Las bellas destrucciones

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Diviso la casa en medio del terreno. Resplandece en este ocaso frívolo de otoño. Me acerco. Su puerta es un regalo de la imaginación. Cuando entro los muros comienzan a nublarse. Soy el inquilino que llegó con la intemperie, con el viento de ráfagas precisas que anuncia, impasible, el tormentón que viene.

 

 

Es difícil el comienzo. Entre cuatro paredes no puedo decir nada: mi alfabeto se mojó, el relámpago no alumbra y el mapa que me guía es falso, pero tiene fronteras de verdad.

 

 

En esta casa no encuentro las ventanas. Eso me ayuda, sólo miro el interior, el recuerdo de las bellas destrucciones.

 

 

Algo se mantiene claro: evitaré la muerte y sus coronas –flores blancas trenzadas por unas manos simples.

 

 

¿Es muy tarde para hablar como testigo? Si alcanzara mi voz se sabría de los dinteles hinchados por la lluvia, de las serias indagaciones sobre nada, de las imágenes flotantes en la sala vacía de mujeres.

 

 

La línea del teléfono alarga su silencio al infinito. ¿Y quién comentará del zócalo manchado, de los estantes apretados de misivas, de este mundo frío cercado por el sol?

 

 

Intento mi restauración por medio de palabras. Del piso manan las letras que persigo, pero mi nombre no emerge todavía.

 

 

Es un lugar de cielos bajos esta casa, el aguacero se desgaja sobre mi cuerpo confundido. Me hundo en el centro de la cama, no hay cabecera ni puntos cardinales, estiro al máximo los brazos, pero no alcanzo la orilla.

 

 

Aumenta el rumor de la corriente, el río crecido es una línea de motores que se alejan.

También yo querría irme, pero los pies me pesan y los años se multiplican a cada parpadeo.

 

 

Estoy en la flor de los escombros, listo para cantar la primera destrucción. Mi voz arraigada en la memoria –esa piedra lisa de profundas vetas, palpitante de rabia, inconforme, en medio de ninguna parte. ~

 

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