran su arrepentimiento. Me dijo [Morelos] como antes, y entonces con más expresión: “Padre capellán, Dios hace de sus criaturas lo que le place, las llamapor el camino que quiere; conozco que su majestad me llama por este camino para salvarme, no desconfío un punto de su gran misericordia, sé que por medio o virtud del sacramento me perdonará mis pecados; pero la penitencia para satisfacer a la Divina Misericordia ha de ser por trabajos, obras meritorias o penas en el purgatorio; y así a estas les temo, y quisiera la vida para padecer, hacer penitencia y librarme de estas penas del purgatorio que tanto temo. Por tanto, padre capellán, aguardo que usted me ayude: suplico a usted que cuando conozca que han de estar algún tiempo en un lugar, me aplique las misas que llaman de san Gregorio, son treinta; han de ser seguidas y dichas por un mismo sacerdote. Tenga usted esto que me ha quedado; si más tuviera, más daría a usted.” Me dio una bolsita de seda colorada con dos onzas.

Como a las tres vino el señor cura de San Cristóbal,5 su vicario, los indios con el ataúd, etcétera; pero como subiesen a verse con Concha, este ya se bajó con los padres, y anduvo ya dando sus órdenes y viendo formar la tropa de él y la de aquel fuerte, y ya formada, entró donde estábamos y le dijo: “Señor cura, aquí le traigo a usted al señor cura de San Cristóbal y a su vicario, por si quiere usted servirse de ellos.” El Señor Morelos se volvió a mí y me dijo: “Padre capellán, no me desampare usted.” A lo que yo le respondí: “Que le digan a usted algo, al fin traen libros, Cristo y todo lo que nosotros no tenemos.” Lo animaron y les dijo: “Ayúdenme y vamos rezando los salmos penitenciales.”

Y con efecto luego se hincaron adelante del señor Morelos, que estaba sentado y con grillos. Yo me salí un poco y como vi que ya entraban a sacarlo, llevando en las manos los portafusiles, detrás de ellos me entré, y luego que el señor Morelos me vio (los padres aún permanecían hincados), me dijo: “Padre capellán, ¿me reconcilia usted?” Saliéndose todos y se reconcilió.

A estos movimientos ya entraron de nuevo los soldados y empezaban a ponerle los portafusiles en las manos, y dije al señor Morelos: “¿Quiere usted quitarse el capingón?”6 Y dijo: “Sí, me lo quitaré.” Se lo quitó, se zafó el pañuelo blanco que tenía en la cabeza; y sacando su montera negra, se la puso y empezó a doblar dicho pañuelo, y él mismo se lo estuvo acomodando a los ojos, y comenzó a andar y yo a exhortarlo.

La estación no fue larga; pero como iba engrillado, nos detuvimos algo y al salir fue refiriendo con fervor cuanto yo le iba diciendo; mas a media estación se cayó, y me hizo pensar que se iba privando. Un soldado lo fue sopesando o deteniéndolo por la espalda. Me desengañé que no iba privado, pues cuando el oficial que mandó a los que le tiraron, arrastró la espada diciendo: “Hínquelo ahí.” Él en voz clara dijo: “¿Aquí me he de hincar?” A lo que yo seguí: “Sí aquí, aquí haga usted cuenta que fue el lugar en que Jesucristo redimió su alma, etcétera.”

Los soldados que le tiraron todos apuntaron a la espalda, y echándole al suelo de cara, se medio volteó hacia un lado, quejándose en voz fuerte; entraron a tirarle otros cuatro, y como todos le tiraban con respeto y dolor, uno al jalar el gatillo, se le fue el fusil y descargó en la pierna, que le quemó una parte del pantalón. En fin, estuve auxiliando hasta que conocí que era cadáver. Pedí que me trajese el capingón que se había quitado, y soldados que me ayudasen a quitarle los grillos y acomodarlo en el ataúd. Los comandantes me mandaron decir que aguardase a que las tropas pasasen volteando hacia el cadáver; lo que verificado y auxiliado de diez hombres que me mandaron, quité los grillos al cadáver, el capingón lo acomodé por mortaja, su banda colorada por cuerda, su montera negra en la cara y cabeza, y acomodado ya de este modo en el ataúd, pregunté: “¿Dónde está el señor cura?” “Está –me dijeron– allá arriba con el comandante.” “Pues que le avisen.” Con efecto, luego vino un piquete de soldados; estaban allí ya los indios, cargaron y se fueron a enterrarlo al pueblo de San Cristóbal. ~

El testimonio completo del padre José María Salazar puede leerse en “Relación de fray José María Salazar sobre la prisión y el suplicio de Morelos”, compilado en El caudillo del sur: forjador de la nación mexicana (Secretaría de Investigación y Estudios Avanzados/Universidad Autónoma del Estado de México, 2015), coordinado por Jorge Olvera García, René García Castro y Ana Lidia García Peña.

 

 

 

 


1 Lunes 27 de noviembre de 1815. (Todas las notas son de Carlos Herrejón.)

2 Principios de diciembre.

3 José Francisco Guerra.

4 20 de diciembre.

5 José Miguel de Ayala.

6 Capa pequeña.

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sacerdote franciscano de la provincia de San Diego. Desde 1810 a 1815 estuvo al frente del convento de San Antonio en Sultepec. Fue capellán de la tropa del comandante Manuel de la Concha.


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