La Otra como sí Misma

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La Historia general de México que El Colegio de México publicó en 1976 se proponía, en palabras de don Daniel Cosío Villegas, una amplia difusión “destinada a un lector más maduro, pero de ninguna manera ‘culto’ o ‘ilustrado’”. El propósito resultó más que cumplido: unos 250 mil ejemplares han sido adquiridos por lectores cultos, ilustrados, maduros, no maduros y simples curiosos. La obra de 1976, con sus correcciones y reimpresiones, ha sido leída por historiadores, estudiantes de historia y profesores de casi todas las disciplinas humanistas: politólogos, antropólogos, sociólogos, economistas, literatos, artistas… Los abogados, que se tecnificaron gradualmente durante el transcurso del autoritarismo político de la segunda mitad del siglo XX, dejaron de interesarse en temas que no fueran los legales. Los juristas, que durante el siglo XIX y parte del XX fueron historiadores, historiadores de las ideas políticas, literatos y filósofos, en las décadas recientes fueron desplazados por los especialistas de cada una de esas ramas del conocimiento. Y es que estudiar derecho durante la segunda parte del siglo XX dejó de ser necesario: el orden jurídico estuvo al servicio del orden político. El presidencialismo autoritario exaltaba el derecho público en público pero lo arrinconaba en el traspatio de las necesidades de ocasión. Con la democracia, el estudio de las ciencias jurídicas recobró la importancia que tuvo durante siglos. Lo que siguió a la Constitución de 1917 fue la voluntad presidencial elevada a rango supremo. Recientemente el estudio del derecho viene completando uno de los pilares de la democracia: el Estado de derecho. En correspondencia involuntaria, los historiadores estudian la construcción social de las formas jurídicas pero no siguen la pista hasta el final: la ilegalidad. Tres temas entrelazados del presente no se ven en las historias de México: corrupción, ilegalidad, delincuencia. Las pistas históricas están dispersas y en su mayoría son falsas. Falta historiar el largo trayecto de la ilegalidad.

La Historia general de México de 1976 es una obra que miles hemos leído, releído y consultado. Se convirtió en un clásico, en una obra cultural al alcance del deletreo. En septiembre de 2010 El Colegio de México, como producto de su tarea cotidiana de revisión histórica y en un ambiente de euforia conmemorativa, publicó la Nueva historia general de México. En una nota introductoria (sin firma) de apenas dos páginas (el libro es de casi ochocientas), se afirma que “en 35 años el panorama historiográfico se ha modificado sustancialmente…”. En esta afirmación –no se dan razones para sostenerla– funda El Colegio de México la conclusión de que el lector tiene en sus manos otra historia general: “la Nueva historia general de México es nueva porque es otra”. Exceso de timidez: ¿por qué no atreverse a decir que es mejor? Porque si es nueva porque es otra o es otra porque es nueva, la conclusión cualitativa es obvia, pues de lo contrario no se habría escrito y publicado. Para decirlo en el léxico notarial, en lo sucesivo la denominaré La Otra (parece el rótulo de una telenovela, pero no tengo otro).

La portada de La Otra es, en efecto, otra. La pasta dura reproduce los murales tremendistas de Diego Rivera en el Palacio Nacional. La Historia de 1976, de rostro neutral, se presentó desprovista de grandeza. Desde una perspectiva meramente estética, el muralismo mexicano no es precisamente bello, quizá porque nunca fue su aspiración esa antigualla burguesa llamada belleza. No trasminó los lindes de los gustos pictóricos de los hogares mexicanos, que han preferido colgar en las paredes de las salas de sus casas escenas de la vida cotidiana, imágenes y retratos que nada tienen que ver con la violencia o la guerra. El escritor Primo Levi decía que no son los pueblos los que hacen las guerras. Hay algunas inevitables, en primer lugar las defensivas, y el historiador debe explicarnos los excesos de brutalidad, los daños que pudieron evitarse y la responsabilidad de quienes las decidieron. Lo que en realidad Levi formula es el mito de la revolución popular. A fin de cuentas, no son pocas las interpretaciones históricas a las que se puede adjudicar eso que Paul Ricœur llama “memoria dirigida abusivamente”.

En la nota introductoria de La Otra se señala que la Historia general de 1976 “ofrecía algo difícil de alcanzar: una síntesis y una panorámica”. En realidad eso no se ofreció en la nota introductoria de Cosío Villegas. El yerro conceptual es de La Otra.

Escribe David Brading que la historia antigua de México empieza en mito y termina en profecía. Se puede decir –es preferible la paráfrasis que la perífrasis– que La Otra empieza en glotocronología (hace un millón de años) y termina en ideología (hace cuatro meses). Si el pasado es un país extraño y remoto, La Otra resulta sorprendente: el tiempo lejano resulta más comprensible que el cercano. Así, del Posclásico en Mesoamérica a Del desastre a la reconstrucción republicana (mil años de vida humana en nuestro territorio) los textos son claros y vigorosos. Se leen con facilidad y en ellos sobresalen las perspectivas arqueológica, geográfica, demográfica, ecológica y económica, pero en detrimento de los significados de hechos, personajes e ideas que siguen entre nosotros, para bien y para mal. Los datos que nos ofrecen esas nuevas perspectivas son aleccionadores: nos ayudan a comprender mejor los procesos de formación de las sociedades prehispánicas, las virreinales y las del convulso siglo XIX. A veces el casuismo raya en lo risible: si en 1862 el transporte animal predomina sobre el de ruedas, no había necesidad de acreditarlo con el dato menor de que en la región queretana había 3,419 burros. Casos por el estilo son abundantes en La Otra. Sobran datos y faltan significados. La Otra está bien escrita, pero, como sugiere Jean Meyer en “El mito de los archivos” de sus crónicas sobre la Intervención francesa, también debe gustar: “¿Cómo escribir la historia? Ése es todo el problema.”

En el encuentro entre Cortés y Moctezuma no existe el sentido perdurable. Es cierto que la Conquista no se reduce a ese encuentro, pero su significado es más profundo de lo que se cree. No es exactamente un antes y un después, pero su sentido representa dos mundos que se miran de frente y dos herencias que nos moldearon. Se pasa por alto la personalidad de Cortés, el Maquiavelo del que proceden las formas políticas del siglo XX. ¿Por qué no sugerir la lectura de la original interpretación semiótica de Tzvetan Todorov? “Cortés –dijo Todorov– es un personaje muy moderno. Prefigura a la vez al etnólogo, al colonialista, al gerente y al turista moderno.”

La Otra nada dice de los conquistadores: ¿quiénes eran, de dónde venían? Como lector inmaduro pero curioso, no entiendo por qué no se dedica un capítulo a la historia española inmediatamente anterior a 1492. De los primeros frailes se dice que eran “humanistas” y con “calidad humana”, pero no se explica el sentido de su humanismo. ¿Habían leído a Erasmo? ¿Compartían, aunque fuera en secreto, sus ideas?

El tema de la cultura es eso, un agregado cultural, pero inferior a las Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX con que Carlos Monsiváis cerró la Historia general de 1976. La Otra transcurre en una planicie donde los hechos y las circunstancias fluyen como aguas mansas. Los rostros apenas se ven y las ideas políticas y el pensamiento filosófico no merecen sino menciones aisladas, casi marginales. Por ejemplo, nada se dice de la influencia de Descartes en México. En sor Juana, ni más ni menos. Se menciona con injusta brevedad el impacto de las reformas borbónicas de fines del siglo XVIII y se deja de lado el impacto propagandístico que tuvo en Europa la expulsión de los jesuitas. El tema religioso se trata insuficientemente; las crueldades revolucionarias son estadísticas, no hechos devastadores; la corrupción institucionalizada de mediados del siglo XX no vale un seguimiento que nos ayude a comprender su generalización en el presente, y los movimientos civiles y democráticos de la segunda mitad del siglo pasado carecen de sustancia. Como lecturas sugeridas, faltan los formidables ensayos de Enrique Krauze reunidos en Por una democracia sin adjetivos y los de Octavio Paz en Pequeña crónica de grandes días.

La Otra no es mejor que la Historia general de México de 1976. Es cierto que en 35 años sabemos más del pasado. Los datos y las interpretaciones pueden ser nuevos y otras, pero no en un sentido de ruptura epistemológica.

Junto a la lógica situacional con que se mira el pasado (el contexto, los valores, las razones, las pasiones, los intereses), el conocimiento acumulado nos permite corregir conceptos vigentes hace 150 años, hoy obsoletos. Hablar de “ideología liberal” para definir las ideas liberales de los siglos XIX y XX es un equívoco conceptual. Las ideas políticas que defienden el Estado laico, la división del poder público, el autogobierno de las comunidades, las elecciones libres, la defensa del individuo frente a la colectividad, los derechos humanos, los límites del poder, la educación liberal y la igualdad ante la ley no son “ideología liberal”. Las defendemos no por una mera convención legal o lingüística, sino por su correspondencia empírica.

Lo que sí es ideología es el supuesto a priori de que el neoliberalismo es una continuación del liberalismo. A juzgar por la caracterización que formulan Graciela Márquez y Lorenzo Meyer en el capítulo final de La Otra, el neoliberalismo es justamente lo contrario del liberalismo. El título mismo del último capítulo es arbitrario por axiomático: ni el autoritarismo está tan agotado ni la democracia es tan frágil. Por lo demás, bifurcar el país en izquierda y derecha es una división simple que no honra la experiencia intelectual de los autores.

A un lustro de la partida de Paul Ricœur, queda decir que La Otra no es otra sino en sí misma. ~

 

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(Querétaro, 1953) es ensayista político.


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