La Praga kafkiana

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Como toda ciudad, Praga es una y es muchas. Es la Praga judía del rabino Löw, el creador del mítico Golem, y es la Praga de Smetana, y la Praga de la Primavera sangrienta aquella, pero también la de la Revolución de Terciopelo que impulsó el dramaturgo presidente Vaclav Havel, y quizá cuantas más que sólo sus habitantes conocen. Habiendo tantas Pragas, sin embargo, es dudoso que haya otra ciudad en el mundo que pueda ser definida con un solo adjetivo literario, como esta. Praga es "kafkiana", le pertenece a Kafka. No sólo porque acá están los lugares donde transcurrió la mayor parte de su vida, sino porque de esos lugares emanaron los sitios fundamentales de su imaginación. Sitios que a su vez ya son lugares comunes, metáforas inevitables de la conciencia moderna.
     En la calle Na Porici No 7, por ejemplo, no lejos de la medieval Torre de la Pólvora, subsiste el edificio que fue de la Compañía de Seguros contra Accidentes del Trabajo, la entidad semiestatal del imperio austrohúngaro en la cual Franz Kafka trabajó durante casi doce años. Es un gran edificio de estilo neoclásico francés, de tres plantas coronadas por una cúpula. Quien ingresa al número 7 ve un pequeño hall de mármol dividido del interior por mamparas de vidrios vacilantes, con el empavonado medio corroído. A la derecha, un portero estira el cuello mal afeitado controlando al visitante desde su sucucho. Más allá de las mamparas se entrevén unos largos corredores atestados de cajas de cartón, de escritorios apilados, polvorientos. Podría ser la mudanza de una oficina, a no ser porque los trastos tienen el aire de llevar ahí muchos años, décadas quizá. Afuera, pasa uno de esos tranvías cacharrientos de Praga, que parecen buses sobre rieles, y las mamparas tiemblan y se sacuden en sus marcos… Es inevitable pensar que en este burocrático edificio nació El proceso. Que en estos largos corredores el eficiente abogado Franz Kafka sofocaba diariamente, cruelmente, de ocho a dos de la tarde a su alter ego, el desamparado K., el acusado de un crimen que no conoce. La sensación de opresión que produce el edificio es idéntica a la del libro. ¿O es que el edificio ha sido contaminado, tomado por el libro? De vuelta en la calle un hombre gordo, mal vestido, colorado, se me acerca con una sonrisa pringosa en los labios: "¿Americano?", me pregunta en esa polilengua de todos los lugares turísticos. Y de inmediato me ofrece cambiar dólares por esos billetes búlgaros sin valor alguno con los cuales decenas como él estafan a cientos de turistas al día, en la nueva Praga.
     El edificio venido a menos de la gran institución burocrática y el hombre gordo, trabajando en el floreciente mercado negro de divisas falsas para turistas. Dos imágenes de Praga igualmente kafkianas. Quizá en ninguna otra ciudad del mundo, como en esta turistizada Praga, se note mejor el desplazamiento posmoderno del paradigma kafkiano: del Estado totalitario y anónimo comunista, a la sociedad anónima de masas. De la alienación en los engranajes de la burocracia, a la alienación en los vacíos estándares del consumo.
     Kafka tuvo la premonición de ese destino que lo ligaría a esta Praga moderna y masiva. En las famosas páginas finales de El proceso, K. revisa un álbum de estampas de su ciudad preparándose para servir como guía turístico de un visitante italiano. La cita con el turista es en la oscura catedral donde K. espera iniciar su tour. Es como si Kafka hubiese previsto esta ironía final. El autor que murió casi desconocido, casi inédito, ha llegado a transformarse en el cicerone fantasma de su ciudad natal, en un icono de ese consumo febril que es el turismo masivo en Praga. En la Praga poscomunista el destino póstumo de Kafka ha sido kafkiano. Se ha convertido en un póster, en el Café Milena, en el bar Kafka, en una T-Shirt desde la que nos mira un hombre orejón con cara de vampiro indefenso… Kafka se ha transformado en un souvenir. De la censura por prohibición en el Estado comunista a la censura por profusión —y la consiguiente pérdida de sentido— en el Estado capitalista.
     Naturalmente, hay otras Pragas donde el recuerdo más secreto, más privado de Kafka, subsiste. Basta apartarse un poco del sendero trillado de la calle Karlova en la ciudad vieja, para encontrarse de pronto a la vuelta de una esquina con la adusta fachada y el mirador gótico del Carolinum, la Universidad Carolina en la calle Zelezná, donde el joven Kafka estudió Derecho. Cuenta Max Brod: "Sus estudios de Derecho fueron iniciados a regañadientes por ser la carrera poco definida y no llevar a meta alguna…" Uno se siente tentado de corregir a Brod. Por supuesto que la carrera llevaba a una meta, una que tal vez el joven Franz Kafka no intuía: era el precio para conocer el vacío de la ley. Ese vacío que es la médula y el alma ausente de El proceso y El castillo.
     Y a propósito de castillo, allá arriba, presidiendo el horizonte de la ciudad desde donde quiera que se alce la vista, está la fortaleza de Praga. La mole en lo alto de la colina con sus mil ventanas y las agujas de la catedral de San Vito (patrono de los epilépticos) en su centro. Kafka y su hermana Ottla arrendaron una casita en el No 22 de la calle de los alquimistas, en pleno corazón del castillo. Visito la casita azul, casi de juguete, con un sótano y una buhardilla en los que no es posible erguirse. A diario, durante varios meses, Kafka cruzaba el puente Karluv y subía desde la ciudad hasta el castillo, al atardecer, para encerrarse en este estudio a escribir. Y al anochecer, casi al amanecer muchas veces, rendido, se oían las pisadas del escritor sobre los empedrados brillantes de rocío volviendo a casa. Es imposible no asociar el inútil asedio del agrimensor de El castillo con estos diarios peregrinajes de Kafka en busca de la piedra filosofal de su literatura, escondida en esa callejuela de los alquimistas, enredada en el dédalo del castillo de Praga.
     Kafka está en todas partes en Praga. Y por supuesto, cómo no, en el 11o Festival Internacional de Escritores, impulsado desde 1990 por ese "rey-filósofo" que es Vaclav Havel (festival al que este año está invitado el escritor en la situación más kafkiana del mundo, Salman Rushdie).
     En la noche de inauguración, Gore Vidal conversa suelto, sarcástico, ingenioso. Le preguntan qué le parece que en este país tengan a un dramaturgo en el poder. Al menos es mejor que tener a un abogado, contesta. Y agrega: porque los artistas están dotados de esa capacidad imaginativa para ponerse "en el lugar de otros". Esa capacidad, estoy pensando para mis adentros, que quizá haría menos kafkianos los "castillos" y sus "procesos", en otras partes… Cuando en eso diviso al gordo, el mismo truhán que vendía los billetes falsos frente a la antigua oficina de Kafka, quien de algún modo se ha colado al cóctel y traga a toda velocidad unos panecillos antes de ponerse, kafkianamente, manos a la obra. –

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Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.


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