La cola del dragón y la corte celestial

Mientras el juicio contra Efraín Ríos Montt se llevaba a cabo en la capital guatemalteca, el narrador Rodrigo Rey Rosa se internó en la región ixil para recoger la otra historia de una represión que exterminó a la tercera parte de una etnia.
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Días antes de que la Corte de Constitucionalidad de Guatemala anulara la sentencia que condenaba a ochenta años de prisión inconmutable al general retirado Efraín Ríos Montt por genocidio y crímenes de lesa humanidad, leí un documento del National Security Archive, The Guatemalan military: what the U.S. files reveal, que traduzco a continuación: “A mediados de febrero de 1982 [durante el gobierno de Ronald Reagan] el ejército guatemalteco aumentó sus fuerzas existentes en el centro del departamento del Quiché y lanzó una operación de arrasamiento en el Triángulo Ixil. Los oficiales al mando de las unidades implicadas han recibido instrucciones de destruir todos los pueblos y aldeas que colaboren con el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y eliminar toda fuente de resistencia […] Varias aldeas han sido totalmente quemadas […] Hay dos batallones de infantería y una de paracaidistas participando en el arrasamiento, y se espera la llegada al área de dos compañías más en los próximos días. Comentario: Cuando una patrulla del ejército encuentra resistencia y es objeto de fuego desde un pueblo o una aldea, se presume que toda la población es hostil y luego se la destruye. Hay cientos, posiblemente miles, de refugiados en las montañas sin casas adonde regresar. El alto mando del Ejército está sumamente complacido con los resultados iniciales de la operación de arrasamiento […] Hasta el momento, el ejército no ha encontrado ninguna fuerza guerrillera importante en el área.”

El pueblo maya-ixil, que habita la remota y montañosa región del centro del departamento del Quiché, en el noroccidente de Guatemala, fue considerado desde tiempos de la colonia española como uno de los más aguerridos y menos penetrables del territorio mesoamericano. En el siglo XX, los ixiles sufrieron un despiadado sometimiento económico, y para complementar los escasos ingresos producto de sus siembras de maíz y frijol, las mujeres menos pobres viajaban (y siguen viajando) al mercado de Chichicastenango o a centros turísticos como La Antigua o Panajachel para comerciar con sus extraordinarios textiles –los que, debido al aislamiento en que los ixiles se mantuvieron durante siglos, han conservado hasta hoy en día una pureza y originalidad que los diferencian de los de sus vecinos menos apartados– mientras los hombres hacían (y siguen haciendo) masivas migraciones laborales a las plantaciones latifundistas de la volcánica costa del Pacífico. Conocida como "La Costa Reina" y uno de los lugares más fértiles del planeta, esta franja de tierra pertenece a un puñado de finqueros ladinos de la conservadora clase alta, que hoy por hoy merece más bien la calificación de reaccionaria. Como recolectores de las cosechas de café, caña o algodón de los grandes terratenientes, los ixiles, junto con miembros de otras etnias mayas, han constituido una fuerza laboral de gran importancia para la economía nacional, y han sido explotados de forma sistemática por medio de prácticas esclavistas.

Hacia 1973, durante el conflicto armado interno guatemalteco que empezó en 1960 y terminó en 1996 y en el que murieron unas 200 mil personas, las fuerzas revolucionarias eligieron al pueblo ixil como aliado natural contra una serie de dictaduras militares que se perpetuaban en el poder para proteger los intereses del capital extranjero y de las élites guatemaltecas dominantes, y consiguieron embarcar a un gran número de miembros de la etnia ixil en un movimiento social de corte marxista que –aunque pudo parecer prometedor en el contexto de otras guerras revolucionarias que lograron victorias significativas y mejoras políticas en esa década, como las de Nicaragua y El Salvador– estaba, en el caso guatemalteco, condenado al fracaso. La reacción por parte del gobierno de Guatemala a principios de los años ochenta convirtió al territorio ixil en escenario de una de las represiones militares más crueles de la historia centroamericana.

El pasado 19 de marzo se inició en la ciudad de Guatemala un juicio penal sin precedentes: José Efraín Ríos Montt –que además de general de las fuerzas armadas era pastor evangélico y llegó al poder ("con la Biblia en una mano y una metralleta en la otra") mediante un golpe de Estado a otro general– y su director de inteligencia, José Mauricio Rodríguez Sánchez, se sentaron en el banquillo de los acusados para oír los cargos presentados en su contra por genocidio y otros crímenes contra la humanidad cometidos en tierra ixil. La tesis de la acusación era que entre 1982 y 1983 –los años en que los exgenerales procesados estaban en el poder– "hubo una campaña de exterminio que eliminó al 33.61 % de la etnia maya-ixil", que en ese entonces sumaba unas 85 mil personas. Algunos de los casos de matanzas y violaciones de los derechos humanos investigados por antropólogos forenses han resultado paradigmáticos por la crueldad y saña con que las víctimas –muchas de ellas niños de 0 a 10 años, mujeres embarazadas y ancianos– fueron ejecutadas. Entre los testimonios de los sobrevivientes ixiles, los generales acusados tuvieron que oír el de Julio Belasco, que contó haber visto a un grupo de soldados que jugaban fútbol con la cabeza de una anciana. Como Clyde Snow, pionero de la antropología forense, dijo en una entrevista reciente: "Vimos cosas parecidas en El Salvador, en Bosnia y en Iraq, cuando Saddam Hussein mandaba a asesinar por entero pueblos de kurdos. Pero es en Guatemala, durante el trabajo que hemos realizado, donde más casos de atrocidades hemos visto".

A mediados de abril, después de obtener en la ciudad de Guatemala una entrevista informal con una alta autoridad eclesiástica,  –un sacerdote extranjero que vivió en Chajul durante los años más intensos del enfrentamiento armado y que prefiere que su nombre no sea revelado– decidí hacer un viaje por tierra al país ixil. El paisaje del altiplano guatemalteco estaba, sumido en un vasto baño neblinoso. Los pueblos de Chichicastenango y Santa Cruz del Quiché, sin la actividad febril de los días de mercado, parecían solamente sucios y caóticos, víctimas de la proliferante fealdad de nuestra era. Las vallas publicitarias y las abigarradas construcciones modernas de cemento y lámina, más que la espesa bruma, estropeaban el paisaje, un paisaje de campos de maíz quemados por el hombre o dorados por el sol. En la calurosa y adormilada Sacapulas, sobre la cabeza del valle semidesértico del Río Negro –que el día de mi visita no era más que un hilo de agua color café que se retorcía como una riata en medio del cauce seco y pedregoso– me detuve a estirar las piernas. Flanqueada por los palacios de la policía y la municipalidad, la iglesia colonial, blanca y con alto techo de tejas, ofrece el único atractivo del antiguo pueblo ladino, donde el padre Bartolomé de Las Casas empezó a redactar su profético libro Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Salvo por una mujer en traje quiché que salmodiaba en su lengua, y, arrodillada frente al altar mayor, encendía una vela tras otra, el templo estaba vacío. Las estatuas de madera carcomida de madonas y cristos crucificados a ambos lados de la nave tenían la belleza sencilla de las cosas alejadas del mundo, y el olor del incienso estaba en el aire. En el parque, después de un día de escuela, grupos de niños mestizos con uniformes grises y azul marino y mochilas de cuero falso deambulaban alrededor de una ceiba enorme.

Más allá de Sacapulas el camino comienza a subir una empinada montaña, cuyos ganchos cerradísimos sobre precipicios sin fondo visible hacen pensar en Machu Picchu. Envueltos en la neblina, los árboles que flanquean el camino, contorneados misteriosamente por los vientos, eran delicadas figuras de tinta china trazadas sobre el aire gris. Pasando el cruce donde el camino se bifurca –a la derecha y montaña abajo, Cunén, pueblo quiché; a la izquierda, cuesta arriba, Nebaj y el país ixil– el auto salió de pronto del lechoso mar de niebla. La luna creciente, muy fina y luminosa, apareció en un cielo cristalino, sobre el que se recortaba la sierra zigzagueante con picos en forma de pirámide. A lo lejos, en el fondo de un valle poblado de grandes árboles, estaba Santa María Nebaj.

Los niños ixiles, con sus coloridos trajes en que predominan los rojos más intensos, ya no salen disparados a esconderse al lado de los caminos al ver un automóvil extraño que se aproxima, como lo hacían todavía a mitad de los años noventa, cuando visité la región por primera vez; los caminos, que antes eran de piedra y polvo, hoy son de asfalto, y los niños saludan o se acercan para ofrecer a la venta flores o artesanías.

Otras cosas además de los caminos han cambiado en la región: en las afueras de Nebaj, el pueblo más grande de los tres que forman el denominado (por los militares) Triángulo Ixil, hay dos o tres night clubs cuyas luces de neón anuncian bailarinas de table. Aunque los templos evangélicos siguen proliferando en las aldeas, las iglesias católicas han dejado de ser centros de operaciones militares, después de que, durante la guerra, sus campanarios sirvieran como atalayas para francotiradores.

Después de cenar un caldo de gallina en el hotel Villa Nebaj, llamé por teléfono a una de las personas que el antiguo párroco de Chajul me había sugerido contactar para obtener información de primera mano, un colaborador de La Voz de Nebaj, la estación de radio perteneciente a la parroquia de Santa María. Don Ceferino Cantoral * me recibió a la mañana siguiente en la sede de la radio, que está al lado de la iglesia parroquial. Es un hombre alto y delgado, de tez clara y pelo ligeramente rizado, con una voz suave y agradable y el modo cortés y formal de la mayoría de los guatemaltecos del campo. Me preguntó para qué quería entrevistarlo. Cuando, después de explicar que estaba escribiendo un artículo acerca del juicio contra Ríos Montt por el "genocidio ixil", me dijo que le alegraba saberlo.

Campesino no ixil, don Ceferino no había logrado sustraerse a la violencia de Estado desencadenada durante los años del conflicto: siete miembros de su familia habían muerto a manos del ejército entre 1982 y 1983. Igual que miles de campesinos ixiles, canjobales y quichés que sobrevivieron a las primeras matanzas, él y su familia habían huido de su aldea para refugiarse en las montañas, y se hicieron miembros de las Comunidades de Población en Resistencia (CPR). Vivieron en una fuga constante y acosados por el hambre y las enfermedades entre 1983 y 1996, eludiendo a las unidades del ejército y a las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC, versión guatemalteca de las fuerzas paramilitares) creadas durante el gobierno de Ríos Montt.

Quienes habían iniciado las diligencias para enjuiciar a los generales –me contó– habían sido, primero, Rigobertá Menchú, la premio Nobel de la Paz, por medio de su propia fundación, y luego los miembros del Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos (CALDH), que establecieron contacto con sobrevivientes de las masacres y los desplazamientos masivos ocurridos durante los gobiernos de Lucas García y Ríos Montt. Fue un proceso largo, porque durante mucho tiempo la gente se negó a hablar del pasado. ("No hay que tocarle la cola al dragón", decían.) Pero cuando lograron sobreponerse al miedo, se produjo una cascada de testimonios. Las exhumaciones de víctimas, que comenzaron en el año 2000, pasaron a formar parte de las pruebas que la fiscalía presentó contra los generales. La parroquia de Santa María, de la que don Ceferino es un miembro prominente, trabajó con veintidós comunidades durante dos años; un equipo de la diócesis desenterró ciento veinte cadáveres, "incluido un bebé en el vientre de su madre".

"A mi esposa, a dos de mis abuelos, a un hijito de dos años… A siete miembros de mi familia, asesinados en el 83, los exhumamos en ese periodo –explicó– Todos tenían el cráneo destrozado".

Le pregunto cómo se convirtió en operador de radio.

"En la parroquia de Chajul me enseñaron", me dijo. De niño no pudo ir a la escuela: quedaba demasiado lejos de su aldea. Como los demás niños con los que creció, se dedicaba a trabajar en la milpa.

"Nos sentimos traicionados por los dos, la guerrilla y el gobierno", me dijo un poco más tarde un hombre que vestía el traje ixil, el sombrero y morral tradicionales, con quien crucé algunas palabras en El Descanso, un pequeño café en el centro de Nebaj, antes de emprender el viaje a Cotzal y Chajul. Sentado en un sofá, inclinado sobre una mesa baja, él escuchaba noticias en un pequeño radio de onda corta que tenía pegado a un oído, mientras leía una columna de Prensa Libre deslizando el índice sobre las líneas, cuando lo interrumpí para preguntarle qué pensaba acerca del famoso juicio. "Pero hay dos corrientes distintas –continuó después de reflexionar un momento–. Hay mucha gente aquí que cree que en cierto modo Ríos Montt trajo la paz. Y no dejan de tener razón."

En efecto, la táctica contrainsurgente de tierra arrasada, importada de Vietnam, fue iniciada a principios de los años ochenta por el gobierno de Romeo Lucas García (muerto con Alzheimer en el 2006) depuesto del poder a mediados de marzo del 82. "Pero olvidan las masacres que cometieron sus soldados –continuó el hombre de El Descanso–, que continuaron cuando él ya había dado su golpe, en nombre de Dios, ¿no? Luego estableció el control militar. Se formaron las PAC y todo eso. Los soldados dejaron de matar gente. O ya no mataban tanto, mejor dicho. Y eso es lo que recuerda la gente. Y es por eso que él, Ríos, o su partido, ganó aquí las elecciones presidenciales y municipales hace unos años. Algunos, pero no todos, ni mucho menos, están en desacuerdo con el juicio que le han abierto. Pero yo creo que es también una cuestión de ideología. No hay que olvidar que casi todos los sobrevivientes tuvieron, a la fuerza, que formar parte de las PAC. Les dieron lo que llamaban una terapia intensiva. Los militarizaron. Les lavaron el cerebro, y ellos, convertidos en patrulleros, mataron y torturaron y a veces aprovecharon para robar animales y tierras a las víctimas. Los que delataron o mataron y robaron tampoco quieren que se busque justicia. Se sienten parte de. Niegan que hubo genocidio no porque crean que no lo hubo, sino por temor. Temen ser alcanzados también por esa justicia."

Le pregunto dónde estaba él durante ese tiempo. "Soy un sobreviviente –me dijo–. Logré escapar y viví casi dieciséis años escondido en las montañas. No quedó ni una sola de las veintitantas aldeas del municipio de Nebaj; solo quedó el casco urbano. Mire la iglesia, la convirtieron en cuartel. La torre del campanario servía de atalaya, pusieron una ametralladora allí. En Chajul –agregó– vistieron a Cristo y a los santos de la iglesia con uniformes de kaibil."

¿Qué opinión tiene usted de la guerrilla?, le pregunto.

"Hicieron propaganda armada en las comunidades –dice–. Llegaban un día de mercado y reunían a toda la gente. Les explicaban en ixil y en castellano por qué estaban allí. Necesitaban una fuerza armada. Entendimos que había que hacer la lucha, pero no queríamos ser militantes. Hubo un caso en Xacalté, donde la guerrilla masacró a casi toda la aldea porque no quería colaborar. La guerrilla mató como lo hacía el ejército, sin ningún juicio de por medio. Y cuando el ejército comenzó a reaccionar, la guerrilla se escondió. Dejaron que la población recibiera toda la violencia. De vez en cuando la guerrilla hacía algún ataque desde lejos; le disparaban a una patrulla a una distancia de, digamos, quinientos metros, y volvían a esconderse. El ejército tomaba represalias, y lo hacía contra la población, que no podía huir tan fácilmente."

¿Hay algún ixil en particular que esté en la memoria de la gente como símbolo?, quiero saber.

"No. En la memoria lo que está es el fracaso. Y los mártires".

¿Y qué piensa sobre el juicio?

Sonríe. "Ha costado mucho vencer el miedo. Primero, para desenterrar a los muertos. Luego, para atestiguar. Pero confiamos, tenemos que confiar, en la justicia."

Era un día despejado, y el camino entre Nebaj y Cotzal dejaba ver toda la belleza de un valle por encima de las nubes. El bizarro perfil de las montañas, acentuado por cortinajes de niebla finísima, había sido delineado por un artista de inspiración gaudiesca; la carretera de asfalto negro se ceñía al terreno curvilíneo como un listón. El pueblo de San Juan Cotzal –cabecera del municipio, con treinta y cuatro aldeas y unos 32 mil habitantes– con sus casas de bloque y lámina, no se salva de la fealdad, pese a la antigua plaza con su iglesia colonial. En el claro interior del templo vacío, sin embargo, algo había de sublime. En uno de los altos muros laterales está la foto en sepia de un sacerdote Maryknoll que vivió varios años en el Quiché, el padre William Woods, de Houston, Texas, muerto en un supuesto accidente cuando sobrevolaba San Juan Cotzal en 1976. Debajo de la foto hay una placa que dice: "No teman a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma". Rodea la foto y la placa una amplia red hecha de crucecitas de madera negra pegadas al muro blanco, en las que están escritos los nombres y las fechas de nacimiento y muerte de cientos de víctimas caídas en Cotzal. Intento hablar con las hermanas de la parroquia, que son italianas, pero, cuando les explico que me interesaría saber qué piensa la gente del pueblo acerca del proceso contra los generales, contestan que ellas llegaron hace muy poco a Guatemala y prefieren no hablar de eso. Pero hay una religiosa guatemalteca entre ellas.

Llegó a Cotzal de la ciudad de Guatemala en 1989, cuando la iglesia todavía estaba ocupada por los soldados; ese año se marcharon, me cuenta. Tiene malos presentimientos acerca del juicio, que ella espera que siga adelante. Está molesta porque, pese a que los acuerdos de paz de 1996 prohibían la presencia de fuerzas del ejército en el área, acababan de establecer –a principios del 2013– un destacamento militar en el Centro de Salud. "El alcalde es del PP (el Partido Patriota, cuyo líder es Pérez Molina, nuestro Presidente)", me dice en un susurro a modo de explicación. Luego se queja de la proliferación de iglesias pentecostales, que han dividido al pueblo. Le pregunto si puede explicarse cómo es que el Partido Patriota, con su líder exmilitar, ganó las elecciones en Cotzal. "No sé –me dice después de un momento–. Pero yo no voté aquí, preferí ir a la capital, donde estoy empadronada. Aquí hay controles sobre la votación. Lo amenazan a uno en las filas. Eso da miedo. Es mejor votar allá, donde el voto sí es secreto. Aquí todos se enteran de todo."

En las afueras de Chajul, el pueblo más aislado del llamado triángulo –donde todavía las casas, muy bajas y sin ventanas, son de adobe y teja de barro en lugar de bloques de cemento y lámina– se ven niños arreando mulas cargadas de leña y tinajas de agua, y sobre los setos y alambrados hay ropa –el rojo sangre de las faldas chajulenses queda grabado en la retina durante algún tiempo– secándose al sol. 

La iglesia, que domina el pueblo desde lo alto de una colina con forma de templo maya, recibía de frente el sol del atardecer; parecía que emanaba una luz propia. El interior era más cavernoso que el de la iglesia de Cotzal y tenía un olor a incienso y a cueva que faltaba en la otra. Fueron los santos y el Cristo de este templo los que los militares vistieron con el uniforme verde de los temibles kaibiles, y los que el antiguo párroco, so riesgo de muerte, desnudó o mandó desnudar. La primera vez que visité Chajul, a principios del 97, recién firmada la supuesta paz entre el gobierno y la guerrilla, en el fondo de la nave había un cuadro "primitivista" –¿pintado al fresco?– de unos tres metros por dos, en el que figuraban un montón de cuerpos mutilados, las caras carentes de expresión, rodeado por un círculo de soldados con metralletas y machetes. "No hay que olvidar a nuestros mártires", decía un letrero al pie. Mi decepción fue grande al comprobar que, unos quince años más tarde, ha desaparecido.

En el patio parroquial había mucha actividad. Un grupo de mujeres escuchaban una charla en ixil dada por un joven catequista, mientras que un puñado de niños corrían alrededor de una pila sin agua, y los sinsontes y otros pájaros alborotaban en las ramas de un añoso San Juan de flores amarillas. El padre Santos Pérez, con quien yo quería hablar, estaba en la capital aquellos días, me informaron. Pero una mujer tzutuhil, proveniente de Sololá, que vivía desde hacía unos años en Chajul, me invitó a tomar una taza de café en la casa parroquial.

No sabía qué había pasado con el cuadro o mural de los mártires, me dijo; cuando ella llegó de Santiago Atitlán, ya no estaba allí. Se sentía un poco decepcionada por la gente de Chajul, sobre todo por los jóvenes, que no se interesaban en el juicio. "Como si no tuviera nada que ver con su futuro", me dijo. Me hizo pasar a una salita, donde estaba encendido un televisor. "¿Ya vio?" Negué con la cabeza. "La defensa abandonó la sala, el juicio quedó en suspenso". Lo anoté en mi libreta, sorprendido: era el 18 de abril. "Se les agotaron las tácticas –me dijo–. Pero eso, abandonar la sala, es una falta de respeto al país, ¿no cree?"

Cuando emprendí el regreso a Nebaj, llamé por celular a Ana Tz ("contadora de los días", alcaldesa y sacerdotisa ixil) cuyas señas me había proporcionado un fotógrafo extranjero que vivió allí algunos años. Después de que nos presentáramos, me preguntó qué clase de vehículo manejaba. "Un Toyota cuatro por cuatro", le dije.

"¿No es un picup?"

Lo negué; le pregunté por qué quería saberlo.

"Por nada, pero es una lástima –me dijo–. Estoy aquí en el cruce entre Cotzal y Chajul, con una carga de leña, y pensé que usted podría ayudarme. No se preocupe. Yo me las arreglo. Lo busco a la noche en su hotel en Nebaj. A ver si me dejan pasar –se rió– que yo siempre ando de traje, y en ese hotel, que es para turistas, pues no sé…"

Ana Tz es una mujer de unos cuarenta años; parece, como dicen, llena de vida. Nos sentamos en la terraza del hotel, donde al principio es evidente que se siente un poco incómoda. Bromea al respecto, y pronto da muestras de estar a sus anchas. Había sido –una semana antes– testigo para la fiscalía en el juicio por genocidio; de niña vio cómo un grupo de soldados quemaron su vivienda y ocasionaron la muerte a su hermanito de treinta días. Guía espiritual de su pueblo –me explica–, no es ni católica ni evangélica. Desde hace años es miembro del Ministerio Indígena, cargo que es en parte hereditario, y ejerce como autoridad legal en conjunto con agentes del Ministerio Público. Como en otras comunidades indígenas donde se ejerce el derecho de autonomía jurídica (en 1995 Guatemala ratificó el convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales), las "autoridades mayas" están facultadas para administrar la justicia, y en Nebaj –me cuenta– ya han hecho arrestos y solucionado casos en coordinación con la fiscalía central. Parece confiar en el que el juicio entablado a Ríos Montt y a su Jefe de Inteligencia seguirá adelante, aunque es conocedora de la corrupción que padece nuestro sistema judicial.

El último 10 de mayo, en una moderna y amplia sala de audiencias llena a rebosar –el público era, en su mayoría, capitalino o extranjero (además de alrededor de setenta testigos ixiles y familiares o amigos, que escucharon la sentencia traducida a su lengua por medio de audífonos inalámbricos)–, una jueza guatemalteca declaró al pueblo ixil víctima del crimen de genocidio. Al pronunciarse este veredicto, en la sala se produjo un alud de vítores con brazos alzados, aplausos, llantos y abucheos, y los fotógrafos de prensa y los camarógrafos se abalanzaron sobre el general de ochenta y cinco años. Unas horas más tarde, las autoridades ixiles declaraban ante la prensa: "El fallo contra Ríos Montt no nos causa ni alegría ni tristeza. Aprobamos que se haya hecho justicia".

Dos días después de que Ríos Montt ingresara en la prisión de alta seguridad del Fuerte de Matamoros –donde guardaba prisión por lavado de dinero y fraude al Estado el expresidente de Guatemala, Alfonso Portillo Cabrera, que gobernó el país entre el 2000 y el 2004, a la cabeza del Frente Republicano Guatemalteco, el partido político fundado por el general Ríos Montt–, la cúpula empresarial organizada se declaró en sesión permanente "para analizar las consecuencias de la condena", y mediante un comunicado de prensa pidió a la Corte de Constitucionalidad que anulara la sentencia. "El fallo condenatorio abona a la polarización y deja una percepción muy clara de que la justicia ha sido presa del conflicto ideológico", arguye el comunicado del Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF). Y esto cuando, como señaló un representante de la Comisión Internacional de Juristas, "el genocidio es un tema conceptual porque conlleva una planificación, y en este plan podrían verse involucrados personajes de la élite económica". Familiares de militares convocaron a un plantón frente a la Corte; y Otto Pérez Molina, el presidente de la República, también general retirado, quien a principios de los ochenta estuvo al mando de un batallón en territorio ixil, y que fue implicado durante el proceso por uno de los testigos protegidos de la fiscalía, aseguró una y otra vez ante los medios de comunicación que, en su opinión, en Guatemala no hubo genocidio.

Una semana más tarde, el veinte de mayo, la sentencia condenatoria contra Efraín Ríos Montt como principal responsable del genocidio ixil, y la absolución de Rodríguez Sánchez –que había sido puesto en libertad, "por haberse comprobado que no formaba parte de la cadena de mando militar del gobierno de Ríos Montt"–, fueron anuladas por la Corte de Constitucionalidad, el tribunal más alto del sistema judicial guatemalteco, jocosamente llamada la Corte Celestial. Y así, la confianza que los ixiles decidieron depositar en las instituciones democráticas de una nación por cuyos gobiernos han sido atacados de forma sistemática a lo largo de la historia se vio, una vez más, defraudada.      

"Pero no todo está perdido", me dijo Ana Tz cuando la llamé para preguntarle qué pensaba sobre la anulación de la sentencia.

Según me explicó a mediados de junio un alto magistrado, "todo el problema" comenzó horas antes del inicio del juicio, el 19 de marzo, cuando la jueza Yassmí*n Barrios cometió el error de acreditar en su tribunal al abogado defensor de Ríos Montt, Francisco García Gudiel, con quien tenía una antigua enemistad. En un instante, García Gudiel presentó una recusación contra la jueza, alegando, precisamente, esa vieja enemistad. "Ella lo expulsó de la sala, ¡pero eso ya no se podía! Luego impuso a Ríos Montt, que se había quedado sin defensa, los abogados del otro acusado." Pero había intereses encontrados. Rodríguez Sánchez pudo en cierto momento ser llamado como testigo contra Ríos Montt, y viceversa. "¿No lo ve? Se armó un lío. Había varios amparos y recusaciones que resolver antes de que el juicio pudiera continuar legalmente."

Le pregunto si tiene idea de cómo, o por qué, la jueza se habría permitido tal error (acreditar a García Gudiel en su sala). Uno diría –me atrevo a sugerir– que no lo hizo de mala fe.

"¡Qué importa si lo hizo de buena o de mala fe! Lo hizo, es todo –me responde, ligeramente exaltado; y, luego, ya con calma–: Tal vez pecó de ingenua. Pero la corte lo que debe defender es el debido proceso, y la jueza decidió no acatar las órdenes de suspender el juicio (que recibió el 19 de abril). Eso no puede ser, es así de sencillo." Compara la situación con una jugada de beisbol. "Un jugador quiere llegar a la goma robando base, pero…"

¿Usted cree que hubo genocidio?, le pregunto.

"Es posible. Y yo creo que Ríos Montt podría ser culpable, no me malinterprete. A mí lo que me gustaría es que hubiera un verdadero debate donde se determinara si esas matanzas, que son innegables, fueron o no genocidio. Otra cosa –añadió– para que se quede tranquilo. Acerca de la amnistía (ya que para el próximo juicio los generales podrían intentar acogerse a la amnistía contemplada en los acuerdos de paz firmados en 1996 entre la Unión Revolucionaria Guatemalteca y el Gobierno de Guatemala) no la van a conseguir, de ninguna manera. Eso sí sería una porquería."

Acerca de los bandazos y jaloneos judiciales que se dieron a raíz del llamado juicio del siglo (la defensa presentó al menos cuarenta amparos durante el proceso, que se suspendió y reanudó en dos ocasiones antes de que la sentencia condenatoria fuera definitivamente anulada) varios juristas y columnistas han deplorado que nuestros tribunales se hayan expuesto al ridículo. El Presidente del Centro para la Defensa de la Constitución (CEDECON) y catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Rafael Landívar comentó: "La drástica resolución de la CC –con tres votos a favor y dos en contra de la anulación– puede compararse con un caso cruelmente cómico: Tu hija tiene un simple catarro y le das, en lugar de un antigripal, un tratamiento de quimioterapia".

La fecha en que el juicio será reanudado es incierta; después de que más de cincuenta magistrados se excusaran de conocer el caso, un Tribunal de Mayor Riesgo (que tiene en agenda veintiséis casos que resolver antes del de Ríos Montt y Rodríguez Sánchez) fue designado para continuar con el debate público, pero –según la prensa– no podrá hacerlo antes de abril del 2014. Mientras tanto, se aviva la discordia entre los guatemaltecos que creen que en el país se cometió genocidio y quienes lo niegan. Los grandes empresarios, los militares y miembros de la clase media de extrema derecha han iniciado campañas mediáticas que recuerdan la peor clase de propaganda anticomunista de hace medio siglo. "En Guatemala JAMÁS se cometió genocidio: el mundo merece conocer LA VERDAD", vocean los libelos de la recién instaurada Fundación Contra el Terrorismo. "Los guatemaltecos no somos genocidas –repite un campo pagado de Los Amigos del País–. Guatemala está comprometida a instituir transparencia y certeza legal para atraer mayor inversión." Por paradójico que parezca, en los archivos históricos y periodísticos hay expedientes y noticias de unos cuantos supuestos genocidios cometidos durante el único gobierno socialista que ha tenido Guatemala, entre 1944 y 1954: indagaciones, apelaciones y condenas por el crimen de genocidio, ejecutadas por el gobierno contrarrevolucionario de Carlos Castillo Armas. "Junto al paredón de fusilamiento aparecen los reos de genocidio Margarito Tecún Cuque y Juan Francisco Pineda García, momentos antes de recibir la ráfaga fatal", se lee al pie de la foto central en la primera página del influyente diario El Imparcial del 5 de agosto de 1955. (Los reos fueron encontrados culpables de ejecutar a diez personas en La Antigua Guatemala, por ser "católicos que se oponían al gobierno de Jacobo Árbenz".)

Mientras los más altos magistrados velan por que en nuestras cortes no deje de observarse el debido proceso, el número de linchamientos en el interior del país va en aumento. Según elPeriódico del 22 de junio del 2013: "El Grupo de Apoyo Mutuo dio a conocer que en los primeros cinco meses de este año han ocurrido noventa muertes por ejecuciones tumultuosas, mientras que en el mismo periodo del año pasado se registraron sesenta y seis."

Yo por mi parte sigo leyendo con creciente asombro el archivo de seguridad estadounidense en la web. El documento 26, Guatemala: prospects for political moderation. An intelligence assessment, de agosto de 1983, dice: “La estructura política de Guatemala, la más rígida de Centroamérica, ha contribuido, de por sí, a la polarización (…) Los récords públicos demuestran que desde 1954 [tachadura] la nación ha sido gobernada por grupos de poder que ven al Gobierno nacional como un instrumento para mantener el orden social, proveer servicios mínimos y permitir que el mercado siga su curso. La política ha servido de tapón para impedir que los reformadores identificados con la era pre 1954 regresen al poder. El orden político que ha resultado depende de una coalición informal entre oficiales del ejército de ideología conservadora, empresarios prominentes, finqueros latifundistas y políticos de derecha de clase media (…) Nuestra lectura de documentos públicos [línea y media tachada] indica que, entre otras cosas, los miembros de las élites dominantes guatemaltecas han subvertido la integridad del sistema judicial utilizando de escuadrones de la muerte organizados por el Gobierno y financiados por grupos de extrema derecha, que han intimidado, enviado al exilio o asesinado a testigos, abogados y jueces."

 

 

 

 

 



*Los nombres de sobrevivientes del genocidio son ficticios.

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