La sonrisa en el balcón

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No intentaré en estos párrafos el imposible esfuerzo de abarcar toda la obra de Jorge Ibargüengoitia ni limitaré mi empeño al elogio, de por sí irrebatible. Diré que hay un aspecto de su maravillosa literatura que la distingue sin que se agote en las sobremesas: Ibargüengoitia era guanajuatense y quienes profesamos esa querencia insistimos en cuadricularlo en esas coordenadas. Los que saben de pintura y miden los trazos por academias celebran tanto la obra de Hermenegildo Bustos que a veces olvidan subrayar que los óleos del gran pincel, vecino de San Francisco del Rincón, no hacía más que pintar todas las frutas tal cual, como muestrario de los sabores de las nieves que vendía, más que como bodegones de naturalezas muertas destinadas a los terciopelos de un mueso. Los críticos podrán hallarle grandes referencias a sus retratos de frente y de perfil, pero bastaría que se dieran una vuelta por San Pancho hoy en día para ver deambulando, de carne y hueso, no los fantasmas de los retratados por Bustos sino sus descendientes directos, intocados por la pátina del tiempo.

Algo similar sucede a través de las novelas, cuentos, artículos de Ibargüengoitia, donde su drama se vuelve casi la biografía de personas conocidas o, peor aun, dizque reconocidas. En realidad, Cuévano es y no es Guanajuato, el estado de Plan de Abajo se medía muy en paralelo a los vaivenes irracionales de la vida real del Bajío, pero no todos los habitantes de Muérdago o los ilusos de Pedrones se reconocerían minuciosamente en los prediales de León o San Miguel de Allende.

Jorge Ibargüengoitia nació en Guanajuato, en 1928; misma querencia y año de mi padre. De niños, jugaban en el Colegio Grosso de la ciudad de México y estudiaban fuera de las aulas, como debe de ser; en torneos de caballeros andantes con escoba en ristre por Chapultepec, en ingeniosas travesuras que justificaban el paso de todas las tardes y en los libros donde leían todas las aventuras antojables. Aunque la mayoría de mis parientes poblaron León (donde hay muchísima gente, pero muy pocas personas), hubo un ayer en que, por expropiaciones y reformas agrarias, mis abuelos tuvieron que cargar con todo y niños a la ciudad de México. Por su muy temprana orfandad paterna y por esperanzas paralelas, Ibargüengoitia también tuvo que crecer, a la sombra de sus tías, en la capital. Entonces, de niños, mi padre y dos hermanos mayores se hicieron no sólo amigos sino cómplices de Ibargüengoitia: cuando andaban de buenos, jugaban a las canicas, pero en la mayoría de sus locas andanzas practicaban el juego –ahora políticamente incorrecto– de “La Cruzada de las Gatas”. Armados con cascos de cartón y escobas en ristre, lanzaban cargadas como de caballería rusticana contra todas las sirvientas de azotea, nanas en Chapultepec o cocineras que venían del mercado con sus cantaritos de leche pura. Según recuerda mi padre, una de las mejores puntadas que se aventó el niño Ibargüengoitia fue cuando le cambió los letreros a los baños en cierta tienda departamental de prestigio. En cuanto entraba alguna señora, con urgencia mingitoria, y descubría jovencitos en el baño de damas, empezaba el regaño con ¡Muchachos facinerosos! o ¡Pervertidos del Demonio! El propio Ibargüengoitia se encargaba, bajo zapes, de enseñarle a la señora el letrero que los exculpaba. La dama en turno, al filo de orinarse, se disculpaba entonces con los niños y pasaba a alzarse las naguas y bajarse los chones en pleno baño de Caballeros. Más de una vez se escucharon geniales alaridos femeninos (o alguna ronca sorpresa masculina) mientras los niños ya iban corriendo de salida.

Aunque no fuera de Guanajuato, Ibargüengoitia bien pudo haber florecido como observador perspicaz, comentarista agudo y sarcástico de las muchas irrealidades irracionales que nos rodean, pero precisamente porque era guanajuatense tengo para mí que era un cervantino y quijotesco cuya inevitable dioptría distinguía claramente entre el cultivo serio del sentido del humor y eso que tan fácilmente calificamos como chistoso. Como un Chesterton de Coyoacán era capaz de describir como navegación accidentada en alta mar el viaje en pesero hasta el Zócalo de la ciudad de México, y como un Stevenson, perdido en islas del lejano Pacífico, nadie como Ibargüengoitia para detectar en cualquier aeropuerto europeo que ese misterioso fulano que lleva pantalón verde, calcetines naranjas y mocasines gastados no es un polaco disfrazado con la ya clásica combinación de los nacidos en Moroleón, Guanajuato, ¡sino, efectivamente, un paisano despistado que precisamente nació en Moroleón, Guanajuato! Nadie como Ibargüengoitia para denunciar en tinta los abusos de quienes se creen muy-muy, los que van a por todas y además las ganan, los funcionarios corruptos, las secres gordas que estorban, los enredos de un burócrata. Con el sarcasmo como conciencia, con ironía pensante, Ibargüengoitia haría sonrojarse a cualquier y todo mamón que se creyera infalible, incólume o inmortal. Ayer, como hoy, nadie como Ibargüengoitia para poner en evidencia, por lo menos para avergonzarlos, a quienes se miran tranquilamente en el espejo con la conciencia más negra que la cara de Tezcatlipoca. Contra todos los injustos, él era un Justo que subrayaba con gracia la desgracia de los soberbios, esos que no habiendo cometido ninguna ilegalidad no tienen manera de disfrazar su inmoralidad. ~

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(ciudad de México, 1962) es historiador y escritor.


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