La izquierda necesaria

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De cara a la redefinición de la izquierda, conviene la reflexión retrospectiva. En el vasto frente opositor que tomó el nombre de Frente Democrático Nacional (FDN) había fuerzas distintas y dispersas de izquierda. Nunca terminaron de integrarse, aunque sí se articularon con fines electorales. Siempre fue mucho mayor la fuerza societaria que la capacidad orgánica de los partidos y su desarrollo institucional. Desde que fuimos Corriente Democrática éramos mucho más una idea, una conciencia, una propuesta, que una organización.
     El FDN murió de su propia muerte, aunque su desaparición se precipitó al aparecer lo que llamo el patrimonialismo partidario; ésta es la actitud de quienes ven a un partido no sólo como proyecto de cambio político y social sino como una vía para acceder a presupuestos y parcelas de poder público.
     El PRD surgió cuando menos de tres grandes vertientes, por lo que hace a sus fuentes orgánicas. La primera, ex funcionarios públicos o ex militantes del partido oficial de muy diversos antecedentes: diplomáticos, académicos e intelectuales, personalidades políticas, nostálgicas o creyentes sinceras en los logros históricos del nacionalismo mexicano y crecientemente enfrentadas a la política oficial, y hasta personal medio o infanterías de un priismo fundamentalmente rural. Otro contingente estaba formado, sobre todo, por los antiguos militantes del Partido Comunista Mexicano, que habían pasado por distintas experiencias aparentemente democratizadoras, como la distancia que establecieron con el comunismo ortodoxo a raíz de la Primavera de Praga y las negociaciones con Jesús Reyes Heroles, y que formaron el Partido Socialista Unificado de México. La tercera vertiente estaba integrada por una serie, ésta sí dispersa, de izquierdas llamadas revolucionarias, indicando con ello que todas —o casi— eran partidarias de la vía armada para la transformación del país. Algunos guerrilleros teóricos, otros prácticos y algunos puramente simbólicos no tenían la tradición del debate democrático o de los procesos electorales, sino más bien de la obediencia jerárquica del estilo grupal y el talante sectario. A ellos se sumaron dirigentes del renaciente movimiento estudiantil, de las imperiosas demandas urbano-populares y de organizaciones cívicas.
     ¿De todo esto se podía hacer un partido democrático? Algunos apostamos sobre todo al aspecto societario del partido, y entendíamos a la Corriente Democrática como una suerte de estado de ánimo susceptible de convertirse en electorado permanente y en fuente de reclutamiento partidario; esto es, pensábamos que la Corriente Democrática no era una expresión del PRI sino de la conciencia pública, y que estaba en todo: en las empresas, los sindicatos, las escuelas e incluso las familias, y que había que fomentar esa actitud para transformarla en cultura.
     Apostábamos además a que las instancias de gobierno que fuera ocupando el partido nos obligarían a encontrar nuevos perfiles, que pronto llamamos candidatos externos; esto es, profesionistas, funcionarios democráticos, profesores universitarios, que le darían un rostro más moderno, civilizado y propositivo al partido. Pensé sobre todo en la historia del Partido Socialista Francés. Mitterrand y sus compañeros hicieron una síntesis de muchos elementos, dentro de los cuales no estaban excluidas corrientes trotskistas, marxistas, caudillismos regionales clásicos de la izquierda europea e incluso cierto parlamentarismo decadente de la Cuarta República, y con todo eso forjaron un partido si no totalmente nuevo sí uno que se adaptó a las distintas épocas de la evolución del país.
     Todo eso no fue posible aquí sino en una pequeña parte. El debate sobre los proyectos del país se fue volviendo cada vez más rutinario. Nos fuimos conformando con ciertas visiones unilaterales, y muchas veces reactivas ante el avasallamiento propagandístico, legislativo y político del salinismo. En gran medida la agresión salinista y los mecanismos de autodefensa en un partido en nacimiento coadyuvaron a que no se diera la evolución que algunos esperábamos.
     Otro factor fue que, finalmente, ese partido societario se vio contrarrestado por la dura realidad de que los partidos están formados por núcleos de poder concreto, y en el caso nuestro por una multitud de distintos grupos y liderazgos herméticos que no dieron paso a un partido institucional, horizontal y abierto por el que algunos peleamos. Un sectarismo atávico y con inveteradas tendencias caciquiles predominó sobre las nuevas corrientes y el proyecto de un partido incluyente, orgánico y democrático en sus procesos internos.
     La democracia formal que desde el principio practicamos se vio pervertida hasta llegar a extremos, como hemos visto, porque los grupos prevalecieron sobre las instituciones. No alcanzamos a crear instancias jurisdiccionales y mecanismos para la organización de elecciones imparciales ni a extender una genuina cultura democrática.
     El tercer hecho, de una enorme importancia, fue que la debilidad interna y el acoso extremo promovieron el caudillismo: un partido "solar" construido primordialmente alrededor de una figura que fungía como elemento de cohesión pero que al mismo tiempo iba generando una corte, un entorno palaciego y, con los años, un sistema jerárquico que reemplazaba la vida regular del partido. Este caudillismo ha sido extrainstitucional. Nunca se pudo pasar —como lo comentaba con Heberto Castillo— de una organización simple a una compleja: de un sistema "solar" a otro "galáctico". En los sistemas solares todo gira en torno a un solo centro de gravedad, y así se salvan los temores de que se desintegre. Pero un sistema galáctico —que es un estadio superior— tiene muchos centros de gravedad y tampoco tiene por qué desintegrarse ni sufrir colisiones.
     El mayor problema fue la reelección que hizo cada vez más dependiente la vida del partido de las expectativas de una sola persona o grupo, estimulando así el apetito diferido de poder público. Este proceso culminó cuando llegamos a la jefatura del gobierno de la Ciudad de México y de los gobiernos de los estados, en una relación impropia entre la esfera del gobierno y la del partido, que es el problema fundamental de hoy: el partido no ha podido pasar la prueba de la autonomía que toda organización política debe tener respecto a los ámbitos de gobierno que genera. Éste es uno de los problemas recurrentes de los partidos. Nosotros acusábamos al PRI de ser el único que tiene ese vicio. Claro que todo partido hegemónico, que además permanece en el poder muchos años, sufre esa desviación en una escala mayor, pero todos los partidos observan esa tendencia. Todos apuntan a dos direcciones: crear oligarquías internas y convertirse en un partido burocrático, en cuanto adquiere una relación subordinada respecto a las esferas de poder gubernamental que genera. ¿Es posible, a estas alturas, replantear el proyecto de un partido democrático sobre la base del actual PRD? Ésa es la gran interrogante. Nueva República se la ha planteado. Nueva República es una conjunción de militantes y no militantes del PRD que estamos en la búsqueda de una reformulación del partido y de la izquierda en general, tanto en México como en América Latina.
     No hay izquierda que no pretenda la igualdad. No hay hoy izquierda que no preconice el reemplazo de la ideología liberal por otro enfoque y un nuevo programa. Lo que ocurre es que aquella ideología tuvo un cierto tipo de impacto en Europa y otro más profundo en América Latina. Los daños —al progreso social, a la equidad— que causó el neoliberalismo en Europa y los Estados Unidos fueron mucho menores que entre nosotros: aquí afectó gravemente el nivel de los salarios, del consumo, del ingreso real, a la planta productiva, y se generó el vencimiento ante el hegemonismo, la marginación, las inmensas desigualdades entre las distintas capas de la población y, sobre todo, la fractura de la economía y la sociedad. Son otros los problemas, y por lo tanto no se puede hablar con el mismo acento de Tercera Vía en Europa que en América Latina.
     ¿Cuáles son las coincidencias? Hay muchas definiciones de izquierda, pero hay una que es imprescindible: toda izquierda es igualitaria. Luego viene la diferencia entre izquierdas democráticas y no democráticas. Estas últimas no postulan lo que Enrique Krauze llama la "democracia sin adjetivos", o sea, la expresión, en el terreno de la formación y del ejercicio del poder público, del liberalismo político. Una izquierda moderna reconoce como una de sus fuentes al liberalismo político, pero tiene otra en los principios igualitarios. Responde también a una fuente moral: el principio de solidaridad.
     ¿Cómo enfocamos ese problema? La izquierda viable tiene que ser igualitaria, si no, no es izquierda. La cuestión se tiene que enfocar en varias dimensiones. Primero, la izquierda no puede desarrollarse ni consolidarse si no promueve un conjunto sucesivo de reformas políticas. Eso es lo más importante. Por eso la transición está en el programa de la izquierda. La izquierda aboga hoy por una profundización de la democracia, porque los fundamentos del poder político no están todavía en la sociedad. Fue tal la herencia del neoliberalismo y sus antecedentes que continúa la concentración no sólo del poder económico sino del político. En consecuencia, democratizar la política y la sociedad es el primer programa de la izquierda.
     Otro tema es el de la redefinición del Estado. ¿Qué viene después del Estado desertor, cómo redefinir las relaciones entre Estado y mercado, cómo replantear el papel del Estado en América Latina? Eso es fundamental. La izquierda tiene que encontrar nuevos caminos sin volver al Estado propietario, a rehacer formas del Estado paternalista o del Estado de bienestar. Queda claro —y ésta es una definición nuestra, no de los europeos— que un nuevo Estado democrático, descentralizado y altamente consensual debe ser el principal responsable del largo plazo, y que el mercado es apenas coadyuvante imprescindible del corto plazo.
     Queda, como un asunto central, el de la internacionalización de la izquierda. Ésta es por definición universalista. La derecha es, en cambio, localista y —a lo más— expansionista. Debemos asumir la globalidad como un fenómeno irreversible e incorporarnos con toda determinación a la búsqueda de nuevos equilibrios mundiales y a la recuperación de un orden normativo acordado entre todos, en el cual insertar creativamente las políticas nacionales y regionales.
     En fin, la tarea esencial de la izquierda es la expansión de la cultura democrática. Por eso, su programa cardinal vuelve a ser el de la educación universal y la comunicación democrática. –— Síntesis de la conversación de Porfirio Muñoz Ledo con Juan José Reyes

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