Las cuentas del libro en México

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Las estadísticas nacen con el Estado y la recaudación de impuestos, y quizá por eso, hasta el día de hoy, además de la resistencia cultural a cuantificar en el mundo del libro, hay una resisten-cia al cuestionario fiscalizador, aunque no llegue del fisco. Sin embargo, a lo largo del siglo XX, la actividad administrativa y contable, que era una parte ínfima de la actividad humana, concentrada en el Estado, se fue extendiendo hasta volverse dominante en todos los ámbitos. La cultura moderna se volvió administrativa. Y, una vez que la vida se concibe como administración, las cifras son indispensables.
     Los sistemas de cuentas económicas nacionales empezaron a mediados del siglo XX, y por entonces también las cuentas mundiales del libro, que emprendió la Unesco, con lo poco que había y supuestos “heroicos”. En particular, las cifras sobre México siempre parecieron extrañas, pero no había otras. Todos los esfuerzos previos por llevar un registro de las ediciones mexicanas fueron de orientación catalográfica, como la admirable Bibliografía mexicana del siglo XVI compilada por Joaquín García Icazbalceta (1886). Estos esfuerzos, continuados por la Biblioteca Nacional y, desde 1977, también por la Agencia Mexicana del ISBN, no suelen desembocar en estadísticas; y los intentos de sumar y clasificar las fichas dejan claro que el registro es incompleto.
     El texto precursor de las cuentas del libro en México fue escrito por Daniel Cosío Villegas, fundador del Fondo de Cultura Económica, para la segunda Conferencia de la Unesco (México, 1947), como una ponencia titulada “La industria editorial y la cultura”. Desde el título, reunía palabras aparentemente contradictorias (industria/cultura); y, señalando su propio “desenfado”, se atrevía también a usar la palabra “empresa” (editorial), a hablar de “editores industriales” y a estudiar “el libro como mercancía”, con muy clara conciencia del vacío temático: “Alguna vez se hará la historia del libro de México, no desde el punto de vista bibliográfico, sino de su producción. Y entonces se verá que no es tan distinta en esencia de la historia de cualquier otra industria, digamos la del hierro.” (Extremos de América, Fondo de Cultura Económica, 1949, y, con otros escritos sobre el mundo editorial, en Imprenta y vida pública, Fondo de Cultura Económica, 1985.)
     Además de hacer cuentas del capital necesario para tener en circulación un libro (los meses de preparación, los años en bodega, los meses para cobrar), Cosío Villegas estimaba que en México había de seis a nueve mil lectores habituales de libros y consideraba una fantasía el padrón de la Dirección General de Estadística, según el cual había en el país 514 librerías, en 1944. Su propia estimación (basada en los directorios telefónicos) era de 159, la del Instituto del Libro 107 y la del “editor industrial” 24, entendiendo por esto los clientes que de hecho tenía una empresa como el Fondo de Cultura Económica.
     Estas discrepancias sobre las cifras de diversas fuentes todavía no se disipan, y se entiende, porque montar el aparato necesario para salir de dudas no es fácil, ni barato. Casi todas las cifras sobre el libro provienen de cuantificaciones hechas con otro propósito. Por ejemplo: las cifras de comercio exterior en dólares y toneladas, no en títulos ni ejemplares importados y exportados. De igual manera, los censos de establecimientos comerciales pueden llamar librería a lo que pocos editores llamarían así. Además de que cada editor puede considerar librerías únicamente a sus clientes potenciales, ignorando que las demás pueden ser clientes para otros. Si, como informa Cosío Villegas, distintos editores argentinos decían que en su país había 131, 150, 337, 400, 673 y 725 librerías, hay que suponer que el total andaba por 700, y que los otros editores no veían del total más que su horizonte práctico.
     Cincuenta años después, en las encuestas de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem), un centenar de editores dice tener sus libros en 126 librerías mexicanas en promedio, lo cual puede explicar la idea común de que “en México hay 200 librerías”. Pero no son las mismas para cada editor, porque los números varían desde cero (los que venden directamente) hasta 1,400 librerías, que es el número más alto de media docena de editores, y que seguramente no es una fantasía. Los Censos económicos 1994 censaron 2,635 librerías.
     En 1957, Fernando Peñalosa publicó en Nueva York The Mexican Book Industry (Scarecrow Press), un libro notable por su imaginación profesional para buscar datos y cifras con una pluralidad de métodos, y admirable por la sobriedad con que integra una radiografía tan completa como entonces era posible, en 312 páginas. (Para las librerías, con el mismo método de Cosío Villegas, encontró 247 en los directorios telefónicos de 1952.) Desgraciadamente, nunca lo actualizó, ni hubo quien siguiera su ejemplo.
     La Caniem, fundada en 1964, tuvo siempre conciencia del vacío estadístico sobre el ramo, pero tardó mucho en decidirse a cubrirlo por su cuenta. Durante años, encargó simplemente una recopilación de estadísticas oficiales relacionadas con el libro y las publicaciones periódicas. Afortunadamente, desde 1991 hace una encuesta anual entre sus agremiados sobre su actividad en el año anterior, con dos cuestionarios: uno de libros y otro de publicaciones periódicas.

     Las encuestas de la Caniem cubren sólo un aspecto estadístico del libro: la industria editorial agremiada; es decir, la oferta interna privada. No la oferta externa (el libro de importación); ni la actividad editorial de numerosas universidades e instituciones cuya actividad central no es editar; ni la oferta del sector público, en particular la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito, cuya producción deja atrás a toda la Caniem: 121 millones de ejemplares contra 88, en 1996. Tampoco la producción de editores privados no agremiados, aunque son más bien pequeños. Ni la actividad autoral, librera, bibliotecaria y de lectura.
     De cualquier manera, son el avance más notable en las cuentas del libro mexicano después de las estadísticas de la Unesco, a las cuales superan por el método, que se expone con toda claridad y sentido autocrítico. Las cifras de la Unesco parecen ser estimaciones. Los editores mexicanos no reciben cuestionarios de la Unesco, sino de la Caniem. Y las discrepancias resultaron notables, desde la primera encuesta. Según el Anuario estadístico 1994 de la Unesco, en 1990 se publicaron en México 2,608 títulos, de los cuales 210 fueron primeras ediciones (8%). Según la Agencia Mexicana del ISBN, en 1990 se concedieron 3,331 números de ISBN, de los cuales 2,355 fueron primeras ediciones y 600 reediciones (las reimpresiones no requieren ISBN; además, hubo 376 sin número de edición). Según el Comité para el Desarrollo de la Industria Editorial y Comercio del Libro, 29 editores que solicitaron su apoyo manifestaron una producción conjunta en 1990 de 3,221 títulos, de los cuales 1,099 fueron primeras ediciones (34%). Según la primera encuesta de la Caniem, en 1990 se publicaron 21,500 títulos, de los cuales 4,879 fueron primeras ediciones (23%), 2,367 reediciones (11%) y 14,254 (66%) reimpresiones.
     Aunque los editores se quejaban de que las cifras de la Unesco subestimaban la producción mexicana, los resultados de la primera encuesta fueron muy controvertidos, porque nadie se imaginaba que la industria del libro en México fuera tan reimpresora. Sin embargo, así se ha confirmado en las encuestas siguientes.
     Según los anexos metodológicos de cada año, a partir de la encuesta de 1993 (sobre la actividad de 1992) hubo una mejora importante en el método: un censo telefónico previo, para llegar a una clasificación de los editores en rangos muy amplios (de 1 a 10,000 ejemplares al año, de 10,001 a 100,000, etc.) que sirve como marco de referencia para proyectar la muestra de cuestionarios recibidos. Por otra parte, la muestra ha venido mejorando hasta volverse casi un censo. En los primeros años, uno de cada tres editores (que había publicado libros en el año anterior) llenaba los cuestionarios. En los dos últimos años, respondieron 65 y 88 por ciento.
     La lectura atenta del conjunto de informes muestra una congruencia razonable y hace esperar que un nuevo Fernando Peñalosa se anime a escribir una radiografía del libro en México, medio siglo después. Hay otras fuentes de información aprovechables: las encuestas a lectores realizadas por la Fundación Mexicana para el Fomento de la Lectura, la Universidad de Colima, el periódico Reforma. Las Estadísticas de cultura que ha empezado a publicar el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), así como su Encuesta nacional de ingresos y gastos de los hogares (cada tres años) que incluye el gasto en libros y otras publicaciones.
     En la encuesta del INEGI se confirma lo que reflejan las encuestas de la Caniem: que el grueso del gasto en libros está en los libros de texto: 84% en 1994. Según la Caniem, en 1994 los libros de texto representaron 47% de la producción de libros de sus agremiados: 43 (de 92) millones de ejemplares. Si a esto se suman los 139 millones de ejemplares de libros de texto gratuitos producidos en el año, según el Sexto informe de gobierno de Carlos Salinas de Gortari, resulta que en 1994 se produjeron unos 250 millones de ejemplares (92 de la Caniem, 139 de textos gratuitos y unos 19, digamos, de otros editores privados, institucionales y del sector público), de los cuales 182 millones (73%) fueron libros de texto.
     Para completar el cuadro, el futuro Peñalosa debería comparar la situación mexicana con la de otros países latinoamericanos, gracias al notable avance estadístico promovido por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe, patrocinado por la Unesco. En particular, debería explicar la deprimente evolución que reflejan las cifras de la Caniem, en la tabla adjunta, frente al progreso de otros países, y frente al avance secular de México, que puede verse en la otra tabla. Pudiera pensarse que la producción no ha bajado, sino que la Caniem ha perdido miembros. Hay algo de eso, pero no tanto. Otra explicación parcial está en la concentración industrial, sumada a la concentración en títulos de mayores tirajes (libros de texto, bestsellers). Pero la explicación de fondo parece estar en que la coyuntura económica reciente le ha pegado a la industria mexicana del libro, tanto en los años buenos como en los malos. En los años buenos (1992-1994), el dólar estuvo tan barato que las importaciones de libros subieron de 149 millones de dólares en 1991 a 308 en 1994. Para muchos editores, importar se volvió mejor negocio que editar. La oferta externa desplazó a la interna. En los años malos (1995-1996), la contracción de la demanda interna fue brutal, y afectó más aún a productos como el libro. Como la devaluación de diciembre de 1994 también fue brutal, los costos del papel (cuyos precios en dólares están en ciclo de alza), las tasas de interés (que subieron violentamente) y la inflación general hicieron incosteables muchas ediciones. Según la Encuesta industrial mensual del INEGI, en septiembre de 1996 el volumen físico de la producción de imprentas y editoriales estaba al 79% de 1993, lo cual corresponde aproximadamente a la baja en la producción de la Caniem: de 107 a 88 millones de ejemplares (82%).
     Pero las malas noticias que dan las estadísticas no deben hacernos olvidar la buena noticia de que, por fin, empezamos a tener estadísticas. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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