La vida es un montaje

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Hay una técnica de montaje, ideada por Ezra Pound para la composición de poemas extensos, de la que se han servido algunos novelistas estadounidenses entre los que destacan William Faulkner, con Mientras agonizo; Russell Banks, con Cerca del mundo, y Don DeLillo, con Ruido de fondo, donde se trastoca la noción cronológica de la trama para dar paso a una serie de cuadros de situaciones sumarias cuya resolución se dilata una y otra vez. Pareciera que el sentido dramático está implícito en el tema de la obra, y no es cometido del creador hacer ostensibles los pormenores de un misterio o de un desengaño, sino dirimir una suerte de salvaguarda de intenciones. Basta, pues, acceder a los efectos inmediatos de un deseo para cerrar el cuadro y dar pie a la creación de otro con similares características. En el poema esta estrategia propone un sentido de acumulación que paulatinamente ha de suavizar lo cruento de las acciones, haciendo valer las imágenes que se desprenden de ellas, pero en la novela este montaje sirve para atisbar en el alcance de una conjetura o de una paradoja.
     En La vida a tientas, primera novela del escritor chihuahuense Raúl Manríquez, este diseño discursivo aspira a estigmatizar las intenciones de los personajes, a bien de eludir el tremendismo natural que emana de la postración histórica (por demás inevitable) que padecen los indios de México. De poco habría servido hacer un afanoso acopio de datos si el resultado, a fin de cuentas, recaería en un síntoma fatal. Lejos de cualquier empeño sociológico o antropológico, y consciente de su propósito estético, Manríquez optó por la sublimación de sus criaturas al exhibir sus aspiraciones, aun cuando éstas no representaran más que un deslinde propiciatorio: como es su ingreso, casi por inercia, al narcotráfico, o el exorbitante intento por lograr la unificación de las etnias mexicanas (que en la novela se llama “El Proyecto”). Al respecto, en su comienzo la novela expone los devaneos a los que están supeditados los líderes indígenas del sureste, de la Sierra Madre y de las comunidades nahuas del centro del país. De hecho, tienen un objetivo común: acendrar la identidad indígena, en primera instancia mediante las tradiciones religiosas antiguas, cuyos rasgos comunes traslucen una coincidencia espiritual desde los tiempos prehispánicos. Tal coincidencia postula una lucha mucho más difícil: validar la dignidad de los indios a través de una sublevación impostergable, y no a causa de una labor de convencimiento (siempre inútil) con los caciques regionales. A fin de evitar no enredarse en tanta maraña política, los indios no tendrán más remedio que lanzarse al ataque contra presidencias municipales, o bien contra cuarteles del ejército y de la policía; que haya unos cuantos muertos y que, desde luego, lo den a conocer los medios de comunicación. De ahí deviene el ideal más lejano y acaso más quimérico: la creación de un partido político que le dé espacio en el poder a ocho millones de indígenas.
     Es evidente que no todos los indios están dispuestos a realizar esa hazaña. Un miedo generalizado priva en el ánimo de los más. Por ende, antes habrá que ejercer una persuasión tarda pero eficaz, que repercuta en aglutinar a hombres armados dispuestos a morir por la causa. En tal sentido los líderes tendrán la disyuntiva de incorporar a su movimiento a profesores universitarios y a sacerdotes, tarea cuyo objeto será fortalecer lo que se antoja una empresa imposible, o por lo menos que durará varios y difíciles años. Empero, todo ese cúmulo de tiempo degenera en un proceso de frustración. Los continuos roces entre los líderes indígenas por agenciarse la supremacía de El Proyecto crean divisiones definitivas y todo queda como al comienzo: la eterna resignación a la marginalidad, quedando como única salida el acceso al mundo del narcotráfico.
     De todo ello emanan cuadros sucintos que apuestan por una narración referencial. Se aluden los pormenores y se exacerban los deseos. Si el destino indígena es infausto, poco o casi nada se consigue que no tenga visos de tragedia. Habrá redenciones aisladas o escapatorias milagrosas, pero la tesis de La vida a tientas se circunscribe a una infatuación que pronto habrá de diluirse. No es fruto del candor el deseo de liberación, sólo que las consecuencias reales lo muestran como un intento que jamás debió siquiera formularse. El gran acierto de Manríquez estriba en no nutrir de idealismo este afán. El drama indígena —remitido a la postre al universo tarahumara— se insinúa como una disolvencia que da color a las acciones, mismas que han de pervivir como un síntoma o una mera intención siempre en cierne.
     Todo en La vida a tientas es alusivo. La substancia misma del conflicto se posterga para incidir de manera indirecta en la introspección, a veces indecisa, pero las más de las veces inhábil, de los personajes. Y es el narrador quien se involucra y nos involucra en esta suerte de percepción intimista, siempre áspera y desasosegante. Es así como la historia avanza a base de deslindes. Desde su formulación, acorde con su conclusión flagrante, cada capítulo parecería un coto definitivo al refocilo sentimental, incluso el narrador podría exacerbar la cauda de trasuntos patéticos y melodramáticos (el tema se presta para un rejuego incesante de emociones), pero se decide por digresiones sintéticas, y de suyo cabales, que obra a favor de los secretos más ocultos, o acaso los más perversos, de los personajes. En este aspecto, la anécdota recae en la conjetura, y esa conjetura es precisa y por demás señera. La capacidad para hacer resúmenes permite al autor abordar su tema desde muy diversos puntos de vista, así como percibir toda una gama de estados de ánimo que le otorgan a esta historia una riqueza inédita en nuestras letras.
     Otra sorpresa que nos depara La vida a tientas es la nutrida galería de personajes que intervienen en la trama. No son personajes referenciales, sino actuantes cuya participación se inserta cabalmente en el engranaje de la historia, haciendo sentir indispensable su aporte. El sistema de composición es tan riguroso que no admite quiebres ni veleidades. En esto queda dicho que la magnitud de la obra se ajusta a un empeño específico. Lo que significa que Manríquez no se entretiene en darle aire a las digresiones ni proyecta la elaboración de zonas muertas que distorsionen la estricta progresión de la historia. No hay, entonces, lenguaje especulativo ni nerviosismo discursivo.
     Pese a que Raúl Manríquez evitó incurrir en dramatismos insulsos, su prosa es dueña de una aspereza y una sublimación perceptiva y persuasiva sin precedentes. Estamos ante una obra verdaderamente original, que a su vez propone otra manera de abordaje. Si Manríquez ha inclinado su expresión hacia los afectos que la vida tarahumara suele exhibir muy al viso, éstos serán la constante de que la mente aguarda una revelación mientras la calma teje su madeja. Ya vendrá la redención de ese mundo postrado. Habrá disyuntivas claras, pero por lo pronto habrá que ir a tientas tratando de acabalar cada idea de emancipación. Estamos ante una obra contundente, cargada de dinámica y pletórica de matices. ~

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