La cumbre

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A diferencia de los hackers y otros cibernautas, los poderosos de la Tierra sólo se ponen de acuerdo si se reúnen a suficiente proximidad para respirarse las lociones. Lo malo de este íntimo afán es que convierte a una ciudad en una locación para filmar el apocalipsis.
     Los idus de marzo quisieron que Barcelona recibiera a los jerarcas postindustrializados la misma semana en que los hooligans del Liverpool y los forofos del Real Madrid se enfrentaban al Barça en dos partidos que podían dejar de ser una simple metáfora de la guerra. Para enfatizar el caos, la cumbre se celebró en los hoteles de lujo más cercanos al estadio. Además, hay que decir que los gobernantes no se instalan en un albergue: lo allanan. El confort es representado por un pelotón en la calle, y la tranquilidad por un guardaespaldas que recorre un pasillo y habla en voz baja, como si le rezara al micrófono que lleva junto a la boca.
     Enrique Vila-Matas ha descrito a Barcelona como la urbe nerviosa, la Madame Bovary de las ciudades. Gracias a la cumbre, fue una diva intoxicada y paranoica, con ganas de demandar a sus amantes y de despedir a sus promotores. La avenida Diagonal se convirtió en la región más patrullada de este lado de Gaza y Cisjordania y las plazas se poblaron de activistas de mochila y carcaj, dispuestos a contrarrestar la cumbre con un Eurowoodstock.
     Tal vez todo era parte de un plan de antropología extrema; lo cierto es que hizo pensar que los encuentros de dignatarios, como los de los alces en celo, deberían ocurrir en reservas restringidas. Más allá de las ganas de practicar una provocadora plutografía, ¿qué justifica que los dueños del mundo desmadren una ciudad? En tiempos de paz, los servicios secretos deberían ocuparse del turismo de Estado para juntar a jerarcas sin que nadie se enterara (o para que nos enteráramos después de la foto). Pero los gobernantes son incapaces de concentrarse como deportistas en pretemporada. A ellos no les funciona un spa en el desierto. Necesitan la arteria paralizada desde el aeropuerto al hotel, la amenaza de boicot, el despliegue de uniformados. Quizá lo que excita a los burócratas sobrepagados sea la tentación de motín. Los gritos de las multitudes y los coches en llamas les hacen transpirar la momentánea angustia de los próceres.
     ¿Hay un Albert Speer contemporáneo capaz de diseñar un búnker suficientemente atractivo para los líderes de la democracia? En vez de tomar ciudades y derrochar en faenas de seguridad y limpieza, podrían economizar construyendo escarpadas fortalezas, con habitaciones dotadas de canal porno y servibar.
     Pero los campeones del capital prefieren convertir los impuestos en vallas y escudos antimotines. Si esto es contradictorio, no lo es menos que despotriquen contra el terrorismo y ofrezcan un blanco tan atractivo. Sabemos que en el mundo hay cuchilleros fanáticos, tecnopirómanos, bombas humanas, anarcofumigadores, escuadrones de la muerte y otras variantes del aniquilamiento solitario o en equipo. Para como están las cosas, ¿no vendría bien un poco de discreción a la hora de contar el dinero? Pero los protagonistas de la cumbre padecen mal de montaña. Si descienden un poco, sienten que claudican.
     A esta era pródiga en criminales aún no llega el magnicida serial. Con su sed de arena pública y su convoy de limusinas, los encumbrados sugieren inéditos delitos. La mayoría de los opositores a la cumbre son ciudadanos hartos de que la ropa europea sea cosida por niñas de Taiwán. Sus protestas van acompañadas de formas alternas de progreso y no proponen blandir el cutter de la muerte. Pero al hotel rigurosamente vigilado puede colarse el hombre de ceja arqueada y sonrisa oblicua que grita: "Here' s Johnny!" ¿Por qué no escoger un sitio de veras a salvo, como la base militar de Guantánamo?
     Desde el 11 de septiembre los líderes tienen un archilíder que esgrime para su causa su dolor legítimo, pero sobre todo se apoya en la renuncia de los gobiernos de Europa y Japón a ejercer la crítica. Como ha señalado Fernando Savater, Occidente se dedica a comprar democracia made in usa. La cumbre sirve para que los consumidores pongan algunos reparos a la calidad de la mayonesa. ¿No se podría hacer eso por e-mail? Sí, pero se perdería en gestualidad cívica. Tocqueville jamás imaginó esta salvaje puesta en escena: los mandatarios de las democracias enclaustrados ante la adversa marea de las multitudes. Obviamente, quienes están a gusto con el planeta McDonald's no salen a la calle a gritar: "¡Que todo siga igual!" Después de leer a Marx, un empresario mexicano comentó: "Lo único bueno de la lucha de clases es que la vamos ganando." Los invisibles fans de la cumbre se limitan a votar de tanto en tanto.
     Para Ortega y Gasset Europa constaba de muchas abejas y un solo enjambre. Escribo estas líneas antes de que el espíritu de la colmena se congregue en Barcelona. Ignoro los heridos y los acuerdos. Lo decisivo, en todo caso, es que los dueños del mundo necesitan un parque temático que les brinde emociones. Ningún resort puede depararles los sobresaltos de Seattle, Génova o Barcelona. Durante unos días, la mesa circular de los convenios y los vasos de agua mineral debe ser amenazada por la realidad. Las hordas gritan allá afuera, como en tiempos de la comuna de París: "¡O todos o ninguno!" Sería exagerado suponer que los miembros del club de los precios se creen intrépidos. Pensemos que se consagran a la no menos temeraria suposición de sentirse vivos. –

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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